SANA DOCTRINA - Ministerio de Difusión Bíblica

Pecados Cometidos Por Ignorancia

 

Sermón predicado la mañana del domingo 25 de noviembre, 1877

Por Charles Haddon Spúrgeon

En el Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres

 

 

“Finalmente, si una persona pecare, o hiciere alguna de todas aquellas cosas que por mandamiento de Jehová no se han de hacer, aun sin hacerlo a sabiendas, es culpable, y llevará su pecado. Traerá, pues, al sacerdote para expiación, según tú lo estimes, un carnero sin defecto de los rebaños; y el sacerdote le hará expiación por el yerro que cometió por ignorancia, y será perdonado”. Levítico 5: 17, 18.

 

Nuestro texto supone que los seres humanos pueden hacer cosas prohibidas sin darse cuenta; es más, no sólo lo supone, sino que lo da por sentado y establece una medida pertinente. La ley de Levítico contenía estatutos especiales para pecados cometidos por ignorancia, y una de sus secciones comienza con estas palabras: “Cuando alguna persona pecare por yerro (por ignorancia) en alguno de los mandamientos de Jehová”. Si leen en algún rato disponible los capítulos cuatro y cinco de Levítico, encontrarán que se asume, primero que nada, que un sacerdote puede pecar. La ley mosaica hace caso omiso de sacerdotes infalibles y de papas infalibles. Más bien era sabido y reconocido que los sacerdotes podían pecar y que podían hacerlo también por ignorancia. “Los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría”, pero como estaban rodeados de debilidades, aprendían a tener compasión del ignorante ya que les quedaba claro que ellos mismos no eran perfectos en entendimiento. En el capítulo cuarto se prescribe un sacrificio por “si el sacerdote ungido pecare según el pecado del pueblo”. El que ocupaba el cargo de mayor responsabilidad, quien debería estar más enterado de la cosas de Dios, podía errar a pesar de todo debido a algún mal entendido, a algún olvido o a la ignorancia. Los sacerdotes eran maestros, pero también necesitaban aprender. Como dice Trapp: “Los pecados de los maestros son maestros de los pecados”, y por eso no eran ignorados, sino que debían ser expiados por medio de los sacrificios por la culpa. Más adelante en el mismo capítulo se admite que un jefe podía pecar (véase el versículo 22). Un jefe debía conocer a fondo la ley que tenía que administrar, pero aun con todo pudiera no haber conocido todos los puntos, por lo que podía errar; por eso está escrito: “Cuando pecare un jefe, e hiciere por yerro algo contra alguno de todos los mandamientos de Jehová su Dios sobre cosas que no se han de hacer, y pecare; luego que conociere su pecado que cometió, presentará por su ofrenda un macho cabrío sin defecto”. No existía ninguna ficción entre los judíos respecto a que el rey no podía hacer nada malo, pues sin importar cuán excelentes fueran sus intenciones, podría estar desinformado respecto a la ley divina y caer en el error. Los errores de los líderes son muy fecundos en la reproducción del mal, y, por tanto, ellos tenían que arrepentirse y ofrecer un sacrificio expiatorio para que fueran quitados. Se consideraba también que era muy probable que, de acuerdo a la ley, cualquiera podía caer en pecados de ignorancia, pues en el capítulo 4 y versículo 27, leemos: “Si alguna persona del pueblo pecare por yerro, haciendo algo contra alguno de los mandamientos de Jehová”. El pecado, aun de la persona menos relevante, no debía ser tolerado ni ignorado como una mera trivialidad, aun cuando esa persona pudiera argumentar ignorancia de la ley. No debía decirse: “Oh, se trata de una persona muy insignificante; lo hizo por error, y, por tanto, no hay necesidad de darle ninguna importancia al hecho”; sino que, por el contrario, también debía traer su sacrificio por la culpa para que el sacerdote hiciera expiación por ella. La ignorancia era lo bastante común entre la gente del pueblo, y con todo, no constituía una licencia para ellos, ni los exoneraba de culpa.

