SANA DOCTRINA - Ministerio de Difusión Bíblica

Un Contraste Sobrecogedor

 

Sermón predicado la noche del domingo 11 de julio de 1886

Por Charles Haddon Spúrgeon

En El Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres

 

 

“Entonces le escupieron en el rostro”.   Mateo 26: 67

 

“Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo”.   Apocalipsis 20: 11

 

Guiados por nuestro texto en el Evangelio de Mateo primero viajemos con el pensamiento al patio del sumo sacerdote Caifás, y allí, sumidos en la más profunda tristeza, captemos el significado de esas terribles palabras: “Entonces le escupieron en el rostro”. Esas palabras contienen un estruendo más profundo y terrible que el que alberga la centella que estalla en lo alto. Hay un terror más vívido en ellas que en el relámpago más enceguecedor: “Entonces le escupieron en el rostro”.

 

Observen que esos hombres, los sacerdotes, y los escribas, y los ancianos y sus esbirros, cometieron este acto vergonzoso después de haber oído decir a nuestro Señor: “Desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo”. Fue en señal de desdén hacia esa aseveración y de escarnio hacia ese honor que vaticinaba para Sí mismo, que “entonces le escupieron en el rostro”, como si no pudieran tolerar más que Él, que estaba siendo juzgado por ellos, reclamara ser su Juez; que Él, a quien habían conducido cautivo desde el huerto de Getsemaní al filo de la medianoche, hablara de venir en las nubes del cielo: “Entonces le escupieron en el rostro”.

 

No podría dejar de agregar que agredieron así a nuestro Señor después que el sumo sacerdote hubo rasgado sus vestiduras. Hermanos míos, no olviden que se suponía que el sumo sacerdote representaba todo lo que era bueno y venerable entre los judíos. El sumo sacerdote era la cabeza terrenal de su religión; era él quien, -único entre los mortales- podía penetrar dentro del velo; con todo, fue él quien condenó al Señor de gloria al tiempo que rasgaba sus vestiduras diciendo: “¡Ha blasfemado! ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? He aquí, ahora mismo habéis oído su blasfemia”. Me pongo a temblar cuando pienso que podemos ser muy eminentes en el servicio de Dios y, no obstante, ser terribles enemigos del Cristo de Dios. Que ninguno de nosotros piense que porque hemos escalado los lugares más elevados de la iglesia, que por eso hemos de ser salvos. Podemos ser sumos sacerdotes y tener Urim y Tumim, y ponernos el pectoral con todas sus maravillosas piedras místicas y ceñirnos un cinto de obra primorosa y, sin embargo, a pesar de todo ello, podríamos ser cabecillas de quienes rezuman desprecio contra Dios y Su Cristo. Cuando Caifás hubo pronunciado la palabra de condenación en contra de Cristo, fue entonces que “le escupieron en el rostro”.

 

¡Que Dios nos conceda que nunca asumamos algún oficio en la Iglesia de Dios, para luego, ceñidos con la autoridad y la influencia que un tal oficio pudiera depararnos, ser los primeros en arrojar escarnio y desprecio al Cristo de Dios! Sin embargo, no dudo al decir que cuando los hombres miran al sacerdocio terrenal en lugar de mirar a Cristo, el grandioso Sumo Sacerdote, cuando se les enseña a los hombres a confiar en la misa en vez de confiar en el único sacrificio de Cristo en la cruz por el pecado, es entonces cuando los propios sacerdotes marcan la pauta para escupir en Su rostro. Más que en cualquier otra parte, el Anticristo mora con toda seguridad en el lugar donde Cristo es deshonrado de esa manera, y nadie le causa un oprobio más horrendo a Cristo que quienes deberían postrarse a Sus pies y exponerlo en alto entre los hijos de los hombres pero que son, sin embargo, quienes lo rechazan y le niegan Sus derechos legítimos.

 

Después que hubo proclamado Su Deidad como Rey y Juez de todo “Entonces le escupieron en el rostro”, y después que el hombre que debió haber sido Su principal siervo terrenal se convirtió en un architraidor y marcó la pauta para desdeñarlo, acusándolo de blasfemar, “Entonces le escupieron en el rostro”.

