SANA DOCTRINA - Ministerio de Difusión Bíblica

Un Acicate para la Firmeza

 

Sermón predicado la noche del jueves 29 de febrero de 1872

Por Charles Haddon Spúrgeon

En El Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres

 

 

“Porque somos hechos participantes de Cristo, con tal que retengamos firme hasta el fin nuestra confianza del principio”   Hebreos 3. 14

 

¡No es posible que el predicador hable demasiado acerca de la fe o que elogie esta gracia en exceso! La fe es de vital importancia, no únicamente en una etapa de la historia del cristiano, sino a lo largo de toda su carrera, desde que se pone en marcha hasta que alcanza la meta en donde la fe se convierte en visión. Comenzamos por fe la vida de obediencia a Cristo, y por fe continuamos llevando la vida de santidad, pues “El justo por la fe vivirá”. Este es el punto de honor y de seguridad de todos los justos, de los que han sido justificados. Toda la esfera de su bienestar, que incluye el más severo sentido del deber y la más sublime dádiva de privilegio, consiste en creer simplemente, depender incondicionalmente y confiar alegremente en su Dios del pacto. El principio de su seguridad es un signo esperanzador. El tiempo probará su valor. El resultado de esa profesión está por verse todavía. Por esto es necesario que el principio de su seguridad sea retenido con firmeza, firme hasta el fin. Habiendo comenzado por el Espíritu, no proseguimos con la esperanza de acabar por la carne. No comenzamos con la justificación por fe, para luego buscar la perfección por las obras. No nos apoyamos en Cristo cuando somos niños y luego esperamos correr solos cuando somos adultos, sino que vivimos gracias a que extraemos de Él todas nuestras reservas, mientras seguimos estando desnudos y somos pobres y miserables. Entre más enriquecidos somos por Su gracia, más tenemos que decir, y nos deleita hacerlo: “Todas mis fuentes están en ti”. Fe al principio y fe al final; fe a lo largo de todo el camino es el elemento de primordial importancia. Una falla en esto, según lo observamos en nuestra lectura, dejó a Israel fuera de la tierra prometida. “No pudieron entrar a causa de incredulidad”. La incredulidad es siempre el mayor mal para los santos; por esta razón tienen la necesidad de estar diligentemente en guardia contra ella. La fe es siempre el conducto de innumerables bendiciones para los santos; por tanto, deben ejercer una extrema vigilancia para mantenerla.

 

Tendremos que mostrar el valor de la fe mientras procuramos abrir el texto que estamos considerando, en el que yo veo, primero, un excelso privilegio: “somos hechos partícipes de Cristo”; en segundo lugar, por implicación, veo una seria pregunta: la pregunta de si hemos sido hechos partícipes de Cristo o no; y, luego, en tercer lugar, una prueba infalible. “Somos hechos partícipes de Cristo, si es que retenemos el principio de nuestra seguridad firme hasta el fin”.

 

I.   Primero, entonces, he aquí UN PRIVILEGIO MUY EXCELSO. “Somos hechos partícipes de Cristo”.

 

Observen que el texto no dice: “somos hechos partícipes con Cristo”. Eso sería cierto y sería también una preciosa verdad pues somos coherederos con Cristo, y como todas las cosas son Suyas, todas las cosas son nuestras. Cristo, como nuestro representante, está en posesión de la herencia íntegra de los fieles y como somos hechos partícipes con Él en el favor del Padre y en el odio del mundo, entonces seremos hechos partícipes con Él en la gloria que habrá de ser revelada, y en la bienaventuranza que perdura por los siglos de los siglos. Pero aquí tenemos que ver con el hecho de ser partícipes de Cristo, más bien que con el hecho de ser partícipes con Cristo.

 

Tampoco dice que seamos hechos partícipes de ricos beneficios espirituales. Ese es un hecho que podemos saludar con plena confianza y darle una cordial bienvenida. Pero, amados hermanos, hay algo más que eso aquí. Ser partícipes de la misericordia perdonadora, ser partícipes de la gracia renovadora, ser partícipes de la adopción, ser partícipes de la santificación, de la preservación y de todas las demás bendiciones del pacto, equivale a poseer un legado de indecible valor. Pero ser hechos “partícipes de Cristo”, es tenerlo todo en uno. Tienen todas las flores en un ramillete, todas las joyas en un collar, todas las especias aromáticas en un delicioso compuesto. “Somos hechos partícipes de Cristo”, de Él mismo. “Agradó al Padre que en él habitase toda plenitud”, y nosotros somos hechos partícipes con Él de todo lo que es ordenado por Dios que sea nuestro: “sabiduría, justificación, santificación y redención”. Somos partícipes de Él; este es un privilegio que ninguna lengua podría expresar jamás, que ningún pensamiento de un ser mortal y finito podría captar jamás. Pero, ah, se necesitaría contar con más tiempo del que disponemos, y con una enseñanza mucho más espiritual de la que profesamos haber alcanzado, para ahondar en esta expresión grandiosa y profunda: “Somos hechos partícipes de Cristo”. Aun así, ya que estamos embelesados en la ribera, aventurémonos a navegar aunque sea un poco sobre la superficie de este océano de bondad y de grandeza.

