SANA DOCTRINA - Ministerio de Difusión Bíblica

Una Fe Inconmovible

 

Sermón predicado la mañana del domingo 3 de febrero de 1867

Por Charles Haddon Spúrgeon

En el Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres

 

 

“Y no se debilitó en la fe al considerar su cuerpo, que estaba ya como muerto (siendo de casi cien años), o la esterilidad de la matriz de Sara. Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido”   Romanos 4: 19-21

 

Dios tenía el propósito de que Abraham fuese un ejemplo sobremanera excelente del poder de la fe. Él iba a ser “el padre de los creyentes”, el espejo, el modelo y el dechado de la fe. Abraham estaba destinado a ser el supremo creyente de la era patriarcal, el apacible y venerable líder del noble ejército de creyentes en Jehová el fiel y verdadero Dios. Con el objeto de producir un carácter tan eminente, se precisaba que la fe de Abraham fuera ejercitada de una manera especial e inigualada. No podía conocerse el poder de su fe a menos que fuera sometido a las más severas pruebas. Con ese fin, entre otras pruebas de su fe, Dios le dio la promesa de que en su simiente serían benditas todas las naciones de la tierra; no obstante, Abraham permaneció durante largos años sin heredero. La promesa sobrecogió a Abraham cuando la recibió originalmente pero no dudó de ella. Leemos que se rió y que lo hizo con un gozo santo ante el pensamiento de una bendición tan grande e inesperada. La promesa sobrecogió también a su esposa Sara; ella, sin embargo, dudó; y cuando ella se rió, lo hacía por incredulidad. El cumplimiento de la promesa se hacía esperar. Abraham esperó con paciencia, habitando como extranjero en tierra ajena, mirando el pacto que el Señor había hecho con él y con su simiente que todavía no nacía. Ni una sombra de duda atravesó por la mente del santo patriarca. No vaciló ante la promesa por alguna incredulidad, y aunque llegó a cumplir cien años de edad y su esposa Sara era casi tan anciana como él, Abraham no escuchó la voz de la razón carnal sino que mantuvo firme su confianza en Dios. Sin duda había ponderado muy bien las imposibilidades naturales que se interponían en el camino, pero hizo caso omiso de todas ellas y estando plenamente persuadido de que si Dios le había prometido un hijo, el hijo con seguridad vendría, albergaba una santa confianza y dejó el asunto del tiempo en las manos del gobernante soberano. Su fe triunfó en todos sus conflictos. Si no hubiese sido porque Sara y Abraham tenían una edad tan avanzada no habrían merecido ningún crédito por creer en la promesa de Dios, pero entre más difícil, entre más imposible pareciera ser el cumplimiento de la promesa, más maravillosa era la fe de Abraham que lo inducía a creer que Dios era poderoso para hacer lo que había prometido. Si se me permite decirlo, en el caso de Abraham una doble muerte se interponía en el camino de la promesa; no se trataba sólo de una dificultad en sí misma insuperable, sino de dos, de dos absolutas imposibilidades; y con todo, si bien una imposibilidad pudiera haber bastado para hacer titubear a cualquier persona, las dos imposibilidades juntas no pudieron lograr que vacilara su fe. No consideró los impedimentos naturales; no les permitió ningún espacio en los cálculos ya que parecían ser menos que nada en la presencia de la verdad y del poder del Dios Todopoderoso. El Dios Altísimo había dado una promesa y eso contrarrestaba diez mil argumentos adversos. La suya era esa noble confianza de la que cantamos:

 

“Fe, poderosa fe, ve la promesa,

Y eso es lo único que mira;

Se ríe de las imposibilidades,

Y exclama: ‘¡Se cumplirá!’”.

 

 Abraham glorificó a Dios por esa confianza incondicional. Dios es glorificado grandemente cuando Sus siervos confían en Él; es entonces cuando dan testimonio de Su fidelidad de la misma manera que Sus obras en la creación dan testimonio de Su poder y sabiduría. Abraham fue un noble ejemplo del poder que la veracidad de Dios ejerce sobre la mente humana, cuando a pesar de todos los descorazonamientos aún “creyó a Dios”. Su corazón decía del Dios viviente: “No puede mentir. Él cumplirá su promesa”. Al tiempo que glorificaba a Dios, Abraham cosechó para sí un consuelo presente y al final tuvo la dicha de recibir la promesa. Su risa de gozo inicial fue recordada y conmemorada en su hijo Isaac, ese hijo de la promesa cuyo nombre fue “risa”. El propio patriarca se convirtió en uno de los hombres más honrados, pues escrito está: “Yo honraré a los que me honran”.