 

Dos o tres pensamientos se vienen a mi mente cuando pienso que esos hombres perversos escupieron en efecto en el rostro de Cristo, en ese rostro que es la luz del cielo, el gozo de los ángeles, la bienaventuranza de los santos y el propio fulgor de la gloria del Padre. Este acto de escupir nos muestra, primero, cuán lejos irá el pecado. Si queremos una prueba de la depravación del corazón del hombre, no les voy a indicar los sitios de prostitución de Sodoma y Gomorra, ni los llevaré a los lugares donde la sangre es derramada en torrentes por seres envilecidos semejantes a Herodes y los tipos de su calaña. No, la más clara prueba de que el hombre está totalmente caído y de que el corazón natural está enemistado contra Dios, es evidente en el hecho de que escupieron en efecto en el rostro de Cristo, de que en efecto lo acusaron, lo condenaron, lo condujeron como un malhechor y lo colgaron como un criminal para que muriera en la cruz. ¿Por qué? ¿Qué mal había hecho? ¿Qué había en Su vida entera que les diera motivo para escupirle en Su rostro? ¿Se encendió Su rostro de indignación contra ellos incluso en aquel momento? ¿Los miró con desprecio? Él no lo hizo, ya que era íntegramente benignidad y ternura, incluso para con esos individuos que eran Sus enemigos y cuyos corazones debían de haber sido en verdad empedernidos y brutales ya que “le escupieron en el rostro”. Él había sanado a sus enfermos, había alimentado a sus hambrientos, había sido en medio de ellos una verdadera fuente de bendición por toda Judea y Samaria y, sin embargo, “Entonces le escupieron en el rostro”. Repito de nuevo: no me mencionen los crímenes de antiguas naciones, ni los horribles males cometidos por hombres incivilizados, ni las iniquidades más elaboradas de nuestras grandes ciudades; no me cuenten acerca de las abominaciones de Grecia o de Roma; ésta, ésta, a los ojos de los ángeles de Dios, y a los ojos del Dios de los ángeles, es la obra maestra de toda la iniquidad: “Entonces le escupieron en el rostro”. Entrar en el propio palacio del Rey y acercarse a Su unigénito Hijo para escupirle en el rostro, éste es el mayor de los crímenes que revela la infame perversidad de los hombres. La humanidad es culpable de la iniquidad más negra al haber ido tan lejos como para escupir en el rostro de Cristo.

 

Mi meditación se dirige también hacia el Bienamado en cuyo rostro ellos escupieron; y mi pensamiento relacionado con Él es éste: ¡cuán profunda fue la humillación que tuvo que soportar! Cuando fue hecho pecado por nosotros, aunque Él mismo no conoció pecado, cuando nuestro Señor Jesucristo tomó sobre Sí las iniquidades de Su pueblo y fue cargado con el tremendo peso de su culpa, era forzoso que la justicia de Dios lo tratara como si en realidad Él fuera un pecador. Él no era un pecador, y no podía serlo; era perfecto hombre y perfecto Dios y, sin embargo, ocupó el lugar de los pecadores, y Dios hizo que se encontrara en Él la iniquidad de todo Su pueblo. Por tanto, en el momento de la humillación no debía ser tratado como el Hijo de Dios, ni debía ser tenido en honra como un hombre justo; debía ser entregado primero a la vergüenza y al desprecio, y luego al sufrimiento y a la muerte; y, en consecuencia, no le fue escatimado el último y el más brutal de los insultos: “Entonces le escupieron en el rostro”.

 

¡Oh, Señor mío, a qué degradación tan terrible has sido conducido! ¡A qué profundidades eres arrastrado por causa de mi pecado y del pecado de todas las multitudes de personas cuyas iniquidades fueron colocadas sobre Ti! ¡Oh hermanos míos, odiemos el pecado; oh hermanas mías, detestemos el pecado, no sólo porque horadó las benditas manos y los pies de nuestro amado Redentor, sino porque se atrevió incluso a escupirle en Su rostro! Nadie podría conocer jamás toda la vergüenza que el Señor de gloria sufrió cuando le escupieron en Su rostro. Estas palabras se deslizan sobre mi lengua demasiado suavemente; tal vez incluso no las sienta como debería sentirlas, aunque lo haría si pudiera. Pero si pudiera sentir como debería sentir, estando en sintonía con la terrible vergüenza de Cristo, y si luego pudiera interpretar esos sentimientos mediante cualquier lenguaje conocido para el hombre mortal, seguramente ustedes inclinarían sus cabezas y se sonrojarían, y sentirían que dentro de sus espíritus surge una ardiente indignación en contra del pecado que se atrevió a someter al Cristo de Dios a una vergüenza como esa. Quiero besar Sus pies cuando pienso que de hecho le escupieron en Su rostro.