 

Amados, somos hechos partícipes de Cristo, antes que nada, cuando por fe en Él adquirimos una participación en Sus méritos. Pecaminosos y tristes, cubiertos con transgresiones y conscientes de nuestra vergüenza, vinimos a la fuente repleta de Su sangre, nos lavamos en ella y fuimos emblanquecidos como la nieve. En aquella hora nos volvimos partícipes de Cristo. Cristo es el sustituto por el pecado. Él sufrió el castigo exigido por la violación a la ley de Dios perpetrada por los injustos, por quienes murió. Cuando creemos en Él nos volvemos partícipes de esos sufrimientos, o más bien, de su bendito fruto. Podemos hacer uso del hecho de que Él sufrió lo que nosotros debíamos haber sufrido. Presentamos el memorial de ese hecho ante el altar de Dios, ante el trono de la gracia celestial, en oraciones y profesiones y en adoración espiritual. La sangre aboga por nuestra causa. La sangre de Jesús que habla mejor que la de Abel, intercede pidiendo misericordia, no venganza. Por su rico poder, por su valor real, por su mérito vital, hace morir para siempre nuestros pecados y aplaca para siempre nuestros temores. Oh, cuán bienaventurado es ser partícipe de Cristo -el sacrificio expiatorio para el pecado- estar delante de Dios como un pecador que sólo merece la condenación, y no obstante, saber, por la fe preciosa, que

 

“Cubierta es mi injusticia,

Libre soy de condenación”.

 

Saber que soy partícipe del sacrificio meritorio del grandioso Sumo Sacerdote, quien, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio, y habiendo consumado Su obra, se ha sentado a la diestra de Dios. ¡Cuán grande privilegio es este!

 

Además, somos partícipes de Cristo en la medida en que Su justicia también se vuelve nuestra por imputación. No sólo somos liberados del pecado gracias a Su expiación, sino que somos hechos aceptos para Dios a través de Su obediencia como nuestra fianza responsable. Somos “aceptos en el amado”, somos justificados por medio de Su justicia. Dios no nos ve echados a perder a semejanza del primer Adán que pecó, sino que nos ve en Cristo, el segundo Adán, rehechos, redimidos, restaurados, vestidos de ropajes de gloria y hermosura, cubiertos con el manto del Salvador, tan santos como el Santo. Él “no ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto perversidad en Israel”. Cuando Jacob aprende a confiar en el Mesías, y cuando Israel se esconde detrás de su representante que es el Señor, Justicia nuestra, Jacob deja de luchar, pues prevalece, e Israel es honrado, pues es un príncipe con Dios. Bienaventurados, tres veces bienaventurados, son quienes son partícipes de Cristo en Su justicia.

 

Después de ser así salvados del pecado y de que la justicia nos es imputada por fe, nos volvemos adicionalmente partícipes de Cristo por vivir de Él, por alimentarnos de Él. La mesa sacramental representa nuestra comunión. Aunque no hace otra cosa que representarla, la representa muy bien. En esa mesa comemos pan y bebemos vino, y así el cuerpo es alimentado, tipificando que por medio de la meditación sobre el Cristo encarnado nuestra alma es sustentada; y al recordar la pasión del Señor, ya que la copa de vino expone Su sangre, nuestros espíritus son confortados y revividos y nuestros corazones son nutridos. No es que el pan sea algo o que el vino sea algo, mas Cristo lo es todo para nosotros. Él es nuestro pan cotidiano, y Su expiación alegra nuestro corazón, y nos deja “fortalecidos en el Señor, y en el poder de su fuerza”.

 

¡Hermanos, ustedes saben qué cosa es alimentarse de Jesús y hasta qué punto es un alimento que satisface! Cuando ninguna otra cosa puede proporcionar a su alma el reposo y la paz, el recuerdo del Dios encarnado lo proporciona; un estudio del sufriente Salvador traerá el refrigerio y la consolación que necesitan. Cuando Jesucristo es nuestro alimento nos hace partícipes de Él mismo.

 

Pero, ¿acaso no hay una doctrina encubierta aquí que es de un significado más profundo? La unión de los creyentes con Él mismo fue una de las últimas revelaciones que nuestro bendito Señor dio a conocer a Sus discípulos estando en la tierra. Con una parábola la mostró, y sin una parábola la expuso claramente. Todo verdadero hijo de Dios es uno con Cristo. Esta unión es expuesta enla Escritura mediante varias figuras a las que simplemente vamos a aludir, pues no podemos explayarnos sobre ninguna de ellas ahora. Somos uno con Cristo y somos partícipes de Él así como la piedra está adherida al cimiento. La piedra está edificada sobre el cimiento, descansa en él, y junto con él pasa a formar parte de la estructura. Así somos edificados en Cristo por coherencia y adhesión, quedamos unidos a Él, y somos convertidos por el Espíritu Santo en una vivienda espiritual para morada de Dios. Somos hechos partícipes con Cristo por una unión en la que nos apoyamos en Él y dependemos de Él. Esta unión es explicada adicionalmente mediante la vid y los pámpanos. Los pámpanos participan del tronco y la savia del tronco es para los pámpanos. El tronco la atesora sólo para distribuirla a los pámpanos. No tiene a la savia sólo para sí; toda su reserva de savia es para el pámpano. De igual manera somos vitalmente uno con Cristo, y la gracia que hay en Él es para nosotros. La gracia le fue dada para que la distribuyera a todo Su pueblo.