 

Hermanos, este es el punto al que quiero llevarlos: que si Dios tiene la intención de hacerlos a ustedes o a mí, a cualquiera de nosotros o a todos nosotros juntos ostentadores distintivos de la gracia de la fe, hemos de esperar que tendremos que pasar a través de pruebas muy parecidas a las que pasó Abraham. Con respecto al objeto sobre el cual es ejercitada nuestra fe, es sumamente probable que seremos conducidos a sentir nuestra propia debilidad e incluso nuestra muerte personal; seremos muy abatidos, incluso hasta el punto de desesperar de nosotros mismos; seremos conducidos a ver que la misericordia que buscamos de Dios es algo imposible con el hombre; es muy probable que surjan dificultades ante nosotros que lleguen a ser suficientes para agobiarnos; no sólo una cadena de imposibilidades montañosas, sino otra se verá alzándose detrás de la primera, que nos presionarán más allá de toda medida y nos conducirán a una completa desesperación respecto a ese asunto si sólo dependiera de nosotros. En una crisis así, si Dios el Espíritu Santo obra con poder y con fuerza en nosotros, aún creeremos que la promesa divina será cumplida; no albergaremos ninguna duda en cuanto a la promesa; recordaremos que le corresponde a Dios y no a nosotros encontrar los métodos para cumplirla; pondremos el peso del cumplimiento de la promesa en Aquel en quien descansa naturalmente; proseguiremos con un gozo firme, santo y confiado, esperando la obtención del objeto de nuestra fe y suplicando pacientemente hasta alcanzarlo. El Señor nos honrará y nos consolará si hacemos eso, y al final nos concederá el deseo de nuestros corazones, pues nadie que confíe en Él será afrentado jamás por todos los siglos. Aferrémonos firmemente esta mañana a este principio general, es decir, que Dios nos vaciará completamente del yo antes de que cumpla algo grande por medio de nosotros, quitando así de nosotros todo pretexto para reivindicar la gloria para nosotros mismos; pero en tales épocas de humillación es nuestro privilegio ejercitar una fe cabal, pues el cumplimiento de la promesa no está en riesgo sino que puede verse más bien como algo que se está acercando. Que el Espíritu Santo nos guíe mientras nos empeñamos en aplicar el principio general a distintos casos.

 

Primero, lo veremos en su aplicación al obrero individual de Cristo; luego, en segundo lugar, lo tomaremos en conexión con la iglesia asociada para el servicio cristiano; en tercer lugar, lo aplicaremos brevemente al caso de un intercesor que lucha con Dios en oración; y, en cuarto lugar, mostraremos su incidencia en el caso de un buscador, mostrando que él tendrá que sentir también su propia muerte natural y su completa indefensión y entonces la fe encontrará toda la gracia necesaria atesorada en el Dios dador de las promesas.

 

I. Tenemos un mensaje PARA EL OBRERO INDIVIDUAL. Confío en que me estoy dirigiendo a muchos hermanos y hermanas que se han consagrado enteramente al servicio de Dios y que han estado trabajando arduamente durante meses o años, perseverantemente, en la causa del Redentor. Ahora es probable, es muy probable en verdad que estén más conscientes que nunca de su propia debilidad espiritual. “Oh” –dices tú- “si Dios tiene la intención de bendecir a las almas, no veo cómo puedan ser bendecidas por mi medio. Si los pecadores han de ser convertidos, yo siento que soy el instrumento más inepto e indigno en el mundo entero a ser usado por Dios. Si Él se agrada en aceptar los esfuerzos de tal evangelista, o de tal pastor o de un celoso cristiano de tal tipo, yo estaré muy agradecido y no del todo sorprendido; pero si Él me bendijera a mí alguna vez sería algo sumamente sorprendente y difícilmente le daría crédito a mis propios ojos”. Un humilde sentido de nuestra propia ineptitud de ese tipo es común aun al principio de una verdadera labor cristiana, y surge de las inesperadas y novedosas dificultades que nos rodean. No estamos acostumbrados en ese momento a la labor cristiana, y ya sea que tengamos que hablar en público o que tratemos de convencer a pecadores individuales, al principio no nos sentimos cómodos en el trabajo y nos oprime un sentido de debilidad. No hemos andado en esa ruta previamente y siendo muy nuevos en la obra Satanás susurra: “¿por qué pretendes servir a Dios si eres una pobre criatura? Regresa a tu retiro, y deja que unas personas mejores desempeñen este servicio”. Queridos amigos que son tentados de esta manera, que la palabra les sirva de consuelo. Para cualquier gran bendición es necesario que sientan su debilidad y que vean la palabra ‘muerte’ escrita sobre toda fuerza carnal; esta es una parte de su preparación para ser de gran utilidad; han de ser conducidos a sentir pronto en la obra, si es que han de recibir una temprana bendición, que toda la gloria debe ser de Dios; su excelencia imaginaria tiene que desaparecer y ustedes mismos deben volverse tan débiles en su propia estima como un niño pequeñito.