 

Luego, mis pensamientos vuelan de nuevo hacia Él de esta manera: pienso en la afectuosa omnipotencia de Su amor. ¿Cómo podía soportar ser víctima de los salivazos cuando, con una mirada de enojo de Sus ojos, la llama habría podido matarlos y abrasarlos a todos? Sin embargo, no opuso resistencia incluso cuando le escupieron en Su rostro; y ellos no fueron los únicos que lo insultaron así, pues, posteriormente, cuando fue llevado por los soldados al pretorio de Pilato, ellos también le escupieron llenos de cruel desprecio y de escarnio.

 

“¡Vean cómo sufre el paciente Jesús

Los insultos más rastreros!

Los pecadores han atado las manos omnipotentes,

Y escupen en el rostro de Su Creador”.

 

¿Cómo pudo tolerarlo? Amigos, Él no habría podido tolerarlo si no hubiera sido omnipotente. Esa misma omnipotencia que le hubiera permitido destruirlos, era omnipotencia de amor así como también omnipotencia de poder. Fue esa omnipotencia la que le hizo “reprimirse”, pues no hay ninguna omnipotencia como la que restringe a la omnipotencia. Sin embargo, así fue para que pudiera soportar esos escupitajos de los hombres; pero ¿pueden pensar en esta maravillosa condescendencia sin sentir que sus corazones arden de amor por Él, de tal manera que anhelan rendirle algún acto especial de homenaje por medio del cual mostrar que gustosamente quisieran recompensarle por esta vergüenza, si pudieran?

 

No diré nada más acerca de este punto, pues el vergonzoso acto queda registrado indeleblemente en la Escritura: “Entonces le escupieron en el rostro”. Pero yo quiero hacerles ver la verdad, hermanos, y quiero mostrarles cómo pudiéramos hacerle a Cristo lo mismo que estos malvados seres le hicieron. “Oh”, -dirá alguien- “yo no estuve allí; yo no le escupí en Su rostro”. Escucha; tal vez tú sí le has escupido en Su rostro; tal vez, tú mismo le has escupido en Su rostro. Tú recuerdas ese conmovedor himno que cantamos algunas veces:

 

“¡Jesús mío! Di: ¿quién es el infeliz que se atrevió

A atar Tus manos sagradas?

¿Y quién se atrevió a golpear de tal manera

Tu rostro tan manso y amoroso?

 

¡Jesús mío! ¿De quién son las manos que tejieron

Esa cruel corona de espinas?

¿Quién fabricó esa dura y pesada cruz

Que doblega Tus hombros?

 

¡Jesús mío! ¿Quién con su vil saliva

Profanó Tu sagrada frente?

¿O de quién son los azotes inmisericordes

Que provocaron que Tu sangre preciosa fluyera?

 

Soy yo quien he sido muy ingrato;

Con todo, Jesús, ¡ten piedad!

Oh, compadécete y perdóname, Señor mío,

¡Por tu dulce misericordia!”

 

Hay todavía algunos que escupen en el rostro de Cristo negando Su Deidad. Aseveran: “él es un simple mortal; un buen hombre, es cierto, pero sólo un hombre”, aunque yo no puedo entender cómo se atreven a decir eso, pues el hombre que reclamara ser Dios, sin serlo, no podría ser un buen hombre. Jesús de Nazaret sería el más vil de los impostores que jamás hubiere existido si permitió que los discípulos le adoraran y si dejó tras de Sí una vida que nos impulsara a adorarle, pero no fuera real y verdaderamente Dios; por tanto, de todos aquellos que declaran que no es Dios -y hay un grupo grandísimo de esas personas incluso en medio del pueblo nominalmente religioso de nuestros días- hemos de decir tristemente, pero verazmente: “Entonces le escupieron en el rostro”.

 

También hacen lo mismo aquéllos que vituperan Su Evangelio. En estos días hay muchas personas que parecieran no poder ser felices a menos que estén despedazando el Evangelio. Especialmente el divino misterio del sacrificio sustitutivo de Cristo es el blanco de las flechas de los sabios, y me estoy refiriendo a quienes son sabios según la sabiduría de este mundo. A nosotros nos deleita saber que nuestro Señor Jesucristo sufrió en el lugar y en sustitución de Su pueblo.