 

Pero, queridos amigos, no necesitamos recurrir a estas referencias de la Escritura, pues estamos muy convencidos tanto por nuestra propia observación como por el veredicto de nuestra propia experiencia, que los pecados cometidos por ignorancia son posibles, pues nosotros mismos hemos pecado a menudo de esa manera, y hemos tenido que lamentarlo profundamente cuando nos hemos convencido de ello. Ya no haríamos de nuevo muchas cosas que nos permitíamos hacer, pues vemos su mal, aunque antes las hubiéramos juzgado lo suficientemente buenas. Una conciencia iluminada lamenta los pecados cometidos por ignorancia, cosa que nunca haría si fuesen errores inocentes.

 

La palabra traducida como “ignorancia” podría ser traducida también como inadvertencia. La inadvertencia es un tipo de ignorancia actuada: el hombre frecuentemente hace el mal debido a la irreflexión, por no considerar la importancia de su acción o por no pensar en absoluto. Anda dando traspiés, descuidada y apresuradamente, en la opción que se le presenta primero y yerra por no verificar que hubiere sido recta. Cada día se cometen muchos pecados de este tipo. No existe la intención de obrar el mal, pero con todo, se obra el mal. La negligencia culpable genera mil ofensas. “La irreflexión y la insensibilidad engendran el mal”. Los pecados de inadvertencia, por tanto, son indudablemente abundantes entre nosotros, y en estos días de ajetreo, de irreflexión, días de viajes en trenes, son propensos a aumentar. No nos damos el tiempo suficiente para examinar nuestras acciones. No guardamos con diligencia nuestros pasos. La vida debería ser una cuidadosa obra de arte en la que cada una de sus líneas y de sus matices debería ser fruto del estudio y del pensamiento, como las pinturas del gran maestro que solía decir: “yo pinto para la eternidad”; pero, ay, la vida es emborronada a menudo como esas apresuradas producciones del paisajista en las que sólo el efecto del momento es considerado, y el lienzo se convierte en un mero manchón de colores pintados a toda prisa. Parecemos decididos a hacer mucho en vez de hacerlo bien; queremos cubrir espacio en vez de querer alcanzar la perfección. Eso no es sabio. Oh, que cada pensamiento fuera conformado a la voluntad de Dios.

 

Ahora bien, viendo que hay pecados que son cometidos por ignorancia y pecados que son cometidos inadvertidamente, ¿qué pasa con respecto a ellos? ¿Conllevan alguna culpa real? En nuestro texto tenemos la mente y el juicio del Señor, no los de la iglesia o de algún teólogo eminente, sino los del propio Señor, y por tanto, permítanme leerlos una vez más para ustedes. “Si una persona pecare, o hiciere alguna de todas aquellas cosas que por mandamiento de Jehová no se han de hacer, aun sin hacerlo a sabiendas, es culpable, y llevará su pecado”. Los pecados cometidos por ignorancia, entonces, son pecados reales que necesitan expiación, porque nos involucran en la culpa. Con todo, debemos entender claramente que difieren grandemente, en su grado de culpa, de los pecados conocidos e intencionales. Nuestro Señor nos enseña eso en los Evangelios, y nuestra propia conciencia nos dice que así debe ser. El Salvador lo expresa así: “Aquel siervo que conociendo la voluntad de su señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes. Mas el que sin conocerla hizo cosas dignas de azotes, será azotado poco”. El que no conocía la voluntad de su Señor fue menos castigado que el ofensor intencional, pero aun así fue castigado, y recibió unos azotes, y unos cuantos azotes son muchos más de lo que ustedes y yo pudiéramos desear recibir. Los mínimos azotes provenientes de la mano de la justicia bastarán para afligirnos gravemente. Un golpe ha bastado para que hombres buenos se revuelquen en el polvo y giman de aflicción. Los pecados cometidos por ignorancia son castigados pues el profeta dice (Isaías 5: 13): “Mi pueblo fue llevado cautivo, porque no tuvo conocimiento”, y también Oseas dice: “Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento”. Pablo también se expresa así: “cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios”. Éstos deben ser castigados, parece, aunque en la amenaza se mencione su pecaminosa ignorancia.

