SANA DOCTRINA - Ministerio de Difusión Bíblica

Pensamientos sobre la última batalla

 

Sermón predicado la noche del sábado 13 de mayo de 1855

Por Charles Haddon Spúrgeon

En el Exeter Hall, Strand, Londres

 

 

El aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado es la ley, pero  a Dios gracias, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo”

1 Corintios 15. 56, 57  (La Biblia de las Américas)

 

Mientras que la Biblia es uno de los libros más poéticos, y aunque su lenguaje es indescriptiblemente sublime, sin embargo debemos señalar cuán constantemente fiel es a su naturaleza. No hay un hecho que por duro que sea lo pase por alto, pues, primordialmente porque es una verdad. Por muy oscuro que pueda ser el tema lo ilumina con brillantez, aunque no niega la oscuridad relacionada con él.

 

Si lees este capítulo de la epístola de Pablo, tan justamente celebrado como una obra maestra del lenguaje, lo encontrarás hablando de lo que vendrá después de la muerte con tal exaltación y gloria que sentirás: “Si esto es morir, entonces bien sería partir de inmediato”.

 

Quién no se ha regocijado y cuyo corazón no ha sido exaltado, o lleno de un fuego santo, mientras ha leído frases como estas: “en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?”

 

Sin embargo, con todo ese lenguaje majestuoso, con todo ese atrevido vuelo de elocuencia, no niega que la muerte es una cosa lúgubre. Incluso sus propias menciones lo manifiestan. No se ríe de esto, no dice: “Oh, no es nada morir”. Describe la muerte como un monstruo. Él dice que tiene un aguijón. Nos dice dónde reside el poder de ese aguijón e incluso en la exclamación de triunfo imputa esa victoria no sólo a la carne, sino que dice: “Gracias a Dios que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo”.

 

Cuando selecciono un texto como este, siento que no puedo predicar de él. El pensamiento me domina, mis palabras se tambalean. No hay declaraciones que sean lo suficientemente grandes para transmitir el poderoso significado de este maravilloso texto. Si tuviera la elocuencia de todos los hombres unida en uno, si pudiera hablar como nunca hombre alguno habló (con la excepción de ese hombre divino de Nazaret), no podría abarcar un tema tan vasto como este. Por tanto, no pretendo hacerlo, sino que ofreceré los pensamientos que mi mente es capaz de producir.

 

Esta noche hablaremos de tres cosas: primero, EL AGUIJÓN DE LA MUERTE. En segundo lugar, EL PODER DEL PECADO. Y en tercer lugar, LA VICTORIA DE LA FE.

 

 

I. EL AGUIJÓN DE LA MUERTE es el pecado.

 

El Apóstol describe la muerte como un dragón o monstruo terrible que, viniendo sobre todos los hombres, debe ser luchado por cada uno individualmente. No nos da ninguna esperanza de que ninguno de nosotros pueda evitarlo. No nos habla de ningún puente que cruce el río de la Muerte. No nos da la menor esperanza de que sea posible salir de este estado de existencia a otro sin morir. Él describe al monstruo como si estuviera exactamente en nuestro camino y con el que debemos luchar personalmente y solos; cada hombre debe morir.

 

Todos debemos cruzar la corriente negra. Cada uno de nosotros debe pasar por la puerta de hierro.

 

No hay paso de este mundo a otro sin muerte. Habiéndonos dicho, pues, que no hay esperanza de nuestra huida, nos prepara los nervios para el combate, pero no nos da ninguna esperanza de que podamos matar al monstruo. Él no nos dice que podemos clavar nuestra espada en su corazón y así derrocar y aniquilar a la muerte.

 

Pero, señalando al dragón, parece decir: “No puedes matarlo, hombre, no hay esperanza de que puedas matarlo”. Nunca podrás poner tu pie sobre su cuello y aplastarle su cabeza. Pero sí puede hacer una cosa: tiene un aguijón que puedes extraer. “No puedes aplastar la muerte bajo tus pies, pero puedes sacarle el aguijón que es mortal. De manera que no necesitas temer al monstruo, porque ya no será un monstruo, sino que será un ángel de alas veloces que te llevará al Cielo”.

 

¿Dónde, pues, está el aguijón de este dragón? ¿Dónde debo golpear? ¿Qué es la picadura? El Apóstol nos dice que, “El aguijón de la muerte es el pecado”. Permítanme contar esto de una vez. Aunque la muerte puede ser triste y solemne no le temeré; pues, esgrimiendo el aguijón del monstruo, exclamaré: “Oh muerte, ¿dónde está tu aguijón? Oh sepulcro, ¿dónde está tu victoria?”

 

Detengámonos ahora en el hecho de que “el aguijón de la muerte es el pecado”.

 

1. El pecado pone un aguijón en la muerte por el hecho de que EL PECADO TRAJO LA MUERTE AL MUNDO. Los hombres podrían estar más contentos de morir si no supieran que es un castigo. Supongo que si nunca hubiéramos pecado, habría habido algún otro medio para que fuéramos de este mundo a otro. No se puede suponer que hubiera existido una población más grande que todas las miriadas que han vivido desde Adán hasta ahora que pudieran habitar un globo tan pequeño como este. No habría suficiente espacio para ello.