 

“Él soportó, para que no tuviéramos que soportar nunca

La justa ira de Su Padre”.

 

Sin embargo, he leído algunas cosas horribles que han sido escritas en contra de esa bendita doctrina, y conforme las leía sólo podía decirme a mí mismo: “Entonces le escupieron en el rostro”. Si hay algo que excede a todo lo demás en la gloria de Cristo, es Su sacrificio expiatorio, y si alguna vez introduces tu dedo en la niña de Su ojo, y tocas Su honor en el punto más delicado posible, es cuando tienes algo que decir en contra de Su ofrenda de Sí mismo como sacrificio para Dios, sin mancha y sin contaminación, para quitar las iniquidades de Su pueblo. Por consiguiente, juzguen ustedes mismos en este asunto, y si alguna vez han negado la Deidad de Cristo, o si han atacado alguna vez Su sacrificio expiatorio, podría haberse dicho en verdad de ustedes: “Entonces le escupieron en el rostro”.

 

Además, este mal es perpetrado también cuando los hombres prefieren su propia justicia a la justicia de Cristo. Hay algunas personas que dicen: “Nosotros no necesitamos perdón; nosotros no necesitamos ser justificados por la fe en Cristo, pues ya somos lo suficientemente buenos”, o, “estamos obrando nuestra propia salvación; tenemos el propósito de salvarnos a nosotros mismos”.

 

Oh, señores, si ustedes pudieran salvarse a ustedes mismos, ¿por qué, entonces, Jesús se desangró en la cruz? Fue en verdad una superfluidad que el Hijo de Dios muriera en cuerpo humano si hubiese la posibilidad de salvación por los propios méritos de ustedes; y si prefirieran los méritos de ustedes a los Suyos, se debe decir también de ustedes: “Entonces le escupieron en el rostro”. Las justicias suyas son únicamente como trapo de inmundicia; y si prefieren eso al lino limpio y resplandeciente que es la justicia de los santos, si piensan lavarse en sus lágrimas, y desprecian así esa sangre preciosa sin la cual no hay purificación de nuestro pecado, entonces también a ustedes se les aplica nuestro texto: “Entonces le escupieron en el rostro”, cuando prefieren su propia justicia a la justicia de Cristo.

 

Amigo, con frecuencia te he hablado sobre la parábola del hijo pródigo; pero, posiblemente, tu caso sea más parecido al del hermano mayor de la parábola; tú tienes ya tu porción de bienes, que es de tu completa propiedad, y la estás guardando. Eres rico y te has enriquecido y no tienes necesidad de nada. Eres justo con justicia propia y piensas que te puede ir muy bien sin Dios y sin Cristo, y sospechas a medias que Dios a duras penas podría prescindir de ti. Te está yendo tan bien en la observancia de ritos y ceremonias y en la realización de caridades y devociones que, si tú te fueras a una provincia apartada, harías un papel muy respetable; serías uno de esos excelentes ciudadanos de aquella provincia que enviaría, a su debido tiempo, a algún hijo pródigo a tus campos para que alimentara a tus cerdos.

 

Estoy inclinado a creer que tu caso es más triste incluso y más desesperanzado que el del propio hijo pródigo. Tú también te has alejado de Dios, y estás viviendo sin Él. Él no está en todos tus pensamientos, y casi desearías que no hubiese Dios, pues entonces no habría ninguna nube negra suspendida en la distancia que pudiera arruinar tu día de verano, ni ningún temor de tormentas que vinieran a estropear la dicha de la hora. Se debe decir de ti tan ciertamente como se dice del infiel declarado que abiertamente rechaza a Cristo: “Entonces le escupieron en el rostro”.