 

Sí, y según mi texto, en la ignorancia misma hay pecado pues el versículo dieciocho declara: “el sacerdote le hará expiación por el yerro que cometió por ignorancia”. La ignorancia de la ley entre quienes moran en el campamento de Israel es esencialmente pecaminosa. El israelita no se podía permitir ser ignorante. La ley era clara y estaba a su alcance. Si descuidaba el estudio del estatuto y lo quebrantaba, no podía ser excusado por su negligencia en vista de que su negligencia era en sí misma un acto de omisión censurable. La deliberada ignorancia de la voluntad del Señor es pecado en sí misma, y el pecado que origina es grave a los ojos del Señor nuestro Dios.

 

Bendito sea Dios porque la solemne declaración del texto concerniente a la culpa de los pecados cometidos por ignorancia no necesita conducirnos a la desesperación, pues permitió un sacrificio para expiarla. Al descubrir su error, el ofensor podía traer su ofrenda y pagar el dinero de la transgresión por cualquier daño que hubiere causado por su acción; y fue dada una promesa en conexión con el sacrificio expiatorio que sin duda era realizado con frecuencia por el individuo de contrito corazón: “y será perdonado”.

 

Esta mañana no nos toca intentar buscar una excusa, sino buscar el perdón. Que el Espíritu Santo de Dios obre en nosotros una confesión sincera de ese pecado que no fue cometido a sabiendas, y mientras lo confesamos, que el divino Espíritu aplique la sangre preciosa para que podamos experimentar un dulce sentimiento de perdón. Que el Señor nos conduzca a regocijarnos en la verdad de que “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”.

 

La enseñanza de mi texto hace tres cosas sobre las que voy a hablar. Primero, por ella, el mandamiento es honrado; en segundo lugar, por ella, la conciencia es iluminada; en tercer lugar, por ella, el sacrificio es encarecido.

 

I. Por la declaración divina de que los pecados de ignorancia son pecados reales, EL MANDAMIENTO DE DIOS ES HONRADO. No necesito multiplicar las palabras para demostrar que así es. Por esta solemne sentencia la ley es elevada a un lugar de pasmosa dignidad. Si realmente es así, que quebrantar uno de sus preceptos nos involucra en la culpa aun sin hacerlo a sabiendas, entonces la ley es en verdad entronizada en una terrible eminencia y ceñida con fuego.

 

Ampliando este pensamiento quisiera observar, primero, queridos amigos, que mediante esto la ley es constituida como suprema autoridad sobre los hombres. La ley es suprema, mas no la conciencia. La conciencia es iluminada de manera diferente en diferentes hombres, y para la apelación definitiva en cuanto a lo bueno y lo malo no puede recurrirse a tu conciencia que está medio ciega ni a la mía. Yo podría condenar lo que tú permites, y tú difícilmente tolerarías lo que yo apruebo: ninguno de nosotros es juez, pero todos somos igualmente culpables cuando somos juzgados por la ley. La apelación definitiva se hará a “Así ha dicho el Señor”, a la propia ley, que es la única norma perfecta por medio de la cual pueden ser medidos los actos y las acciones de los hombres. La ley, desde la supremacía a la que este texto la eleva, nos dice: “No serás excusado porque tu conciencia no fuera iluminada, ni porque fuera tan perversa como para poner lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo. Mis exigencias son las mismas en cada jota y tilde, sin importar lo que tu conciencia condene o permita”. La conciencia ha perdido mucho de su sensibilidad debido a la Caída, pero la ley no es rebajada para que se adapte a nuestro pervertido entendimiento. Si quebrantamos la ley, aunque nuestra conciencia no nos culpe y ni siquiera nos informe del mal, con todo, el hecho queda registrado en contra nuestra; debemos llevar nuestro pecado.