 

Adicionalmente es como la unión del esposo con la esposa, que son partícipes el uno del otro. Todo lo que le pertenece al esposo, la esposa lo disfruta y comparte con él. Ella participa de él mismo; es más, él le pertenece a ella por completo. Lo mismo sucede con Cristo. Estamos casados con Él, desposados con Él para siempre en justicia y en juicio, y todo lo que Él tiene es nuestro, y Él mismo es nuestro. Su corazón entero nos pertenece a cada uno de nosotros. Y luego, así como los miembros del cuerpo son uno con la cabeza, puesto que derivan su guía, su felicidad y su existencia de la cabeza, así también somos hechos partícipes de Cristo. ¡Oh, es una participación sin igual! “Grande es este misterio” dice el apóstol; y, ciertamente es un misterio de tal naturaleza que sólo lo conocen quienes lo han experimentado. Aun ellos no pueden entenderlo plenamente y mucho menos pueden esperar exponerlo de tal manera que las mentes carnales capten su significado espiritual. Viene el día en que seremos partícipes de Cristo en un grado más sublime y supremo del que los símbolos pueden sugerir, del que la profecía puede predecir, del que la fe puede anticipar o que el logro real puede realizar; pues, aunque de todo lo que nuestro Señor Jesucristo es en el cielo nosotros poseemos hoy un derecho de reversión por la fe, tendremos en breve una porción de todo eso mediante una participación real.

 

¡Partícipes de Cristo! Sí, y por tanto, partícipes con Él en destino. Cuando Él venga, Sus santos vendrán con Él. Su resurrección de los muertos es la garantía de la resurrección de ellos. En el día de Su venida los santos resucitarán y participarán en la fruición de Su obra de mediación. Entonces, en el juzgamiento del mundo, en la destrucción de todos Sus enemigos espirituales, en el grandioso día de bodas cuando la esposa se haya preparado y Él beba del vino nuevo en el reino de Su Padre, y en todo lo demás que está por venir y que es demasiado glorioso para ser descrito excepto por medio de símbolos como los del Apocalipsis, Su pueblo participará con Él, pues todos los santos tienen ese honor. Todo derecho y todo poder, todo lo que puede loar o deleitar, todo lo que habrá de contribuir a la gloria de Cristo por los siglos de los siglos, será compartido por todos los fieles, pues nosotros no sólo somos partícipes con Él, sino de Él –de Cristo- y por tanto, somos partícipes de todos los acompañamientos de gloria y honor que habrán de pertenecerle.

 

El lenguaje del texto nos recuerda que ninguno de nosotros tiene por naturaleza ningún derecho a este privilegio. “Somos hechos partícipes de Cristo”. De nuestro primer ascendiente recibimos una herencia muy diferente. Todos los nacidos de mujer nos hicimos partícipes de la ruina del primer Adán, de la corrupción de la humanidad, de la común condenación para la raza entera. ¡Oh, ser hechos partícipes! Esta es una obra de la gracia, de la gracia omnipotente y soberana, una obra que el ser humano no puede admirar lo suficiente, y por la que no puede estar nunca lo suficientemente agradecido. “Somos hechos partícipes de Cristo”. Esta es la obra del Espíritu Santo en nosotros: desgajarnos del viejo olivo silvestre para injertarnos en el buen olivo -disolver la unión entre nosotros y el pecado, y cimentar la unión entre nuestras almas y Cristo- sacarnos de la esclavitud de Egipto y de la noche egipcia en la que voluntariamente permanecíamos, para llevarnos a la libertad y a la luz con las que Cristo libera y alegra a Su pueblo. Esta es una obra tan grande y tan divina como crear un mundo. Por ella el nombre del Señor ha de ser engrandecido por cada uno de nosotros si, en verdad, hemos sido hechos partícipes de Cristo. Si, digo, y ese “si” me conduce al segundo punto que me propuse considerar.

 

II.   El privilegio del que hemos hablado sugiere UNA SOLEMNE PREGUNTA ESCRUTADORA. ¿Hemos sido hechos partícipes de Cristo? Oh, amados, muchos piensan que lo son sin serlo. No hay nada que sea más temible que una justicia ilegítima, que una justificación falsificada, que una esperanza espuria. Algunas veces pienso que es mejor no tener ninguna religión que tener una religión falsa. Estoy muy seguro de que es más probable que sea salvado el individuo que sabe que está desnudo, y que es pobre y miserable, que el individuo que dice: “Yo soy rico, y me he enriquecido”. Sería infinitamente mejor tomar con dudas el camino al cielo que ir presumiendo en otra dirección. Yo me siento mucho más complacido con el alma que siempre se está preguntando: “¿Estoy bien?”, que con quien ha bebido de la copa de la arrogancia hasta quedar intoxicado con el engreimiento y que dice: “yo conozco mi suerte; las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos; no hay ninguna necesidad de un autoexamen en mi caso”. Hermanos, tienen que estar seguros de esto: no todos los seres humanos son partícipes de Cristo; no todos los bautizados son partícipes de Cristo; no todos los miembros de la Iglesia son partícipes de Cristo; no todos los disconformes son hechos partícipes de Cristo; no todos los miembros de esta iglesia son partícipes de Cristo; no todos los ministros, no todos los ancianos, no todos los obispos son hechos partícipes de Cristo. Sí, y no todos los apóstoles fueron hechos partícipes de Cristo. Uno de ellos, el amigo íntimo de Cristo, el que guardaba la pequeña bolsa que contenía toda la reserva terrenal del Maestro, alzó contra Él el calcañar, lo traicionó con un tierno beso traicionero, y se convirtió en el hijo de perdición. Era un compañero de Cristo, pero no era partícipe de Él.