 

Sin embargo yo creo que en el obrero cristiano se desarrolla un sentido de debilidad. Continuar en el servicio año tras año no deja de ser desgastante; nuestro espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil y la debilidad al proseguir nos revela que nuestra propia fuerza es perfecta debilidad. Personalmente yo siento mi propia incapacidad espiritual mucho más fuertemente de lo que lo hacía cuando comencé a predicar el Evangelio. Había una novedad y una excitación entonces respecto al ejercicio que le daba un grado de espuria facilidad; pero ahora ese sentimiento de incapacidad viene casi cada día de la semana, dos veces cada día, y esta constante predicación, esta proclamación del mismo Evangelio, descubre las junturas débiles en nuestra armadura. Uno no se cansa de ello, gracias a Dios, pero aun así hay una languidez que se desliza subrepticiamente en nuestro interior, y la antigua novedad y el destello que aparentemente nos ayudaban se han desvanecido y sentimos mucho más vívidamente que al principio que sin la energía del Espíritu Santo no podemos hacer nada, absolutamente nada. Ustedes, experimentados maestros de la escuela dominical, y ustedes, padres que buscan la conversión de sus hijos, no dudo de que están mucho más conscientes que antes que toda su fuerza tiene que venir de lo alto. Sostenían como una suerte de credo ortodoxo que ustedes no eran nada, pero ahora sienten que son menos que nada. Entre más esforzadas sean sus labores para el Señor, más claro será el sentido de su nada.

 

Hay momentos en los que una falta de éxito o un marchitamiento de nuestras caras esperanzas ayudarán a hacernos sentir con mayor viveza cuán estériles e infructíferos somos hasta que el Señor nos da Su Espíritu. Aquellos que pensábamos que eran convertidos resultaron ser meramente los objetos de una excitación transitoria; aquellos que permanecían allí por largo tiempo y que durante años parecían honrar a la cruz de Cristo, se apartaron y nos traspasaron de un lado a otro con muchas aflicciones, y entonces clamamos: “¡Ay de mí! ¿Cómo hablaré más en el nombre del Señor?” Como Moisés, quisiéramos que el Señor enviara por medio del que deba enviar, pero no por medio de nosotros; o como Elías, nos escondemos por miedo, y decimos: “Quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres”. Yo supongo que no hay ningún obrero exitoso que esté libre de momentos de profunda depresión, de tiempos cuando sus temores lo conducen a decir: “A la verdad yo asumí este trabajo por presunción y corrí sin ser llamado; me he metido por puro gusto en una posición donde estoy sometido a un gran peligro y a mucho trabajo sin contar con la fuerza requerida para esa posición”. En tales momentos, sólo se necesita otra acometida de Satanás o que Dios retire un poco Su mano para hacer que descendamos a Jope, como Jonás, y que veamos si podemos encontrar un barco que nos traslade a Tarsis para no sobrellevar más la carga del Señor.

 

Hermano mío, hermana mía, no lamento que estés pasando por esta prueba de fuego. Si como un tiesto se secó tu vigor, si tu fuerza se ha consumido como el odre al humo, si sientes como si tu poder personal estuviera paralizado por completo, no lo lamento, pues ¿no sabes que es en tu debilidad que Dios mostrará Su propia fuerza, y que cuando haya un fin de ti habrá un comienzo de Él? Cuando eres conducido a sentir que no tienes ninguna fuerza y que no sabes qué hacer, entonces alzarás tus ojos al Fuerte, de quien proviene toda tu verdadera ayuda, y entonces se desnudará Su potente brazo.

 