 

Pero podría haberse proporcionado algún otro medio para sacarnos de este mundo cuando llegara el momento adecuado y llevarnos a salvo al cielo. Dios podría haber provisto caballos y carros de fuego para cada uno de Sus Elías. O como se dijo de Enoc, así se podría haber dicho de cada uno de nosotros: “Él desapareció, porque le llevó Dios”.

 

Morir así, sí podemos llamarle muerte. Partir de este cuerpo y estar con Dios no hubiera sido ninguna desgracia. De hecho, hubiera sido el más alto honor, adecuado a la más alta aspiración del alma, vivir rápidamente por un breve tiempo en este mundo, para luego ascender y estar con nuestro Dios. Entonces, en las oraciones del hombre más piadoso y devoto, una de sus peticiones más sublimes sería: “Oh Dios, acelera el tiempo de mi partida, y así estaré contigo".

 

Cuando tales seres sin pecado pensaran en su partida, no temblarían, porque la puerta sería de marfil y perla, no como ahora, de hierro; la travesía sería como néctar, muy diferente de la presente “amargura de muerte”. ¡Pero ay! ¡Qué diferente! La muerte es ahora el castigo del pecado. “El día que de él comieres, ciertamente morirás”. “En Adán todos mueren”. Por su pecado cada uno de nosotros queda sujeto a la pena de muerte y así, siendo un castigo, la muerte tiene su aguijón.

 

Aún al mejor hombre, al cristiano más santo, al intelecto más santificado, al alma que tiene la comunión más cercana y querida con Dios, la muerte le aparecerá con un aguijón, porque el pecado fue su madre. ¡Oh fatal hija del pecado, sólo te temo por tu parentesco! Si vinieras a mí como un honor, podría atravesar el Jordán incluso ahora y cuando sus olas heladas me rodearan, sonreiría en medio de sus olas. Y en las crecidas del Jordán mi canción crecería también con él, y la música líquida de mi voz unirse con las fluidas crecidas de sus inundaciones, “¡Aleluya! Es una bendición cruzar a la tierra de los glorificados”. Esta es una de las razones por las que el aguijón de la muerte es el pecado.

 

2. Pero debo tomarlo en otro sentido. “El aguijón de la muerte es el pecado”, es decir, lo que hará que la muerte sea más terrible para el hombre será el pecado, si no es perdonado. Si ese no es el significado exacto del Apóstol, aun así es una gran verdad y puedo encontrarla aquí. Si el pecado pesa sobre mí y no fuera perdonado, si mis transgresiones no fueran perdonadas, si tal fuera el hecho (aunque me regocija saber que no es así), para mí, sería el aguijón de la muerte.

 

Consideremos a un hombre muriendo y recordando su vida pasada: encontrará en la muerte un aguijón y ese aguijón será su pecado pasado. Imagina el lecho de muerte de un conquistador. Ha sido un hombre inclinado hacia la sangre desde su juventud. Criado en un campamento, sus labios se pusieron pronto al toque de la corneta y su mano, incluso en la infancia, tocaba el tambor. Tenía un espíritu marcial. Se deleitaba en la fama y el aplauso de los hombres. Amaba el polvo de la batalla y el manto revuelto en sangre. Ha vivido una vida de lo que los hombres llaman gloria.

 

Ha asaltado ciudades, conquistado países, devastado continentes, invadido el mundo. Mira sus grilletes colgados en el vestíbulo de la muerte y las marcas de gloria en su escudo. Es uno de los guerreros más orgullosos de la tierra. Pero ahora viene a morir. Y cuando se acueste para expirar, ¿qué investirá de horror su muerte? Será su pecado.

 

Me parece ver morir al monarca. Su aspecto miente. A su alrededor están sus nobles y sus consejeros. Pero hay alguien más allí. A su lado se encuentra un espíritu del Hades. Es el alma de una mujer difunta. Ella lo mira y dice: “¡Monstruo! Mi marido murió en la batalla a través de su ambición; yo quedé viuda y mi hijo huérfano e indefenso muriendo de hambre”. Y ella pasa.

 

Su esposo llega y abriendo sus heridas sangrientas, grita: “Una vez te llamé monarca”, pero por tu vil codicia provocaste una guerra injusta. Mira aquí estas heridas, las gané en el asedio. Por tu bien subí primero que tú la oscura escalera. Este pie estaba sobre la parte superior de la pared y yo agité mi espada en señal de triunfo, pero en el Infierno alcé mis ojos en tormento. ¡Miserable pedestal, tu ambición me apresuró ir allí! Y volviendo sus horribles ojos hacia él, pasó de largo.

 

Luego sube otro, y otro, y otro más; despertando de sus tumbas, acechan alrededor de su cama y lo persiguen. La lúgubre procesión sigue marchando, mirando al tirano moribundo. El cierra sus ojos, pero siente la mano fría y huesuda sobre su frente. Tiembla porque el aguijón de la muerte está en su corazón.