 

¿He sido yo hecho partícipe de Cristo? Multipliquen la pregunta hasta que cada individuo entre ustedes pueda apropiársela. En esta congregación hay varias clases de personas. Hay algunos aquí que probablemente sólo son oyentes: oyentes acerca de Cristo, pero no partícipes de Cristo. Una cosa es enterarse de un banquete pero otra muy diferente es disfrutar de sus alimentos. Una cosa es oír acerca de torrentes ondeantes en el desierto, y otra cosa muy diferente es inclinarse y sorber el agua refrescante; una cosa es que el prisionero sueñe en la noche con la libertad o que durante el día lea indicaciones tocantes a cómo recorrer libremente todo su país natal, y otra cosa muy diferente es que sea liberado de la cadena; una cosa es que oiga acerca del perdón, y otra cosa es que sea perdonado; una cosa es oír acerca del cielo, y otra cosa muy diferente es ir allá. ¡Oh, mis queridos oyentes! Algunos de ustedes están tan familiarizados con el Evangelio como lo están con la casa en que viven; con todo, aunque viven en la casa, nunca viven en el Evangelio, y me temo que nunca lo harán. Lo oyen, y lo oyen, y eso es todo. Que Dios les conceda que en el otro mundo no tengan que oír que lo oyeron, pues allá se catalogará entre sus peores pecados que fueron de aquellas personas que, cuando oyeron, ciertamente provocaron, y provocaron porque rechazaron lo que debieron haber recibido.

 

Otros van más allá de oír. Se convierten en profesantes. Permítanme recordarles –y no voy a juzgar a nadie severamente; ciertamente a nadie juzgaré más severamente que a mí mismo- que una cosa es profesar ser partícipe de Cristo, y otra cosa es ser hecho partícipe de Cristo. Yo pudiera profesar que soy rico y ser todo este tiempo un insolvente, un insolvente deshonesto por haber hecho esa profesión. Yo pudiera aseverar que estoy sano, mientras un cáncer mortal pudiera estar acechando en mi interior. Yo pudiera declarar que soy honesto, pero eso no me hará inocente delante del juez si fuese un ladrón comprobado. Yo pudiera confesar que soy leal, pero eso no salvaría mi vida si fuera declarado culpable de alta traición. Profesiones, ah, me temo que en muchos casos no son sino una colorida representación espectacular que hace atractivo el camino al infierno. Hay profesiones –y no son infrecuentes- a las cuales podemos contemplar con un vago asombro y apartarnos de ellas con un frío estremecimiento, como se aparta uno de la tétrica ostentación de un funeral, en el que briosos corceles, suntuosos rituales, penachos ondulantes y paños mortuorios de terciopelo adornan las exequias de los muertos. ¡Que Dios nos libre de una profesión inerte! Que no seamos nunca como ciertos árboles, acerca de los cuales Bunyan dijo que eran verdes por fuera, pero que internamente estaban tan podridos que sólo eran aptos para servir de yesca para el yesquero del diablo. Muchos profesantes son demasiado justos para no ser falsos; son demasiado elegantes por fuera para no ser despreciables por dentro, pues el sepulcro está excesivamente blanqueado. Estás convencido de que no habría tanto blanqueo con cal por fuera si no hubiera una buena cantidad de podredumbre por dentro que tiene que ser ocultada. La esencia de rosas o de lavanda es aromática, pero un excesivo olor despierta mucha suspicacia. Oh, que cada uno que profese esta noche se diga a sí mismo: “yo fui bautizado por una profesión de mi fe, pero, ¿fui bautizado alguna vez en Cristo? Cuando el sagrado nombre del Dios trino fue nombrado sobre mí, ¿entré entonces en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo? Yo he venido con frecuencia a la mesa de la comunión; pero, ¿he tenido allí comunión con Cristo? Mi nombre está registrado en el libro de la iglesia, pero, ¿está escrito en el cielo? Yo les he dicho a otros que soy cristiano, pero ¿realmente Cristo me conoce? ¿O acaso me dirá en aquel día: ‘Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad’?

 