Al definir el principio general tomado del texto comentamos que existía una doble dificultad, y que ni siquiera eso pudo abatir la confianza de Abraham. Pudiera suceder que un sentido de nuestra propia indignidad no sea nuestro único desaliento, sino que también nuestra esfera de esfuerzo cristiano sea notablemente descorazonadora. Cuando comenzaste tus esfuerzos evangelístico no sabías, mi querido amigo, cuán duro era el corazón humano. Eras como el joven Melanchton; pensabas que fácilmente podías conquistar el corazón humano, pero ahora descubres que el viejo Adán es demasiado fuerte para el joven Melanchton. Te habías enterado de otros hermanos que predicaban y enseñaban sin éxito, y te decías: “Tiene que haber algo muy malo en ellos o en sus doctrinas; yo no voy a caer en sus errores; yo al menos seré sabio y discreto; mis métodos serán más semejantes a los de Cristo, más apropiados, más eficaces; ciertamente voy a ganar almas”; pero ahora descubres que los corazones son tan duros contigo como lo son con otros hombres. En tu pequeña clase de la escuela dominical los muchachos siguen siendo obstinados, la muchachas siguen siendo frívolas. Tú no habías tomado en cuenta eso. Aceptabas a nivel de doctrina que eran depravados, pero suponías que bajo tu influencia esa depravación desaparecería pronto. Estás desilusionado pues los niños parecen ser peores que otros. Entre más procuras influenciar sus corazones menos éxito tienes, y entre más denodados son tus esfuerzos para llevarlos a Jesús, más es provocado el pecado que mora en ellos. Es posible que seas llamado a trabajar donde los prejuicios de la gente van en contra del Evangelio, donde las tentaciones y los hábitos y las formas de pensar no ofrecen ninguna posibilidad de éxito. Nos encontramos continuamente con hermanos que dicen: “yo podría prosperar en cualquier otra parte, pero donde estoy ahora no puedo tener éxito”. Tal vez se quejen diciendo: “es una población de obreros”, y consideren eso como un terrible mal; yo considero en cambio que ninguna clase recompensará mejor las labores del denodado predicador del Evangelio. O dicen por otra parte: “todos son ricos, y no puedo llegar a ellos”, aunque ‘querer es poder’. O el vecindario está sometido a la influencia de la iglesia oficial, o todo ha sido absorbido por otras congregaciones; con seguridad se encontrarán dificultades y la obra cristiana no tiene éxito en una importante medida hasta que el obrero perciba las dificultades y las valore en su justo valor. El hecho es que salvar un alma es una obra de la Deidad y volver la voluntad humana hacia la santidad es una obra de la Omnipotencia, y a menos que ustedes y yo aceptemos eso sería mejor que regresáramos al retiro y a la meditación pues no estamos listos para la obra. Tú me dices que en tu esfera particular no puedes hacer nada; me alegra oír eso. Lo mismo sucede en la mía; tal es la verdadera posición de todo obrero cristiano: es llamado por Dios para hacer cosas imposibles; no es más que un gusano, y con todo, tiene que trillar montes y molerlos. ¿Lo hará? Sí, hará eso si su fe es suficiente para realizar la obra. Si Dios lo capacita para recurrir a la fuerza divina, la ausencia de fuerza humana será ganancia para él, y las dificultades e imposibilidades sólo serán como una plataforma sobre la que Dios será enaltecido y será mejor desplegada la fuerza de Dios. Propón en tu corazón, querido amigo mío, que hay que llevar a cabo una gran labor si han de ganarse las almas; y en esa clase de la escuela dominical, o en esa distribución de opúsculos, en ese villorrio, en esa estación de predicación hay una obra que está fuera de tu alcance, y si no reclutas el poder de un brazo celestial, regresarás y dirás: “Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas”. Es bueno que lo sepas. Allí estás tú sin poder, y la obra no puede ayudarte, ni te ayudará y más bien aportará todo tipo de obstáculos para impedir que hagas algo. Tú estás sin fuerzas y la obra es más que humana; mira tu posición y prepárate.

 