 

“¡Oh Muerte!” dice él, “dejar esta gran propiedad, este reino poderoso, esta pompa y poder, esto era algo, pero encontrarse con esos hombres, esas mujeres y esos niños huérfanos, cara a cara, para escucharlos diciendo: “Te has vuelto como uno de nosotros”, mientras los reyes a los que he destronado y los monarcas que he derribado harán sonar sus cadenas en mis oídos y dirán: “¡Cómo caíste del cielo, oh Lucero, hijo de la mañana! Cortado fuiste por tierra, tú que debilitabas a las naciones”. “Tú fuiste nuestro destructor, pero “¿cómo caíste del cielo, oh Lucero, hijo de la mañana? ¡Cómo eres derribado en un momento de tu gloria y de tu orgullo!”

 

Ahí ves que el aguijón de la muerte sería el pecado del hombre. No le dolería que tuviera que morir, pero que había pecado, que había sido un hombre sanguinario, que sus manos estaban rojas por el asesinato al por mayor; esto ciertamente lo atormentaría, porque “el aguijón de la muerte es el pecado”.

 

O supongamos otro personaje: un ministro. Se ha parado ante el mundo proclamando algo que él llamó el Evangelio. Ha sido un destacado predicador: la multitud ha estado pendiendo de sus labios, han escuchado sus palabras. Ante su elocuencia una nación quedó asombrada y miles temblaron ante su voz. Pero su predicación ha terminado. El tiempo en que podía subir al púlpito se ha ido.

 

Le espera otro lugar de pie, otra congregación. Y debe escuchar a otro y mejor predicador que él mismo. Ahí yace. Ha sido infiel a su cargo. Predicó filosofía para encantar a su pueblo, en lugar de predicar la verdad y apuntar a sus corazones. Y mientras él jadea en su cama, peor y más maldito de los hombres -seguro que nadie puede ser peor que él- surge uno, un alma del abismo y mirándolo a la cara, dice: "Vine a ti una vez temblando a causa del pecado, te pregunté cuál era el camino al cielo y dijiste: “Haz tales y tales buenas obras”, y yo las hice y estoy condenado. Me dijiste una mentira. No me declaraste claramente la palabra de Dios”. Él desaparece sólo para ser seguido por otro.

 

Ha sido un personaje irreligioso y cuando ve al ministro en su lecho de muerte, él dice: “¡Ay!, ¿y estás aquí? Una vez entré a tu casa de oración pero tuviste tal sermón que no pude entender. Escuché. Quería escuchar algo de tus labios, alguna verdad que pudiera quemar mi alma y hacerme arrepentir. Pero no sabía lo que dijiste y aquí estoy. El fantasma golpea con el pie y el hombre se estremece como una hoja de álamo, porque sabe que todo es verdad.

 

Entonces toda la congregación se levanta ante él mientras está acostado en su cama. Él mira la variada multitud. Contempla las cabezas nevadas de los viejos y los ojos brillantes de los jóvenes. Y acostado allí sobre su almohada, imagina todos los pecados de su vida pasada y escucha que le dicen: “¡Vete! Infiel a tu cargo, no te despojaste de tu amor por la pompa y la dignidad. No hablaste

 

Como si nunca fueras a hablar de nuevo,

Un moribundo para los moribundos".

 

Oh, puede ser algo que ese ministro deje su cargo, algo que muera. Pero lo peor de todo, el aguijón de la muerte será su pecado, oír a su parroquia venir aullando tras él al infierno, ver a su congregación detrás de él en una manada mezclada, habiéndolos descarriados, habiendo sido un falso profeta en lugar de uno verdadero, hablando paz, paz, donde no había paz, engañándolos con mentiras, encantándolos con música, cuando debería haberles dicho con acento áspero y tosco la Palabra de Dios. En verdad es verdad, es verdad, que el aguijón de la muerte para tal hombre será su gran, su enorme, y atroz pecado de haber engañado a otros.

 

Así pues, después de haber pintado dos cuadros de cuerpo entero, podría darles a cada uno de ustedes miniaturas de ustedes mismos. Podría imaginarme, oh borracho, cuando tus copas estén vacías y cuando tu licor no se derrame, ya no será dulce a tu paladar, cuando peor que la hiel serán los manjares que bebías, cuando dentro de una hora los gusanos harán un festín sobre tu carne. Podría imaginarte mientras miras hacia atrás a tu vida malgastada.

 

Y tú, oh jurador, me parece verte allí con tus juramentos resonados por la memoria en los tuyos con propia consternación. Y tú, hombre de lujuria y maldad, tú que has corrompido y seducido a otros, te veo allí, y el aguijón de la muerte para ti, ¡qué horrible, qué espantoso! No será que estés gimiendo con dolor, no será que estés atormentado por la agonía, no será que tu corazón y tu carne desfallezcan, sino que el aguijón será vuestro pecado.

 

¿Cuántos en este lugar pueden deletrear esa palabra “remordimiento”? Rezo para que nunca sepas su horrible significado. ¡Remordimiento, remordimiento! Conoce su derivación, significa morder. ¡Ay! Ahora bailamos con nuestros pecados, es una vida feliz para nosotros, tomamos sus manos y jugando bajo el sol del mediodía, bailamos, y bailando vivimos en alegría. Pero entonces esos pecados nos morderán.