 

Lo mismo es, ¡oh!, tan tristemente cierto cuando alguien abandona la profesión de ser un seguidor de Cristo. Hay algunos, ¡ay!, que, por un tiempo, han dado la impresión de estar bien en la Iglesia de Dios –yo no voy a juzgarlos- pero ha habido algunos que, después de hacer una profesión de religión, han regresado deliberadamente al mundo. Después de dar la impresión de ser muy celosos durante un tiempo, se han vuelto mundanos y buscadores de placeres, y tal vez incluso lascivos y viles. Quebrantan el día de guardar, descuidan la Palabra de Dios, abandonan el propiciatorio, y su fin es peor que su principio. Cuando un hombre abandona a Cristo por una ramera, cuando renuncia al cielo por el oro, cuando renuncia a los gozos que profesó haber tenido en Cristo para encontrar el júbilo en la compañía de los impíos, se convierte en otro ejemplo de la verdad de estas palabras: “Entonces le escupieron en el rostro”. Preferir cualquiera de estas cosas a Cristo es infame, y el mero acto de echar saliva por la boca pareciera ser poco comparado con este pecado de escupir con el propio corazón y con el alma, y de derramar desdén contra Cristo al preferir algún pecado a Él. Sin embargo, ¡ay!, cuántas personas están escupiendo todavía de esta manera en el rostro de Cristo. Tal vez algunas personas presentes lo estén haciendo ahora.

 

Queridos amigos, si nuestra conciencia nos acusa en alguna medida de este pecado, tenemos que confesarlo de inmediato; humillémonos delante del Señor, y con la propia boca que le escupió, ‘besemos al Hijo, para que no se enoje, y perezcamos en el camino; pues se inflama de pronto su ira’.

 

Y cuando hayamos confesado el pecado, tenemos que creer que Él es capaz de perdonarnos y que quiere hacerlo. Yo sé que cuando el pecado es sentido conscientemente, se requiere de un gran acto de fe para creer en el esplendor de la divina misericordia, pero, queridos amigos, tienen que creerlo. Háganle al Señor Jesús el gran honor de decirle: “Clemente Señor, lávame en Tu sangre preciosa; aunque yo en verdad escupí en Tu rostro, lávame en esa fuente limpiadora y seré más blanco que la nieve”, y de acuerdo a su fe, así les será hecho. Ustedes recibirán incluso el perdón de este grave pecado si lo confiesan y creen que Cristo puede perdonarlo y quiere hacerlo.

 

Y cuando hayan hecho eso, entonces su vida entera ha de ser gastada en tratar de enaltecer y glorificar a Aquel a quien ustedes y otros han difamado y deshonrado. ¡Oh, yo pienso que si yo hubiese negado alguna vez la Deidad de Cristo, querría pararme en este púlpito noche y día para revocar lo que dije, y para declarar que Él es el Hijo de Dios con poder! Pienso que si yo erigiera cualquier cosa para contraponerla a Él, querría exaltarlo día y noche poniéndolo por encima de todo lo demás, como ciertamente anhelo hacerlo.

 

Vamos, hermanos y hermanas cristianos, hagamos algo inusual en honor de Cristo; descubramos algo o inventemos algo nuevo, ya sea en compañía de otros o exclusivamente por nosotros mismos, por medio de lo cual podamos glorificar más ampliamente Su nombre bendito.

 

Quiero agregar esto: si alguna vez alguien nos despreciara por causa de Cristo, no lo consideremos doloroso, antes bien, hemos de estar dispuestos a soportar el escarnio y el desprecio por Él. Hemos de decirnos: “Entonces le escupieron en el rostro”. ¿Qué importa, entonces, que escupan también en el mío? Si lo hacen, diré: ‘salve oprobio, y bienvenida vergüenza’ pues me sobrevienen por Su amada causa”. ¡Mira, ese malvado está a punto de escupir en el rostro de Cristo! Interpón tu mejilla para que puedas detener el escupitajo con tu rostro, para que no caiga sobre Él otra vez, pues ya que fue sometido a tan terrible vergüenza, cada uno de los redimidos con Su sangre preciosa debería considerar un honor ser partícipe de la vergüenza, si de cualquier manera pudiéramos resguardarlo de seguir siendo despreciado y desechado entre los hombres.

 

Ya ven, queridos amigos, que no les he predicado, sino que simplemente he hablado muy, muy débilmente, y no he hablado del todo sobre este maravilloso texto como hubiera deseado y esperado haber podido hacerlo: “Entonces le escupieron en el rostro”.

 

Ahora procuren prestarme atención durante unos cuantos minutos mientras les presento ese mismo rostro bajo una luz muy diferente. Nuestro segundo texto está en el capítulo 20 de Apocalipsis, en el versículo 11: “Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos”.