Sin embargo, el obrero piadoso tiene lo que lo sustenta, pues tiene una promesa de Dios. Abraham había recibido una promesa. “En ti y en tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra”. Empuñándola con un agarre inexorable, él conocía las dificultades y las ponderaba; pero después de hacer eso, las hizo a un lado como cosas indignas de consideración. Dios lo había dicho y eso le bastaba. Para él la promesa de Dios era tan buena como el cumplimiento. Así como en los negocios consideras a menudo algunos cheques de los hombres como si fueran tan buenos como dinero en efectivo, así en este caso la promesa de Dios era tan buena para Abraham como el propio cumplimiento. Ahora, hermano, si tú y yo hemos de ser exitosos en nuestra obra para Dios, tenemos que asirnos también de una promesa. Me parece que te oigo decir: “Si yo oyera una voz celestial diciéndome: ‘Anda y labora, y yo te daré el éxito’, ya no dudaría más. Si pudiera tener una revelación especial, tal como la que tuvo personalmente Abraham, eso modificaría el caso; pero yo no he recibido una promesa especial semejante, y por tanto, estoy lleno de miedo”. Ahora bien, observen que Dios da Sus promesas de muchas maneras. Algunas veces las da a individuos, y en otros momentos a categorías de individuos; ¿y cuál de las dos maneras es la mejor? Yo creo que preferiría la segunda. Supón que Dios te hubiera dado personalmente una promesa. Tu incredulidad diría: “¡Ah!, todo es una fantasía; no fue el Señor, sólo fue un sueño”. Pero ahora le ha agradado a Dios dar la revelación, en tu caso, a una categoría de personas. ¿Habré de citarla? Hela aquí: “Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas”. Pues bien, ¿no eres tú esa persona? Tu nombre no está allí, pero tu perfil sí está, pues tú has salido, has llorado y has llevado la preciosa semilla. El Señor declara que una persona de esa clase volverá a venir con regocijo. Ahora, aunque tu nombre no esté en el libro en absoluto, está virtualmente ahí y la promesa es igualmente segura para ti. Si cualquier hombre de honor fuera a hacer una promesa de que todas las personas que se presentaran a su puerta a la hora indicada habrían de recibir ayuda, si no les diera ayuda a todos los que se presentaran, sería tan culpable de romper la promesa como si hubiese seleccionado a todas las personas por nombre y les hubiese cumplido la promesa. La promesa no se ve afectada por la ausencia del nombre si el perfil de las personas está descrito allí. Les voy a dar otra promesa: “Así será mi palabra que sale de mi boca, no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié”. ¿Has divulgado la palabra de Dios, mi querido amigo? Esa es la pregunta. Si lo has hecho, entonces Dios declara que no volverá a Él vacía; será prosperada en aquello para lo que la envió; y esa promesa es tan buena como si tus iniciales particulares hubiesen sido agregadas a ella, o te hubiese sido comunicada por la voz de un ángel en visiones nocturnas. Sin embargo, una promesa dada es igualmente obligatoria para un hombre de honor, y una promesa de Dios, sin importar cómo sea entregada, tiene la seguridad del cumplimiento; todo lo que tienes que hacer es asirte a ella. Yo he ido llorando y he sembrado la preciosa simiente, por tanto, Dios dice que voy a volver regocijándome, llevando mis gavillas conmigo. Yo no puedo crear las gavillas, y las gavillas no aparecen todavía en el campo, pero las tendré, porque Dios es poderoso para hacer lo que había prometido. La cosa es conseguir una promesa nítida y clara ante el ojo de tu mente, y luego desafiar todos los desalientos. Oh, hermanos míos, sean ustedes tan débiles como si estuviesen muertos, y con todo, al mismo tiempo, fortalézcanse en el Señor y en el poder de Su fuerza, porque su fe ha hecho que la omnipotencia de Dios esté a la disposición de ustedes.

 

Teniendo Abraham la plena convicción de que Dios cumpliría Su propia promesa, estaba feliz al respecto, alegre, dichoso, consolado y sintiéndose tan contento de esperar como lo hubiese estado de recibir la bendición de inmediato. Abraham estaba siempre lleno de un gozo sagrado y entonces siempre glorificaba a Dios, pues quienes veían la serenidad mental del santo patriarca naturalmente inquirían quién era su Dios, y cuando se enteraban del Altísimo, glorificaban al Dios de Abraham. A su tiempo llegó la promesa, y la tienda patriarcal se alegró con una alegría que nunca la abandonó. Abraham habló bien de su Dios, y su Dios hizo bien con él. Obreros cristianos, yo quisiera que como delante de Dios busquen seguir las pisadas de Abraham. Estando plenamente conscientes de que son impotentes en ustedes mismos, confíen en la promesa de Dios; vayan a su trabajo sin contar los riesgos, sin hacer ningún cálculo, sino creyendo que en lo concerniente a la promesa de Dios, la simple sospecha de fracaso no debe ser tolerada.

 

Tal vez después de Abraham no haya habido en los tiempos de la antigüedad un hombre de una fe más infantil que Sansón. Uno llora por sus muchas debilidades, pero uno admira la maravillosa simplicidad de su dependencia de Dios. Sansón no calcula nunca cuando mil enemigos están en orden de batalla contra él; él está completamente solo, desarmado y atado con cuerdas; rompe sus ataduras, y tomando la quijada de un burro, vuela hasta las huestes de los hombres armados como si contara con mil ayudadores, y como si ellos sólo fuesen un adversario de su misma categoría, y un montón, dos montones, los derriba y exclama: “Con la quijada de un asno, un montón, dos montones; con la quijada de un asno maté a mil hombres”. Él era un hombre que si Dios hubiera dicho: “Sostén sobre tus hombros al mundo como Atlas”, lo habría cargado tan fácilmente como sostuvo las puertas de Gaza. No pensaba en nada sino en el poder de Dios, y no le importaba el peligro cuando sentía que Dios estaba con él. ¡Véanlo en aquel memorable acto mortal, véanlo asiendo las dos columnas después de haber sido dejado de Dios, ciego y encerrado en prisión todos esos pesados meses; tiene aun entonces suficiente confianza en Dios para creer que Él le ayudará al final! Tengan la seguridad, hermanos, que es una gran fe la que puede creer en Dios después de tiempos de abandono. ¡Pero vean! Pone sus manos sobre esos pesados pilares; eleva una oración, y luego tira y echa todo su peso y caen y se vienen abajo, y el Dios de Israel es vengado sobre el enemigo de Israel. Ese es el tipo de espíritu del que me gustaría imbuir a mi propia alma; un espíritu consciente de que no puede hacer nada solo, consciente de que la obra está más allá de toda posibilidad humana, pero igualmente consciente de que puede realizar cualquier cosa, que por medio de Dios no hay nada más allá del alcance de su capacidad.