 

Los leoncitos con los que hemos acariciado y jugado, morderán. La víbora joven, la serpiente cuyos tonos azules nos han deleitados, morderá, picarán cuando el remordimiento ocupe nuestras almas. Podría, pero no les contaré algunas historias del terrible poder del remordimiento. Es la primera punzada del infierno, es la antecámara del abismo. Tener remordimiento es sentir las chispas que arden hacia arriba desde el fuego del Gehena sin fondo. Sentir remordimiento es hacer que comience en el alma un tormento eterno. El aguijón de la muerte será el pecado sin arrepentimiento, sin perdón.

 

3. Pero si el pecado en retrospectiva es el aguijón de la muerte, ¿qué debe ser el pecado en perspectiva? Mis amigos, nosotros no miramos con suficiente frecuencia lo que llega a ser el pecado. Vemos lo que es: primero la semilla, luego la hoja, luego la espiga, y luego el maíz lleno en la mazorca. Es el deseo, la imaginación, la vista, el gusto, la acción. Pero, ¿qué es el pecado en su próximo desarrollo?

 

Hemos observado el pecado a medida que crece. Lo hemos visto al principio como algo muy pequeño pero también expandiéndose hasta convertirse en una montaña. Lo hemos visto como, “una nubecita, del tamaño de la mano de un hombre”, pero lo hemos visto acumularse hasta que cubrió los cielos con negrura enviando gotas de lluvia amarga. Pero, ¿qué es el pecado para estar en el siguiente estado? Hemos llegado tan lejos, pero el pecado es algo que no puede detenerse. Hemos visto dónde ha crecido, pero ¿hacia dónde crecerá? Porque no está maduro cuando morimos. Tiene que seguir todavía. Está en marcha, pero tiene que desplegarse para siempre.

 

En el momento en que morimos, la voz de la justicia clama: “Sella la fuente de sangre, detén la corriente de la sangre del perdón”. “El que es injusto, sea injusto todavía; y el que es inmundo, sea inmundo todavía; y el que es justo, practique la justicia todavía”. Y después de eso, el hombre sigue ensuciándose más y más. Su lujuria se desarrolla, su vicio aumenta. Todas las malas pasiones arden con una furia diez veces mayor y en medio de la compañía de otros como él, sin las restricciones de la gracia, sin la Palabra predicada, el hombre se vuelve cada vez peor. ¿Y quién puede decir hacia dónde puede crecer su pecado?

 

A veces he comparado la hora de nuestra muerte con ese célebre cuadro que creo haber visto en la Galería Nacional: Perseo sosteniendo la cabeza de Medusa. Esa cabeza convertía en piedra a todas las personas que la miraban. Allí Hay un guerrero con un dardo en la mano, él está rígido, convertido en piedra, con la jabalina aún en su puño. Hay otro con un cuchillo debajo de su túnica a punto de apuñalar. Ahora es la estatua de un asesino, inmóvil y frío. Otro se arrastra sigilosamente, como un hombre en una emboscada y allí se encuentra como una roca consolidada, solo ha mirado esa cabeza y está congelado en piedra.

 

Bueno, así es la muerte. Lo que soy cuando la muerte se me presenta, eso debo ser para siempre. Cuando mi espíritu se vaya, si Dios me encuentra cantando Su alabanza, la cantaré en el Cielo. Si Él me encuentra exhalando juramentos, seguiré esos juramentos en el Infierno. Donde me deja la muerte, me encuentra el juicio. Como muero, así viviré eternamente.

 

“No hay actas de indulto aprobadas

​​En la tumba fría a la que nos apresuramos.

 

¡Es para siempre, para siempre, para siempre! ¡Ay! Hay un grupo de herejes en estos días que hablan de un corto castigo y predican que Dios transporta las almas por un período de años y luego las deja morir. Me pregunto, ¿Dónde aprendieron su doctrina tales hombres? Leí en la Palabra de Dios que el ángel plantará un pie en la tierra y el otro en el mar y juró por el que vive por los siglos de los siglos, que el tiempo no será más.

 

Pero si un alma pudiera morir por mil años, moriría por un tiempo. Si pudiera pasar un millón de años y luego el alma pudiera extinguirse, existiría el tiempo. Si me hablara de años habría tiempo. Pero, señores, cuando el ángel haya pronunciado la palabra: “El tiempo no será más”, entonces las cosas serán eternas.

 

El espíritu procederá en su incesante revolución de bien o de mal, para nunca detenerse, porque no hay tiempo para detenerlo. El hecho de su cesación implicaría tiempo, pero todo será eterno, porque el tiempo dejará de ser. Te conviene entonces considerar dónde estás y qué eres. ¡Oh! Ponte de pie y tiembla en la estrecha lengua de tierra entre los dos mares ilimitados, porque solo Dios en el Cielo puede decir cuán pronto podrás ser lanzado al futuro eterno.