 

No necesito decir nada para explicar este pasaje. Noten cómo comienza el apóstol: “Y vi”. ¡Oh, desearía tener poder para hacerles ver también ese grandioso espectáculo! Algunas veces, captar vívidamente una verdad, aunque sea por una sola vez, es mucho mejor que oírla expresada simplemente diez mil veces.

 

Recuerdo la historia de un soldado que fue empleado en relación con actividades de levantamiento de planos en Palestina. Él estaba con otros miembros del grupo en el valle de Josafat, y sin pensar seriamente en sus palabras, les dijo a sus colegas: “Algunas personas dicen que cuando Cristo venga una segunda vez para juzgar al mundo, el juicio tendrá lugar en el valle de Josafat, en este preciso lugar donde nos encontramos ahora”. Luego agregó: “Cuando se erija el gran trono blanco, me pregunto dónde estaré yo”. Se dice que exclamó descuidadamente: “voy a sentarme aquí, sobre esta gran piedra”, y se sentó; pero en un instante se vio sobrecogido por el horror y se desmayó, porque en el acto de sentarse había comenzado a darse cuenta de alguna manera de la grandiosidad y del terror de aquella tremenda escena.

 

Me gustaría saber cómo hacer o decir algo por lo cual les pudiera hacer captar esa escena que Juan vio en visión. El Señor Jesucristo ascendió al cielo desde la cumbre del Olivar en Su propio cuerpo, y así vendrá de igual manera, tal como fue llevado al cielo; pero Él vendrá, no como el humilde Varón de dolores, sino como el Juez de todo, sentado sobre un gran trono blanco, y Juan dice: “y yo lo vi”. Tal como cantamos hace unos cuantos minutos:

 

“¡El Señor vendrá! Pero no será el mismo

Que una vez vino en humildad;

Un cordero silente frente a Sus enemigos,

Un hombre fatigado y lleno de dolores.

 

¡El Señor vendrá! Una forma terrible

Con un arcoíris por corona y vestiduras de tormenta;

Sobre alas de querube y de viento,

Juez designado de toda la humanidad”.

 

Queridos amigos, yo desearía que incluso en sus sueños pudieran ver esta visión, pues, aunque no tengo ninguna confianza en los sueños por lo que son, sin embargo, cualquier comprensión de esta grandiosa verdad será mejor que su mera audición.

 

“Y vi”, -dijo Juan- “un gran trono blanco”. Vio un trono, pues Cristo reina ahora y es Rey de reyes y Señor de señores; y cuando venga de nuevo, vendrá en el poder de la soberanía universal como el Juez designado de toda la humanidad. Vendrá en un trono.

 

Se dice que ese trono es blanco. ¿Qué otro trono podría ser descrito así? Los tronos de los meros mortales están a menudo manchados de injusticia o teñidos con la sangre de crueles guerras; pero el trono de Cristo es blanco porque Él imparte juicio y justicia y Su nombre es verdad.

 

Será también un gran trono blanco, un trono tan grande que todos los tronos de reyes y príncipes anteriores serán como nada en comparación con él. Los tronos de Asiria, y Babilonia, y Persia, y Grecia y Roma, todos parecerán únicamente como diminutas gotas de rocío que se disipan en un momento; pero este gran trono blanco será el asiento reconocido del Rey de reyes y de la Soberanía de todas las soberanías: “Y vi un gran trono blanco”.

 

Juan no sólo vio el gran trono blanco, sino también “Al que estaba sentado en él”. ¡Qué visión tan portentosa era esa! Juan vio a Aquel cuyos ojos son “como llama de fuego; y sus pies semejantes al bronce bruñido”. Juan vio a Aquel cuya majestad divina brillará resplandeciente incluso a través de las huellas de los clavos que todavía tendrá cuando esté sentado en el gran trono blanco. Qué espectáculo era para Juan -que había apoyado su cabeza sobre el pecho de Cristo- contemplar a ese mismo Señor a quien había visto morir en la cruz, sentado ahora en el trono del juicio universal: “Y vi un gran trono blanco”.

 

Noten ahora lo que pasó: “de delante del cual huyeron la tierra y el cielo”. Tan pronto como este gran trono blanco apareció, el cielo y la tierra comenzaron a rodar como una ola que se retira de la costa. ¿Qué ha de ser ÉL, de delante del cual se replegarán el cielo y la tierra como si estuviesen conmocionados?