 

II. Queridos amigos, miembros de esta iglesia, solicito su viva atención mientras trato de mostrar la repercusión de esto SOBRE ESTA IGLESIA Y SOBRE TODA IGLESIA EN UNA CONDICIÓN SIMILAR. Hemos puesto nuestros corazones en un avivamiento integral de la religión en nuestro medio. Algunos de mis hermanos, asociados conmigo en el diaconado y en el oficio de ancianos, han hecho de esto un tema de constante oración a Dios: que podamos ver este año mayores cosas de las que hemos visto jamás, y hay muchos en la membresía que piensan lo mismo y que han sitiado el trono de la gracia celestial con súplicas constantes. Como una preparación para la obra que Dios ha de realizar en medio de nosotros, será una cosa muy bendita que sintamos como iglesia cuán completamente inútiles somos en este asunto. Dios nos ha bendecido estos trece años; hemos disfrutado de ininterrumpida prosperidad; a duras penas hemos sabido qué hacer con la bendición que Dios nos ha dado. A la verdad en nuestro caso Él ha cumplido esta promesa: “Derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde”. Pero me temo que nuestra tentación es apoyarnos en un brazo de carne, suponer que hay algún poder en el ministerio, o en nuestra organización, o en el celo que nos ha caracterizado. Hermanos, despojémonos de todo ese orgullo, de ese vicio detestable y abominable que debilita el alma, que es tan perjudicial y dañino para nosotros como abominable para Dios. Somos tan incapaces de salvar un alma como de crear un mundo, y en cuanto a generar un genuino avivamiento por nuestros propios esfuerzos, podríamos de igual manera hablar de hacer girar las estrellas desde sus órbitas. Somos pobres gusanos indefensos en esta materia. Si Dios nos ayuda podemos orar, pero sin Su auxilio nuestra oración sería una burla. Si Dios nos ayuda podemos predicar, pero sin Él nuestra predicación no es sino una aburrida historia contada sin poder o energía. Cada uno de ustedes debe pedirle al Señor que lo lleve hasta las profundidades de su propia nada, y que le revele su total indignidad, para que sea usado en Su obra. Traten de obtener un sentido profundamente humillante de su propia debilidad. Como iglesia necesitamos ser conservados humildes delante del Señor. Vamos, ¿qué somos como iglesia? Hay algunos tristes pecadores entre nosotros que son unos hipócritas tan diestros que no podemos encontrarlos, y hay otros que andan tan mal que tememos que sean cizaña en medio del trigo. Los mejores entre nosotros están lejos de ser tan buenos como deberían ser. Todos tenemos graves acusaciones que presentar en contra de nosotros mismos. Si el Señor Jesús fuese a escribir aquí sobre el suelo y dijese: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra a los cristianos tibios”, no sé quién sea el más viejo y si procuraría ser el primero en salir, pero yo le pisaría los talones. Todos somos verdaderamente culpables delante del Señor; no hemos hecho como debíamos hacer, ni cómo podríamos hacer; somos indignos de que nos use, y si Él escribiera “Icabod” en letras de fuego sobre este Tabernáculo, y dejara a esta casa en desolación como dejó a Silo en la antigüedad, bien podría hacerlo y nadie le echaría la culpa. Todos debemos confesar eso.

 