 

¡Que Dios conceda que cuando llegue esa última hora, estemos preparados para ella! Como el ladrón, sin ser oído, sin ser visto, se desliza a través de la sombra oscura de la noche. Tal vez, mientras estoy aquí y hablo torpemente de estas cosas oscuras y ocultas, en un instante estire la mano y enmudezca la boca que balbucea la vacilante presión. ¡Oh! Tú que moras en los cielos, Tú Poder supremo, Tú Rey eterno, no permitas que esa hora se entrometa sobre mí en un tiempo mal gastado, sino que me encuentre envuelto en la meditación elevada, cantando a mi gran Creador.

 

Así que en el último momento de mi vida me apresuraré más allá del cielo azul, para bañar las alas de este mi espíritu en su elemento nativo y luego morar contigo para siempre.

 

“Lejos de un mundo de dolor y pecado,

Con Dios eternamente encerrado”.

 

II. “EL PODER DEL PECADO es la Ley”.

 

He intentado mostrar cómo luchar contra este monstruo, y es extrayendo y destruyendo ese aguijón preparado para la batalla. Lo intento, pero el monstruo se ríe de mí en la cara y grita: “La fuerza del pecado es la Ley”, antes de que puedas destruir el pecado, debes satisfacer la Ley de alguna manera. El pecado no puede ser removido por tus lágrimas o por tus obras, porque la Ley es su fuerza y ​​hasta que hayas satisfecho la venganza de la Ley, hasta que hayas pagado el último centavo de sus demandas, mi aguijón no puede ser quitado, porque el mismo poder del pecado es la Ley”.

 

La mayoría de los hombres piensan que el pecado no tiene ningún poder. “¡Oh!”, dicen muchos, “podemos haber pecado, pero nos arrepentiremos y seremos mejores por el resto de nuestras vidas”. “Sin duda Dios es misericordioso y nos perdonará”. Y escuchamos a muchos teólogos hablar a menudo del pecado como si fuera algo muy liviano.

 

Pregúntales qué debe hacer un hombre: Dirá que no se requiere un arrepentimiento profundo, que no hay una intervención interna y real de la gracia divina que nos lleve a Cristo para arrojarnos sobre Su sangre. Nunca nos hablan de que deba ser hecho un acto completo de expiación. De hecho, tienen una vaga idea de lo que es la expiación. Dicen que Cristo murió sólo como una cuestión formal para satisfacer la justicia como cualquier ser misericordioso quitando nuestros pecados y sufriendo la pena por nosotros; no consideran que la Ley de Dios no requiere tal cosa. Supongo que no, porque yo nunca los escuché afirmar acerca de la satisfacción eficaz y la sustitución de nuestro Señor Jesucristo. Pero, sin ese acto, ¿cómo podemos quitar el poder del pecado?

 

1. La fuerza del pecado está en la Ley, primero, en este sentido, que la Ley siendo espiritual, es bastante imposible para nosotros vivir sin pecado. Si la Ley fuera meramente carnal y se refiriera a la carne, si simplemente se relacionara con acciones abiertas y manifiestas, me pregunto incluso entonces, si podríamos vivir sin pecado, pero cuando voy de nuevo a los Diez Mandamientos y leo, “no codiciarás”, Sé que se refiere incluso al deseo de mi corazón.

 

Está dicho: “no cometerás adulterio”, pero también se dice que cualquiera que mire a una mujer para codiciarla ya ha cometido ese pecado. De modo que no es meramente el acto, es el pensamiento. No es el acto simplemente, es la imaginación misma lo que es un pecado. ¡Oh!, ahora pecador, ¿cómo puedes deshacerte del pecado? Tus mismos pensamientos, el funcionamiento interno de tu mente, estos son crímenes, esto es culpa y desesperanzada malicia. ¿No hay, ahora, poder en el pecado? ¿No le ha puesto la Ley un poder? ¿No ha avivado el pecado con tal poder que toda tu fuerza no puede aspirar a borrar la negra y enorme transgresión?

 

2. Por otra parte, la Ley fortalece el pecado en este aspecto: que no disminuirá ni una tilde de sus severas demandas. Le dice a cada hombre que la rompe: “No te perdonaré”. Oyes a la gente hablar de la Gracia de Dios. Ahora bien, si no creen en el Evangelio están bajo la Ley, ¿y dónde leemos que en la Ley hay misericordia? Si lees los mandamientos, hay una maldición después de ellos, pero no hay provisión para el perdón. La Ley misma no habla de eso. ¡Truena, sin el menor atenuante, “¡el alma que pecare, esa morirá!”

 

Si alguno de ustedes desea ser salvo por obras, recuerden, un sólo pecado arruinará sus justicias. Una mota de la escoria de esta tierra estropeará la belleza de esa justicia perfecta que Dios requiere de sus partes. Hermanos y hermanas, si quieren ser salvos por las obras, deben ser tan santos como los ángeles, deben ser tan puros e inmaculados como Jesús. Porque la Ley exige perfección y nada menos que ella.