 

Observen, primero, el poder de Cristo. Él no ahuyenta al cielo y la tierra; ni siquiera les habla; la visión de Su rostro es todo lo que se necesita, y el viejo cielo y la vieja tierra manchada de pecado comenzarán a escapar, “y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas”; y todo eso sucederá cuando simplemente se muestre el rostro de Cristo. Él no tiene que alzar Su brazo ni tiene que tomar una jabalina para lanzarla a la tierra condenada. Ante la visión de Su rostro, el cielo y la tierra huirán.

 

Contempla el terror de la majestad de Cristo. ¿Y qué harás tú en aquel día, tú, que de hecho escupiste en Su rostro, tú, que de hecho le despreciaste? ¿Qué harás tú ese día? Supón que el gran día del juicio hubiere llegado ya, supón que el gran trono blanco estuviera precisamente por allá, y que cuando este servicio hubiere concluido, debes comparecer con todos los muertos ya resucitados ante tu Juez. Uno tendría que decir: “yo lo he rechazado; ¿cómo me puedo atrever a mirar Su rostro?” Otro clamaría: “Él me atrajo una vez; yo sentí el jalón de Su amor, los estirones de Su Espíritu, pero yo me resistí, y no quise ceder. ¿Cómo puedo ir a Su encuentro ahora? ¿Puedo mirarlo a la cara?” Otro tendría que decir: “tuve que esforzarme mucho para escapar del asidero de Su mano de misericordia; reprimí a la conciencia, y regresé al mundo”. Todos ustedes tendrán que mirar ese rostro, y ese rostro los mirará a todos ustedes. Uno tendrá que decir: “yo renuncié a Cristo por el mundo”. “Renuncié a Él por el teatro”. Otro tendrá que decir: “yo renuncié a Él por el salón de baile”. “Yo renuncié a Él por el amor de las mujeres”, dirá otro. “Yo renuncié a Él para poder seguir con mi negocio con el que no habría podido continuar si hubiera sido un verdadero cristiano; renuncié a Cristo a cambio de lo que pudiera conseguir”.

 

Ustedes tendrán que decir todo eso, y tendrán que hacerlo pronto. Tan ciertamente como me ven ahora sobre esta plataforma, verán entonces al Rey en el gran trono blanco, a ese Rey que fue despreciado y desechado entre los hombres.

 

¡Oh, señores, yo quisiera que ustedes pensaran en todo esto! Mi preocupación no es ni la centésima parte de lo que debería ser la de ustedes; yo no tengo miedo de ver el rostro de Cristo pues Él me ha mirado con amor, y ha borrado todo mi pecado, y yo lo amo, y anhelo estar con Él por los siglos de los siglos. Pero si ustedes no han recibido nunca esa mirada de amor, si nunca han sido reconciliados con Él, yo les pido, por el amor que se tienen a ustedes mismos, que comiencen a pensar acerca de este asunto. Comiencen a prepararse para conocer a este Rey de los hombres, a este Señor de amor, el cual, tan ciertamente como es Señor de amor, será un Rey de ira, pues no hay enojo como el enojo de amor. No hay indignación como “la ira del Cordero”, acerca de la cual leímos hace unos cuantos minutos. El amor divino, cuando se ha convertido en justa indignación, arde como brasas de enebro, y es inextinguible como el infierno.

 

“Por tanto, busquen la gracia de Aquel

Cuya ira no pueden soportar;

Vuelen al refugio de Su cruz,

Y encuentren allí la salvación”.

 

Y antes de que el cielo y la tierra comiencen a huir del rostro de Aquel que se sienta en el trono, y antes de que ustedes mismos comiencen a clamar a las rocas que los cubran y a los montes que los oculten de ese rostro, busquen Su faz con humilde penitencia y fe, para que estén preparados para el encuentro gozoso con Él en aquel último día tremendo.

 

Si todo lo que he estado diciendo fuera un sueño, deséchenlo y sigan sus caminos que los conducen al pecado; pero si estas cosas fueran la propia verdad de Dios, -y verdaderamente lo son- actúen como deberían hacerlo unos hombres cuerdos; reflexionen al respecto y prepárense para el encuentro con su Juez. ¡Que Dios les ayude a hacerlo, por Cristo nuestro Señor! Amén. 

 

 

 

 

  volver