A continuación, no sólo hay dificultad en nosotros mismos sino que hay dificultad en la obra. Queremos ver convertidas a Dios a todas estas personas, y ciertamente algunos de nuestros oyentes parecieran no tener remedio pues yo les he estado predicando durante diez o doce años y no son ni un ápice mejores sino peores por ello, pues se han endurecido en cuanto al Evangelio. Mi voz solía sobresaltarlos antes y la honesta verdad los conmovía, pero no sucede así ahora. Están tan acostumbrados a mi voz como el molinero al clic de su molino; están siendo preparados para la suprema ira de Dios, pues no hay lugar que pueda preparar a un hombre para el infierno tan expeditamente como el lugar de invitaciones rechazadas y de amonestaciones desatendidas. Sin embargo, queridos oyentes, deseamos verlos convertidos, y por la gracia de Dios esperamos lograrlo. Pero, ¿qué podemos hacer nosotros? El predicador no puede hacer nada, pues ha hecho todo lo que podía para llevarlos a Cristo y ha fracasado, y todo lo que cualquiera de nuestros más denodados amigos pudiera sugerir fracasaría también. La obra es imposible para nosotros, ¿pero sólo por eso renunciaremos al intento? No, pues ¿acaso no está escrito: “No dije a la descendencia de Jacob: En vano me buscáis?” No podemos buscar el rostro de Dios en vano, y si esta iglesia continúa orando como lo ha hecho, tenemos que recibir una respuesta de paz. No sabemos cómo ha de ser cumplida la promesa, pero creemos que será cumplida y lo dejamos a nuestro Dios. Hay otra promesa, “Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho”. Cristo tiene que ver el fruto de la aflicción de Su alma y tiene que verlo también en este lugar. Esperamos ver conversiones de personas en este lugar y oír a multitudes de pecadores que claman: “¿Qué debo hacer para ser salvo?” Tenemos la promesa de Dios para eso; nosotros no podemos hacerlo, pero Él sí puede. ¿Qué haremos? Pues bien, justo con una dichosa confianza continuemos firmes, inconmovibles, abundando siempre en la obra del Señor. Pongámonos de rodillas en oración, sintiendo que el resultado no es fortuito. Jesús alega Sus heridas y a Él no se le puede negar nada. El Señor no puede desdecirse. Él tiene que obrar de acuerdo a los deseos de Su pueblo cuando Él mismo ha escrito esos deseos en su corazón, y una vez que se han traducido en denodados esfuerzos y en luchas, y han pasado a ser expectativas de fe, tienen que ser cumplidos. Si sólo pudiéramos conseguir una docena de caballeros y damas entre ustedes que realmente se humillen delante de Dios para sentir su propio vacío, y con todo, que crean en la promesa, yo espero ver dentro de los siguientes meses una bendición de tal magnitud como no la hemos visto nunca antes. Que Dios la envíe y Suya sea la gloria.

 

III. Si hubiésemos tenido tiempo me habría gustado aplicar este principio A CADA ALMA SUPLICANTE que esté luchando en oración con Dios, pero como no tengo el tiempo voy a despacharlo en un minuto con estas palabras. Queridos amigos, si su corazón está puesto sobre algún objetivo especial en la oración, si tienen una promesa expresa para ello (y observen que eso es indispensable), no han de vacilar aunque el objeto de su deseo esté más lejos ahora que cuando comenzaron a orar. Si aun después de meses de súplicas el objeto pareciera más difícil de alcanzar ahora de lo que hubiere sido jamás, esperen en el propiciatorio plenamente persuadidos de que aunque Dios se tome Su tiempo y ese tiempo no sea el tiempo de ustedes, Él ha de redimir Su promesa y lo hará cuando venga la plenitud del tiempo. Si han orado por la salvación de su hijo, o de su esposo, o de su amigo, y esa persona se ha vuelto peor en vez de ser mejor, no cesen de orar. Aunque ese amado pequeñito se haya vuelto más obstinado, y ese esposo se haya vuelto aún más profano, hay que confiar en la palabra de Dios; y si ustedes tienen la fe para argumentar Sus atributos de fidelidad y poder, seguramente Él nunca ha dejado caer al suelo las oraciones de ustedes dejándolas infructíferas y nunca lo hará; y repito esta palabra para que se aseguren de llevarla con ustedes: no permitan que el hecho de que la respuesta pareciera estar más lejana que nunca les produzca desaliento. Recuerden que confiar en Dios en medio de la luz no es nada, pero confiar en Él en la oscuridad, eso es la fe. Confiar en Dios cuando todo da testimonio de Dios no es nada, pero creer en Dios cuando todo pareciera negarle la verdad, eso es la fe. Creer que todo irá bien cuando las providencias externas soplan suavemente es algo que cualquiera puede hacer, pero creer que todo está bien y que estará bien cuando las tormentas y tempestades te rodean por todos lados y eres arrastrado por el viento más y más lejos de la bahía de tu deseo, esta es una obra de la gracia. Mediante esto sabrás si eres un hijo de Dios o no, viendo si puedes ejercitar la fe en el poder de la oración cuando todo te impide esperarlo.

 

IV. Deseo invertir los últimos cinco minutos dirigiéndome AL BUSCADOR. Seguramente en medio de esta muchedumbre debe de haber algunos que anhelan ser salvados. Si es así, es probable que como ya han comenzado a buscar la salvación, en vez de estar más felices sean mucho más infelices. Ustedes imaginaron en un tiempo que podían creer en Jesús cuando quisieran, que se podían volver cristianos a su propia voluntad en cualquier momento; y ahora despiertan para descubrir que la voluntad está presente en ustedes, pero no saben cómo realizar lo que quisieran hacer. Desean romper las cadenas del pecado, pero fue más fácil atar esos pecados que desatarlos. Quieren venir a Jesús con un corazón quebrantado, pero su corazón rehúsa ser quebrantado. Anhelan confiar en Jesús, pero su incredulidad es tan poderosa que no pueden ver Su cruz y no pueden mirar con la mirada que hace vivir al pecador. ¿Pensarían que soy cruel si les dijera que me alegra encontrarlos en este estado abatido por la pobreza, pues yo creo que en el caso de ustedes tienen que conocer su propia impotencia, tienen que ser conducidos a sentir que en lo que concierne a la salvación ustedes están muertos, completamente muertos? Cada pecador tiene que aprender que por naturaleza está muerto en delitos y pecados, y que la obra de la salvación es una obra imposible para él y que está muy por encima de su alcance. Quiero que sepan eso más y más, y si los condujera a una completa falta de esperanza en ustedes mismos, nadie estará más agradecido que yo, pues en nuestra filosofía la desesperación es el camino más corto a la fe. La desesperación de uno mismo arroja a un hombre sobre su Dios; siente que no puede hacer nada, y recurre a Uno que puede hacer todas las cosas.