 

Y Dios con venganza inquebrantable herirá a todo hombre que no pueda traerle una perfecta obediencia. Si cuando me presente ante Su Trono, no pueda alegar una justicia perfecta como mía, Dios dirá: “no has cumplido las demandas de Mi Ley. ¡Vete, maldito! Has pecado y debes morir”. “Ah”, dice alguien, “Entonces, ¿podemos tener alguna vez una justicia perfecta?” Sí, de eso te cuento en el tercer punto. Gracias sean dadas a Cristo, quien nos da la victoria por Su sangre y por Su justicia, que nos adorna como a una novia con sus joyas, como un marido vestido con las suyas.

 

3. Una vez más, la Ley fortalece el pecado por el hecho de que por cada transgresión exigirá un castigo. La Ley nunca remite ni un céntimo de la deuda, dice: “Pecado, castigo”. Están vinculados entre sí con cadenas diamantinas. Están atados y no se pueden separar. La Ley no habla de pecado y misericordia. La misericordia viene en el Evangelio. La Ley dice: “Peca y muere”. Transgredir es ser castigado, “Pecado e Infierno”. Así están unidos entre sí.

 

Déjame pecar una vez e ir al pie de la severa justicia que con ojos vendado sostiene la balanza. Entonces le diré: “¡Oh! Justicia, recuerda, una vez fui santo, recuerda que en tal y tal ocasión guardé la Ley”. “Sí”, dice la Justicia, “todo lo que te debo lo tendrás. No te castigaré por lo que no has hecho. Pero ¿recuerdas este crimen, oh pecador? Y ella pone el peso del lado del contrapeso. El pecador tiembla y clama: “¿Pero no puedes olvidar eso? ¿No lo desecharás?” “No”, dice la justicia y pone otro peso. “Pecador, ¿recuerdas este crimen?” “¡Oh!”, dice el pecador, “¿no quieres olvidar por el amor de la misericordia?” “No tendré piedad”, dice la Justicia. “La misericordia tiene su propio palacio, pero aquí yo no tengo nada que ver con el perdón. La misericordia pertenece a Cristo. Si te salvas por la justicia, debes estar lleno de ella. Si vienes a mí para salvación, no permitiré que la misericordia te ayude, ella no es mi asistente. Estoy aquí sola sin ella”.

 

Y de nuevo, mientras sostiene la balanza, pone otra iniquidad, otro crimen, otra transgresión enorme, y cada vez que el hombre ruega y ora para que pase eso. La justicia dice: “No, debo imponer la pena. He jurado que lo haré y lo haré”. ¿Puedes encontrar un sustituto para ti? Si puedes, ahí está el único camino que tengo para la piedad. Pero exigiré de ese Sustituto, aun de Sus manos, la máxima jota y tilde de la Ley. No disminuiré nada, soy la justicia de Dios, severa e inquebrantable. “No alteraré, ni mitigaré la pena”. Todavía sostiene la balanza. La súplica es en vano. “¡Nunca cambiaré!” Ella clama: “Tráeme la sangre, tráeme el precio máximo. Lógralo, o de lo contrario, pecador, morirás.

 

Ahora bien, amigos míos, les pido que consideren la espiritualidad de la Ley, la perfección que requiere y su inquebrantable severidad, ¿están preparados para quitar el aguijón de la muerte en sus propias personas? ¿Tienen la esperanza de vencer el pecado por ustedes mismos? ¿Puedes confiar en que por algunas obras justas aún puedes cancelar tu culpa? Si así lo crees, ¡vete, insensato, vete! ¡Oh loco, vete! Ocupaos en vuestra propia salvación con temor y temblor, sin el Dios que obra en nosotros. Anda, retuerce tu cuerda de arena. Anda, construye una pirámide de aire. Anda, prepara una casa con burbujas y piensa que es para siempre. Pero sé que será un sueño con un terrible despertar, porque como un sueño, cuando despiertes despreciarás por igual tu imagen y tu propia justicia. “El poder del pecado es la Ley”.

 

 

III. Pero ahora, en último lugar, tenemos ante nosotros LA VICTORIA DE LA FE.

 

El cristiano es el único campeón que puede herir al dragón de la muerte, pero aún ni siquiera él puede hacerlo por sí mismo; pero cuando lo haya hecho, exclamará: “Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo”. Un momento y les mostraré cómo el cristiano puede mirar la muerte con satisfacción por los méritos de Jesucristo.

 

1. Cristo ha quitado la fuerza del pecado a este respecto, ya que Él ha quitado la Ley. Ya no estamos bajo servidumbre, sino bajo la gracia. La ley no es nuestro principio rector, sino que lo es la gracia. No me malinterpretes. El principio de la Ley es que yo debo hacer una cosa, es decir, “hacer o ser castigado, hacer y ser recompensado”; esta no es la razón en la vida del cristiano. Su principio es la gracia. “Dios ha hecho todo por mí, ¿qué debo hacer yo por Él?” No estamos bajo la Ley en ese sentido sino bajo la gracia.