Estos son cuestionamientos solemnes. Muchos individuos son seguidores temporales de Cristo, y externamente, hasta donde alcanza el ojo humano, parecieran ser verdaderos seguidores de Cristo. Yo creo en la perseverancia final de los santos; pero no sé, ni nadie puede saberlo, cuánto puede aproximarse un hombre a la semejanza de un santo y no obstante, después de todo, apostatar. Ninguno de nosotros puede decir tampoco con respecto a sí mismo, ni a cualquiera de sus compañeros miembros: “yo no voy a recaer nunca”. Yo recuerdo a uno cuya voz muchos de ustedes y yo oímos a menudo en la oración, y gozábamos del ejercicio de sus dones. El hombre había sido rescatado de la más baja ralea de la sociedad y se distinguía por su devoción, de tal manera que fue aceptado como un líder de la iglesia entre nosotros. Recuerdo que cuando se presentó la primera acusación de pecado en su contra, y de un pecado muy grave por cierto, alguien de nosotros dijo: “Si ese varón no es un hijo de Dios, yo no soy un hijo de Dios”. La expresión me pareció muy drástica, pero casi la aprobé en mi corazón. Yo estaba listo a declararlo inocente antes de investigar las acusaciones. Estaba seguro de que no podría haber en un hombre como él la impureza que se le imputaba; con todo, estaba allí, toda estaba allí, y era peor de lo que la lengua pudiera expresar. Él se arrepintió y aunque no fue recibido en la iglesia porque su profesión de arrepentimiento no parecía ser todo lo que deseábamos que fuera, con todo, se apartó del pecado por un tiempo. Pero volvió a sumergirse en él y a revolcarse en él. Murió en el pecado. Hasta donde pudimos juzgarlo nosotros, pereció en el pecado. Fue de mal en peor. Me parece que podría decir, sin faltar a la caridad, que este hombre llevó su iniquidad, hasta donde el juicio humano podía rastrearlo. Por tanto, sin perjuicio de la doctrina de la perseverancia final de los santos, en la que yo creo expresamente, no me voy a aventurar a decir de ninguno de ustedes y mucho menos voy a aventurarme a decirlo de mí mismo, que estoy seguro de que he sido hecho tan partícipe de Cristo que voy a retener firme mi confianza hasta el fin. Espero que así sea. Yo reposo en Cristo y confío en Él. La posibilidad es que me esté engañando a mí mismo; la posibilidad es que ustedes se estén auto engañando. De cualquier manera, es una posibilidad tan real que yo les suplicaría que no tengan ninguna confianza excepto la que el Espíritu Santo les dé; que no pongan ninguna confianza en cuanto al futuro en ninguna otra parte excepto en los brazos eternos; no tengan ninguna seguridad excepto la seguridad que está basada en la palabra de Dios, y en el testimonio del Espíritu en el interior de su alma. Eso puede darles una seguridad infalible. Aparte de eso, lo repito de nuevo, no voy a decir ni de ustedes ni de mí mismo, que puedo estar seguro, a pesar de toda la profesión que se haga, que ustedes son partícipes de Cristo. Algunos van incluso más allá de ser seguidores temporales de Cristo, y, después de todo, perecen. Mantienen una profesión consistente ante las miradas de los hombres a lo largo de toda su vida, como esos barcos que navegan por todo el océano pero que se hunden en la bahía. Hay soldados que han resistido y han luchado valientemente hasta el momento mismo de la victoria, y luego han huido. Y hay profesantes que han sido inconspicuos en sus vidas, cuyo carácter ha sido aparentemente sin mancha, y aun aquellos que los conocieron en privado no podían detectar ninguna falla seria en su conducta; con todo, a pesar de todo eso, había un gusano a la raíz, había una mosca en el frasco de ungüento, había una falla respecto a la sinceridad de su gracia. Después de todo, no tenían la verdadera fe que se aferra a Cristo, y no perseveraron en el corazón aunque aparentaban perseverar en la vida. La diferencia entre el cristiano y el profesante es tal, algunas veces, que únicamente Dios puede discernirla. Hay una senda que el ojo del águila nunca vio, y que el cachorro de león nunca recorrió, una senda de vida a la que Dios puede llevarnos, y de la cual se puede afirmar que Él conoce a todos los que van por ella. Pero hay una senda que se le asemeja, un camino que al hombre le parece derecho, pero su fin es camino de muerte. Hay una falsificación del verdadero metal de la gracia que está tan bien fabricada que únicamente la omnisciencia misma puede discernir cuál es la plata desechada, y cuál es el puro siclo del santuario. Entonces tenemos una sólida razón para hacernos la pregunta con respecto a si hemos sido hechos partícipes de Cristo o no.

 

III.   Ahora llegamos a LA PRUEBA INFALIBLE. La paciencia viene aquí en ayuda de la fe. Las evidencias se acumulan hasta que el tema llega a ser concluyente. “Somos hechos partícipes de Cristo, si es que retenemos el principio de nuestra seguridad firme hasta el fin”.

 

Este pasaje puede ser leído de dos maneras, ninguna de las cuales viola el significado literal del original, y cualquiera de las cuales puede expresarnos la mente del Espíritu. Una manera es la que tenemos en nuestra versión: “el principio de nuestra seguridad”, y la otra es mi traducción preferida: “el cimiento de nuestra seguridad”, la base sobre la que se apoya nuestra seguridad.

 

Ustedes elijan. Nosotros vamos a exponer y a vindicar ambas. Es partícipe de Cristo el hombre que retiene firme la fe que tenía al principio, habiéndola recibido, no como una educación, sino como una intuición de su vida espiritual; no como un argumento, sino como un axioma incuestionable, o más bien, como un oráculo que recibió gozosamente y ante el cual se inclinó sumisamente. La seguridad que está basada en el verdadero cimiento, en Cristo Jesús, es simple y clara como la propia conciencia de uno. No exige ninguna prueba porque no admite ninguna duda. En vano se me acerca ahora el escéptico para decirme: “Amigo, estás dormido y sueñas”. Yo le respondo: “No, compañero, yo les estoy hablando a estos miles, y ellos me están escuchando”. De igual manera, cuando creí por primera vez en la historia del Evangelio, lo hice con un sentimiento infantil de que así era, y yo lo sabía. El hombre que no es partícipe de Cristo, oye el Evangelio, profesa creerlo y actúa de conformidad en alguna medida, pero perece porque no habita en él esta pura fe inquebrantable. No tiene la fe de los elegidos de Dios que no puede ser destruida nunca. Tiene sólo una noción, un credo fabricado por él mismo, y no una fe dada por el Espíritu.