 

Ahora, amigo, si como he dicho tú estás convencido de tu nada, lo que sigue es ¿puedes encontrar una promesa? Hay una que yo le pido al Señor que te dé esta mañana: “Todo aquel que invocare el nombre de Jehová será salvo”. ¿Has invocado el nombre del Señor, es decir, has clamado a Él: “Dios sé propicio a mí, pecador”? Bien, si no lo has hecho, te ruego que lo hagas ahora. Si invocas de esa manera serás salvo. Es cierto que no puedes salvarte a ti mismo; me alegra que lo sepas; pero lo que tú no puedes hacer, ya que eres débil por culpa de la carne, Dios lo hará, pues tenemos Su promesa: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Entonces, ¿vienes? Si es así, no puedes ser echado fuera. “El que en él cree, no es condenado”. ¿Crees tú en el Señor Jesús? ¿Lo recibes ahora para que sea tu Salvador? Si lo recibes, tu carencia de poder personal no será ningún obstáculo. Tú no tienes ningún poder de ningún tipo, pero no se requiere ningún poder en ti. Cuando Cristo resucitó a los muertos no escarbó entre las cenizas para encontrar una chispa de vitalidad que hubiere quedado, sino que dijo: “¡Vive!” Y si tú estás tan muerto como Lázaro, de quien Marta le dijo: “Señor, hiede ya”, la voz de la misericordia puede hacerte vivir. ¿Puedes creer eso? Si tú puedes creer en Jesús, serás salvo. Si tú puedes creer que Jehová Jesús, el Hijo de Dios, puede salvarte, y si puedes confiar en Sus méritos, aunque en ti no haya ni un grano de mérito, aunque en ti no haya ningún vestigio de poder o de fortaleza espiritual, esto no se interpondrá en tu camino; y aunque tus pecados sean tan condenables como los de Satanás, y tu iniquidad de corazón sea tan profunda como el infierno mismo, con todo, si puedes confiar que Jesús te salva, la dificultad se desvanece delante del mérito de Su sangre. Yo sé que dices: “Si me sintiera feliz podría confiar en Cristo, o si me sintiera conmovido o si me sintiera santo”. No, amigo, así no estarías confiando en Cristo; confiarías en tus sentimientos y ser conmovido sería tu confianza, pero ahora no tienes ningún sentimiento de conmoción o santidad que pueda recomendarte ante Dios. Ven entonces como estás, desdichado, arruinado, autocondenado y auto aborrecido; ven y confía plenamente en la misericordia de Dios revelada en el cuerpo sangrante de Su amado Hijo, y si puedes hacer eso, tú glorificarás a Dios. “Oh” –dirás tú- “¿cómo podría una pobre alma como la mía dar alguna vez gloria a Dios?” Pecador, yo te digo que si Dios te capacitara para hacerlo, estaría en tu poder darle más gloria a Dios, en un cierto sentido, de lo que el santo viviente pudiera darle, pues el santo viviente sólo cree que Dios puede mantenerlo vivo, pero que tú, bajo un agobiante sentido de culpa creas a pesar de todo que Jesús puede darte tu perfecta libertad y salvarte, ¡oh, eso le glorifica! No hay ningún ángel delante del trono que pueda creer esas grandes cosas de Dios que tú puedes creer. Un ángel no tiene ningún pecado; por tanto, no puede creer que Jesús quite su pecado, pero tú si puedes creerlo. “Si tú crees en Jesús, aunque tus pecados fueran como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana”. Si le haces el honor de creer que puede hacer lo que ha dicho; si confías en Jesús, obtendrás el consuelo, Él recibirá la gloria, y tu alma tendrá la salvación. Vaciado del yo no tienes ninguna vida, ninguna fuerza, ninguna bondad, de hecho no tienes nada que te recomiende, pero ven tal como eres y el Señor te bendecirá y te dará el deseo de tu corazón, y a Él sea la gloria. Amén.

 

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Santiago 1.         

 

 

 

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