 

Entonces, Cristo ha quitado la Ley en este sentido, Él la ha cumplido completamente. La Ley exige una justicia perfecta. Cristo dice: “Ley, tú tienes la justicia perfecta, encuéntrame fallas. Soy el Sustituto del pecador, ¿no he guardado Tus mandamientos? ¿En qué he violado tus estatutos?” “Ven aquí, amada mío”, dice y luego clama a la Justicia: “¿Encuentras falta en este hombre? Le he puesto mi manto. Lo he lavado con Mi sangre. Lo he limpiado de su pecado. Todo el pasado se ha ido. En cuanto al futuro, lo he asegurado mediante la santificación. En cuanto a la pena, Yo mismo la he soportado. En un proyecto tremendo de amor, he bebido hasta dejar seca la destrucción de ese hombre. He sufrido lo que él debería haber sufrido. He soportado las agonías que él debería haber soportado. Justicia, ¿no te he satisfecho? ¿No dije sobre el madero “Consumado es, consumado es?” ¿Y no coincidisteis con Mis dichos? ¿No he hecho una afirmación tan completa? ¿No he realizado una expiación tan completa que ahora no hay necesidad de que este hombre muera y expíe su culpa? ¿No completé la justicia perfecta de este pobre espíritu, una vez condenado pero ahora justificado?” “Sí”, dice la Justicia, “estoy muy satisfecha y aún más contenta que si el pecador hubiera traído su propia justicia inmaculada”.

 

¿Y ahora qué dice el cristiano después de esto? Audazmente llega a los reinos de la muerte y al entrar por las puertas, clama: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios?” Y cuando lo ha dicho, el dragón deja caer su aguijón, y desciende a la tumba. El cristiano pasa por el lugar donde los demonios yacen con grilletes de hierro. Ve sus cadenas y mira dentro de la mazmorra donde habitan. Y mientras pasa por la puerta de la prisión, grita: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios?”. Gruñen y muerden sus ataduras de hierro y protestan en secreto, pero no pueden acusarlo de nada.

 

Ahora míralo subir a lo alto. Se acerca al Cielo de Dios, viene ante las puertas y la fe triunfalmente grita: "¿Quién acusará a los escogidos de Dios?" Y una voz viene de adentro: “Cristo no, porque ha muerto. Dios no, porque Él ha justificado”. Recibida por Jesús, la fe entra en el Cielo y de nuevo clama: “¿Quién?”, incluso aquí entre los inmaculados y redimidos, “¿culparán de algún cargo a los escogidos de Dios?”

 

Ahora la Ley está cumplida, el pecado se ha ido. Y ahora seguramente no debemos temer la picadura del dragón, sino que podemos decir como lo hizo Pablo, cuando se elevó a la majestad de la poesía, una poesía tan hermosa, que el mismo Papa tomó prestadas sus palabras, sólo transponiendo las oraciones: “¿Oh sepulcro, donde está tu victoria? ¿Oh muerte, dónde está tu aguijón?”

 

Si fuera necesario esta noche, podría hablarles acerca de la resurrección y podría decirles cuánto quita el aguijón de la muerte. Pero me limitaré al simple hecho de que “el aguijón de la muerte es el pecado”, que “el poder del pecado es la Ley”, y que Cristo nos da la victoria, al arrebatar el aguijón quitando la fuerza del pecado por Su perfecta obediencia.

 

Ahora bien, señores, ¿cuántos hay aquí que tengan alguna esperanza de que Cristo Jesús murió por cada uno de ustedes? Me estoy acercando demasiado a vuestra intimidad. Cuando esta noche, muy solemnemente les hago esta pregunta, la hago estando en la presencia de Dios, para librar mi cabeza de la sangre de ustedes. Mientras me pongo de pie y apelo con toda la seriedad de que este corazón es capaz, les pregunto: ¿Están preparados para morir? ¿Se les perdonará el pecado? ¿Se cumplirá la Ley? ¿Pueden ver la diferencia con claridad?

 

“¿De la sangre redentora del alma de Cristo,

Con la seguridad divina sabiendo,

Que Él hizo tu paz con Dios?”

 

¡Oh! ¿Puedes poner ahora una mano sobre tu corazón y la otra sobre la Biblia y decir: “La Palabra de Dios y yo estamos de acuerdo”? El testimonio del Espíritu aquí y el testimonio allá son uno. He renunciado a mis pecados, he renunciado a mis malas prácticas. He aborrecido mi propia justicia. No confío en nada más que en las obras de Jesús. Simplemente dependo de Él.

 

“Nada en mis manos traigo

Simplemente a Tu Cruz me aferro”.

 

Si es así, si murieras donde estás, la muerte súbita sería una gloria súbita. Pero, queridos oyentes, ¿Debo ser fiel con ustedes? ¿O debo mentirles? ¿Qué diré? Diré que no hay muchos aquí los que, cada vez que la campana toca la partida de un alma, bien podrían hacerse esta pregunta: “¿Estoy preparado?” Y la verdad es que deben decir “No”. No me convertiré en Profeta esta noche, pero es correcto que deba decirlo; me temo que ni la mitad de ustedes están preparados para morir. ¿Acaso, no es verdad?