 

Ahora, amados, ¿cuál fue el principio de nuestra seguridad? Bien, el principio de mi seguridad fue que: “yo soy un pecador, Cristo es mi Salvador, y yo confío en Él para que me salve”. Mucho tiempo antes de haber principiado con Cristo, Él había principiado conmigo; pero cuando yo comencé con Él, fue como dicen los redactores de la ley: “In forma pauperis”, fue según el estilo de un desventurado mendicante, de un pobre que no poseía nada propio y que todo lo esperaba de Cristo. Yo sé que cuando posé mis ojos en Su amada cruz, y confié en Él, no tenía ningún mérito propio, antes bien, todo era demérito. Yo no tenía ningún merecimiento, y sentía que sólo merecía el infierno; no tenía ni siquiera la sombra de alguna virtud en la que pudiera confiar. Todo había terminado para mí. Había llegado al extremo. No habría podido encontrar ni una pizca de bondad en mí aunque me hubiesen fundido. Parecía estar constituido enteramente de podredumbre, ser un muladar de corrupción y nada mejor que eso, sino, más bien, algo sustancialmente peor. Podía unirme verdaderamente a Pablo en aquel momento para decir que mi justicia propia era estiércol. Él usó una dura expresión; pero no puedo suponer que sintiera que era demasiado dura. Pablo dice: “Lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él”. Bien, así es como principiamos con Cristo. No éramos absolutamente nada, y Jesucristo era todo en todo. Ahora, hermanos, nosotros no somos hechos partícipes de Cristo a menos que retengamos firme hasta el fin eso. ¿Has ido más allá de eso? ¿Eres algo preciado en tu propia estimación? Temo por ti. ¿Son más ricos ahora en su interior de lo que antes eran? Temo por ustedes, hermanos. ¿Les preocupa el lugar que solían ocupar? No querían ni aun alzar los ojos al cielo, sino que clamaban: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Ahora, en Cristo, tienen un lugar sustancialmente más noble que ese, pues han sido sentados con Él en los lugares celestiales. Pero, yo les pregunto: aparte de Cristo, ¿tienen algún puesto diferente de ese lugar de profundo autoabatimiento? Si es que lo tuvieran, entonces no han retenido el principio de su seguridad firme hasta ahora. Tú mismo has de comenzar a sospechar. Esta es la posición que ha de adoptarse siempre: “Como no teniendo nada, mas poseyéndolo todo”.

 

“Yo soy el primero de los pecadores,

Pero Jesús murió por mí”.

 

Tal es el principio de nuestra seguridad. Hermanos, ¿adónde más estaba el principio de su seguridad? ¿Podemos decir que estaba única e íntegramente, entera y exclusivamente en la sangre y en la justicia del Señor Jesucristo? En el principio de su seguridad ustedes no confiaron en ninguna ceremonia, ni en los sacerdotes, ni en sus lecturas de la Biblia, ni en sus propias súplicas, ni en sus sentimientos, ni en sus experiencias, ni en su ortodoxia, ni en su conocimiento de la doctrina, ni en sus obras, ni en sus predicaciones, ni en sus santificaciones o sus mortificaciones. No, en el principio de su seguridad el exclusivo cimiento era únicamente Jesús. No quería saber de nada salvo de Jesús. Oh, si en aquel día me hubiera encontrado con alguien que tuviera alguna confianza en su justicia propia, yo sé que habría altercado con él. Si esa persona me hubiera dicho que esperaba que Jesucristo le ayudara a salvarse a sí mismo, yo hubiera podido llorar por su culpa, lamentando que pudiera ser tan necio. Vamos, Cristo es todo o nada. Él tiene que salvarnos de arriba abajo o no seremos salvos del todo. Si nuestro cimiento está en parte en la roca de Su obra consumada, y en parte en la arena de nuestra propia obra indigna, la casa entera se tambalea y tiene que caer.

 

Bien, hermanos, ¿hay alguna correspondencia entre el principio de su seguridad y su perspectiva presente? ¿No dependías de ninguna otra cosa que no fuera Cristo en la hora en que creíste por primera vez? ¿Ha sido agregado algo ahora a ese único cimiento que Dios ha puesto, o ha sido suplementada tu seguridad con algún nuevo concepto de tu propia invención? ¿Eres infiel? Dios es fiel. Contigo podría ser sí o no; con Él es sí y amén. Cuando salieron de Egipto, algunos de los israelitas dependían de Dios. Vieron que Él había dividido el Mar Rojo, y que había hecho descender el maná, y que los refrescaba con torrentes en el desierto, y entonces creyeron, pero su fe no se sostuvo. Mientras podían ver unos milagros de misericordia confiaron en Dios y en nadie más; pero cuando tropezaron con alguna pequeña dificultad no retuvieron el principio de su seguridad firme hasta el fin, pues comenzaron a perder la fe en Moisés, o a confiar en un becerro de oro. Entonces hay algunos que, en un tiempo de debilidad, o de calamidad, o de desánimo, principian por decir: “Reconociéndome pecador, yo confío en Cristo”. Pero cuando se reponen de su depresión temporal van más allá de eso. Luego modifican sus confesiones en función de los cambios en sus circunstancias, y elijen su religión según su propia elección deliberada. Pero el Dios de Israel no lo permitirá. Él no tolerará que pongamos nuestra confianza en nada que no sea en Su amado Hijo. Tenemos que quedar completamente desnudos de todo y sólo tenemos que ponernos la tela que ha sido tejida por Cristo. Todo nuestro pan tiene que ponerse mohoso y tenemos que desecharlo porque lo despreciamos, y únicamente tenemos que alimentarnos del pan del cielo. Si vamos más allá de eso y nos alimentamos de cualquier otra cosa, no hemos sido hechos partícipes de Él, pues no habríamos retenido con firmeza el principio de nuestra seguridad.

 

Permíteme traer a tu memoria, amado, el amor de tus esponsales, cuando reconociste al Señor y fuiste en pos de Él al desierto. ¿No tenías entonces una seguridad en Cristo de un carácter muy humilde? Oh, en aquel entonces no te gustaba tener el primer lugar entre el pueblo de Dios para no actuar como Diótrefes. Cuando estabas al pie de la cruz, y alzaste tu mirada como un pobre pecador, no tenías ninguna idea de ser un varón distinguido en la iglesia. Yo sé que no se me vino a la cabeza aquel día que yo debería ser un líder en el Israel de Dios. Ah, no, con sólo que pudiera sentarme en un rincón de Su casa, o ser el portero, eso bastaba para mí. Si, como un perro debajo de la mesa, yo pudiera alcanzar un mendrugo de Su misericordia que conservara el sabor de Su mano porque Él lo partió, eso era todo lo que quería. Así es precisamente como deberíamos vivir siempre: siendo mansos, humildes, amables y de espíritu quebrantado, y dispuestos a ser cualquier cosa con tal de que Cristo sea glorificado. Son evidentes los estertores de la vieja naturaleza cuando llegamos a ser personas tan altivas que si alguien dijera una palabra dura, nos asombraríamos, o si alguien nos calumniara, en lugar de decir: “Ah, si nos conociera podría decir algo sustancialmente peor”, mostraríamos un temperamento irascible y explosivo puesto que nuestro carácter se habría visto lesionado.

 

Yo creo, verdaderamente, que cuando fui convertido a Dios, si el Señor me hubiera dicho: “Te he recibido en mi casa, y voy a hacer uso de ti, y me servirás de tapete a la puerta para que los santos limpien sus pies sobre ti”, yo habría dicho: “Ah, feliz seré si yo les quito la inmundicia de sus pies, pues amo al pueblo de Dios; y si puedo ministrarles en lo más mínimo, ese será mi deleite”. Pero cuando nos apartamos de esa posición estamos en peligro. Si somos hechos partícipes de Cristo, la comprobación consistirá en que continuemos siendo de un espíritu manso y humilde –dispuestos a servirle en cualquier capacidad- y en que nos volvamos como niños, pues “si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”. Éramos niños en el inicio de nuestra seguridad y hemos de continuar siéndolo, pues de lo contrario podemos cuestionar seriamente si hemos sido hechos partícipes de Cristo.

 

Cuando fuimos hechos partícipes de Cristo al principio, lo recibimos con mucho agradecimiento. Cuán agradecidos estábamos por una mirada de Jesús. Media promesa parecía preciosa en aquellos días. El sermón, aunque tal vez fuera tosco, nos alimentaba plenamente si estaba lleno de Cristo. Ahora, ay, cuántos profesantes desprecian la preciosa verdad si no está revestida de las frases más pulidas; corren de aquí para allá donde no hay alimento para ellos; sin tener hambre ni sed de justicia como antes, admiran el banquete que está aderezado con todas las flores pero sin ningún fruto; andan tras frases llamativas, donde refulgen la plata pura y la farsa pulida, aunque no haya alimento que sea de provecho para el alma. Si hubiesen retenido el principio de su seguridad firme, valorarían la verdad y amarían la verdad, y considerarían que si se trata de la verdad, no importa la manera en que les llegue, siempre y cuando puedan apropiarse de una promesa, contar con una sonrisa del rostro de Cristo o disfrutar en sus almas de un rayo del consuelo del bendito Espíritu. Pero ahora los mendigos hambrientos se han convertido en refinados epicúreos; aquellos que una vez se alegraban lo suficiente con venir y deleitarse con mendrugos de la mesa del Maestro, se convierten en expertos conocedores del alimento de su Maestro; su alma “tiene fastidio de este pan tan liviano”, aunque sea el pan de los ángeles y aunque descienda de los graneros de Dios. Hemos de sospechar de nosotros mismos cuando entramos en esa remilgada condición. Tal estado de corazón altivo y capcioso, no da evidencias de que hayamos sido hechos partícipes de Cristo en absoluto.

 

Cuando recibimos inicialmente nuestra seguridad, éramos obedientes en palabra y en obras. Yo desearía que todos los discípulos de Cristo tuvieran la misma conciencia escrupulosa. Les narro mi propia experiencia. La primera semana después de que fui convertido a Dios, me daba miedo poner un pie delante del otro por temor de hacer algo malo; cuando reflexionaba sobre el día transcurrido, si había habido una falla en mi temperamento, o si había dicho alguna palabra vana, o si había hecho algo indebido, yo me castigaba severamente, y si en aquel tiempo hubiera sabido que algo era la voluntad de mi Señor, creo que no hubiera dudado en hacerlo; a mí no me hubiera importado que fuera algo de buen tono o no, siempre y cuando estuviera de acuerdo con Su palabra. ¡Oh, cumplir Su voluntad! ¡Seguirlo adondequiera que Él quisiera que fuera! Vamos, entonces me parecía que nunca, nunca, nunca debía ser descuidado en el cumplimiento de Sus mandamientos.