 

Permitan que el predicador les haga esta pregunta: “¿Estás preparado para encontrarte con su hacedor cara a cara?” Oh, siéntense en sus asientos y aleccionen sus almas con esa solemne pregunta. Que cada uno se pregunte: “¿Estoy preparado para ser llamado a morir?” Me parece oír a alguien decir con confianza: “Sé que mi Redentor vive”. “El que piensa estar firme, mire que no caiga”. Y escucho a otro decir con acento tembloroso:

 

“Un gusano culpable, débil e indefenso,

En los brazos bondadosos de Cristo caigo.

Él es mi Fuerza y ​​Justicia,

Mi Jesús y mi Todo”

 

¡Sí, estas son dulces palabras! Preferiría haber escrito ese único verso que el “Paraíso perdido” de Milton. Es una imagen incomparable de la verdadera condición del alma creyente. Pero escucho a otro decir: “No responderé a una pregunta como esa, hoy no me voy a aburrir; puede que haga mal tiempo afuera y no quiero que me pongan melancólico”.

 

Joven, joven, sigue tu camino, deja que tu corazón te alegre en los días de tu juventud, pero por todo esto, el Señor te traerá a juicio. ¿Qué harás, espíritu indiferente cuando tus amigos ya no estén y tengas que estar a solas con Dios? Joven, ahora no te gustará estar solo, ¿verdad? Una hoja que caiga te asustará. Estar solo una hora te traerá una insufrible sensación de melancolía, pero estarás solo con Dios y tu tristeza será porque será con ¡Dios, tu enemigo!

 

¿Cómo te irá en las crecidas del Jordán? ¿Qué harás cuando Él te tome de la mano al anochecer de tus días y te pida cuentas? Cuando Él diga: “¿Qué hicisteis al principio de vuestros días? ¿Cómo pasaste tu vida?” Cuando Él te pregunte: “¿Dónde estuviste en los años de tu madurez?” ¿Cuándo te pregunta acerca de tus sábados desperdiciados y te pregunte cómo los pasaste en tus últimos años?” ¿Qué vas a decir entonces? Sin palabras, sin una respuesta estarás de pie.

 

¡Oh, les ruego, ustedes que se aman a sí mismos, cuídense! Incluso ahora comiencen a considerar los asuntos solemnes de la vida eterna. ¡Oh!, no digan, “¿Por qué tan serio? ¿Por qué con tanta prisa?” Señores, si los viera acostados en sus camas y sus casas estuvieran en llamas, el fuego podría estar en el fondo de la casa y podrían dormir seguros durante los próximos cinco minutos. Pero con todas mis fuerzas los sacaría de sus camas, o gritaría: “¡Despierten! ¡Despierten! Las llamas están debajo de ustedes.

 

Así pasa con algunos de ustedes que están durmiendo sobre la boca del Infierno, dormitando sobre el abismo de perdición, ¿no trataría despertarlos? ¿No podría apartarme un poco de las reglas clericales y hablarles como quien habla al prójimo a quien ama? ¡Ay!, si no les amara, no necesitaría estar aquí. Y si estoy, es porque deseo ganar sus almas; y si es posible, para ganar para mi Maestro algún honor, derramando mi corazón ante ustedes. 

   

Vive el Señor, pecador, estás parado en una sola tabla sobre la boca del infierno y esa tabla está podrida. Estás colgando sobre el abismo sólo de una cuerda y sus hilos se están rompiendo. Eres como ese hombre de antaño, a quien Dionisio colocó en la cabecera de la mesa; y delante de él había un banquete exquisito, pero el hombre no comió, porque directamente sobre su cabeza había una espada suspendida por un cabello. Tú también, pecador. Deja que tu copa esté llena, deja que tus placeres sean altos, deja que tu alma se eleve, pero ¿ves la espada?

 

La próxima vez que te sientes en el teatro, mira hacia arriba y mira esa espada. La próxima vez que estés en una taberna, mira esa espada. La próxima vez que desprecie las reglas del Evangelio de Dios en tu negocio, mira esa espada. Aunque no la veas, está ahí. Incluso ahora puedes escuchar a Dios diciéndole a Gabriel: “Gabriel, ese hombre que está sentado en su asiento en este salón, está escuchando, pero como si no escuchara, desenvaina tu espada. Deja que la reluciente espada corte ese cabello, deja que el arma caiga sobre él y divida su alma y cuerpo”.

 

Pero, ¡Detente Gabriel, detente! Aguarda al hombre un rato. Dale todavía una hora para que se arrepienta. Oh, que no muera. Ciertamente, ha estado aquí estas diez o doce noches y ha escuchado sin una lágrima. Pero detente, tal vez pueda arrepentirse todavía.

 

Jesús respalda mi súplica y clama: “Perdónale otro año más, hasta que cave a su alrededor y excrete estiércol, y aunque ahora lo cubra la tierra, aún puede dar fruto, para que no sea cortado y echado al fuego”. Te agradezco, oh Dios, que no lo cortaras esta noche. Pero mañana puede ser su último día.

 

Puede que nunca vea salir el sol, aunque lo hayas visto ponerse. Ten cuidado. Escucha la Palabra de Dios, y parte de este lugar con Su bendición. “Todo aquel que creyere en el nombre del Señor Jesucristo, será salvo”. “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”. “Por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos”. “Al que a Él viene, no le echa fuera”. Amen.

 

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