 

Amados hermanos, ¿han retenido el principio de su seguridad firme? Yo me doy golpes de pecho cuando recuerdo que, en ese sentido, no he retenido el principio de mi seguridad firme. ¡A la cruz de nuevo! Amados, si alguno de ustedes tuviera dudas que hubieren surgido en su mente por tales reflexiones amargas respecto a ustedes mismos, no disputen con sus dudas; vayan de nuevo a la cruz. Nunca disputen con el diablo. Él puede derrotarlos siempre. Vayan directo a la cruz. Si él te dijera: “Tú no eres un santo”, dile entonces: “Muy posiblemente no lo sea; pero hay algo que ni siquiera tú puedes negar; tú no puedes decir que: ‘yo no soy un pecador’; yo soy un pecador. Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores; y si nunca antes confié en Él, voy a comenzar a confiar ahora. Si nunca conocí la vida de Dios hasta ahora, voy a mirar a Su muerte inmediatamente. Oh, si nunca fui sanado de la enfermedad del pecado, hay salud en esas amadas heridas, y yo, por fe, la tendré mientras se diga todavía: hoy”. Jesús, yo confío en Ti; yo confío en Ti plenamente, y solo en Ti confío.

 

He oído que hace algunos años había una mina de carbón en operación, cuyo pozo quedó bloqueado por alguna razón, y los mineros quedaron atrapados en su interior. Estaban a punto de perecer. Uno de ellos había oído que había un antiguo túnel que conducía a otra mina, y aunque tenía miedo que también estuviera bloqueado, lo mejor que podían hacer sería ir allí para ver si, tal vez, pudieran llegar a la boca de otro pozo. Nadie había atravesado por ese viejo túnel durante algún tiempo. Era un túnel muy estrecho. Tenían que avanzar andando a gatas, y casi siempre se veían obligados a arrastrarse reptando sobre el suelo. Finalmente llegaron a la boca de aquel viejo pozo, fueron rescatados con presteza, y así salieron de nuevo al exterior con alegría. Es posible que algunos de ustedes hayan estado viviendo hasta aquí apoyándose en andamios y basándose sentimientos; esa experiencia ha sido el túnel a través del cual han estado yendo y viniendo; y ese túnel ha quedado bloqueado esta noche. Bien, yo no lo lamento. Vamos, ahora, hermanos, sigamos adelante, andando a gatas por donde van los pecadores. Arrastrémonos hacia el viejo túnel; postrémonos, y confesemos: “Señor, yo soy vil, concebido en pecado. Señor, yo soy indigno; Señor, yo soy terrenal, egoísta y diabólico. Señor, yo soy una masa de heridas y una masa de repulsividad. Yo soy indigno de Tu favor y de tu amor”. Avancemos arrastrándonos de esa manera hasta que lleguemos a Cristo, y digamos:

 

“Tal como soy, sin ningún argumento,

Salvo que Tu sangre fue derramada por mí,

Y que Tú me pediste que viniera a Ti,

Oh, Cordero de Dios, yo vengo”.

 

Ustedes van a descubrir que ese viejo túnel no está bloqueado. Hay luz. ¡Miren hacia arriba! Allí está la cruz encima de ustedes. Jesús está dispuesto a recibir todavía a los pecadores, es capaz de salvar todavía a los pecadores, pues Él es “exaltado… por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados”. Oh, ven a Él precisamente de esa manera; y, hermano, cuando regreses a Cristo de esa misma manera por la cual fuiste hace años, el consejo del texto, con el que voy a resumirlo todo, es, sigue viniendo siempre a Él de esa misma manera. Sigue viniendo siempre. Sigue viniendo siempre. Tal vez hayas estado en la cima de una montaña como Rigi o como Snowden. Ustedes saben que esas montañas no se mueven. Son unas rocas sólidas bajo sus pies. Pero la gente edifica plataformas en sus cimas para ver salir el sol un poco antes o algo por el estilo. Desde lo alto de una de esas plataformas una persona puede desplomarse estrepitosamente y romperse las extremidades. Eso es algo parecido a los andamiajes que ponemos encima de nuestra simple fe en Cristo. Nuestros hermosos andamiajes y sentimientos y experiencias se desplomarán con estrépito algún día, pues son material podrido; pero cuando un hombre se apoya sobre esto: “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo confío en Él. Él es toda mi salvación y todo mi deseo. Su sangre preciosa es toda mi confianza. En el amor de Su corazón, en el poder de Su brazo, en el mérito de Su intercesión, ahí me apoyo yo”. Oh, amado, no hay miedo de que esa confianza ceda alguna vez bajo tus pies. Ahí puedes quedarte y regocijarte serenamente cuando los mundos se derritan y las columnas de la tierra se tambaleen. Que Dios los bendiga, y los guarde siempre reteniendo el principio de su confianza firme hasta el fin. Así se demostrará más allá de toda duda que son partícipes de Cristo.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Hebreos 3.  

 

 

 

 

 

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