 

La ley está por sobre la opinión humana, pues este hombre dice: “tú puedes hacer eso”, y un segundo individuo reclama que puede hacer otra cosa, pero la ley no cambia según el juicio del hombre, ni se doblega al espíritu de los tiempos o al gusto de la época. Es el juez supremo, y para su decisión infalible no hay apelación. Lo bueno es bueno aunque todos lo condenen, y lo malo es malo aunque todos lo aprueben. La ley es la balanza del santuario que tiene una precisión milimétrica y es sensible aun a la más pequeña partícula de polvo de la balanza. Las opiniones difieren continuamente, pero la ley es una e invariable. De acuerdo a la sensibilidad moral del hombre será su estimación del acto que realiza, pero ¿quisieras tener una ley que varíe de acuerdo al voluble juicio del hombre? Si tú deseas tal cosa, la infinita sabiduría de Dios lo prohíbe. La ley es una cantidad fija, una norma establecida, y si nos quedamos cortos en cuanto a ella, aunque no lo sepamos, somos culpables y debemos llevar nuestra pecado a menos que se realice una expiación.

 

Esto exalta a la ley por encima de la costumbre de las naciones y de las épocas, pues los hombres son muy proclives a decir: “Es cierto que hice tal y tal cosa que no podría haber defendido en sí misma pero, por otra parte, esa es la práctica comercial, otras casas lo hacen, la opinión general y el consenso público han endosado esa práctica; por tanto, yo no veo cómo podría actuar de manera diferente a los demás, pues si lo hiciera sería muy singular, y probablemente terminaría perdiendo gracias a mi escrupulosidad”. Sí, pero las prácticas de los hombres no son la norma de lo recto. Donde al principio han estado en lo correcto debido a una fuerte influencia cristiana, la tendencia para ellos es a deteriorarse y a quedar por debajo de la norma apropiada. El hábito, la práctica inveterada y la universalidad de lo malo, al final permiten a los hombres llamar a lo falso verdadero, pero no hay ningún cambio real obrado por eso; lo malo acostumbrado sigue siendo algo malo y la mentira universal sigue siendo una falsedad. La ley de Dios no ha sido modificada; nuestro Señor Jesús dijo: “Más fácil es que pasen el cielo y la tierra, que se frustre una tilde de la ley”. La ley divina invalida a la costumbre, a la tradición y a la opinión; su efecto sobre la norma eterna es el mismo que tiene la caída de una hoja sobre las estrellas del cielo. “Si alguna persona hiciere alguna de todas aquellas cosas que por mandamiento de Jehová no se han de hacer, aun sin hacerlo a sabiendas, es culpable”. Ninguna costumbre en el mundo puede convertir a lo malo en bueno, y si todos los millones que hayan vivido desde Adán hasta la fecha hubieren hecho algo malo y hubieren declarado que era bueno, eso no hubiera generado ninguna diferencia moral en el acto malo. Por mucho que un vicio sea blanqueado con cal nunca puede ser convertido en una virtud. El mandamiento de Dios permanece firme para siempre, y quien lo quebranta tiene que recibir su castigo. Pueden ver entonces que por la declaración de mi texto la ley es entronizada en el lugar de reverencia.

 

Noten además que si un pecado de ignorancia nos hace culpables, ¿qué no hará un pecado deliberado? ¿No perciben de inmediato cómo la ley es exaltada por ésto? Pues si una transgresión inadvertida cubre el alma de un pecado que no puede ser quitado sin un sacrificio, entonces, ¿qué diremos de aquellos que a sabiendas y advertidos, con maliciosa premeditación, quebrantan los mandamientos de Dios? ¿Qué diremos de aquellos que, una, y otra, y otra vez, siendo censurados a menudo, endurecen su cerviz y continúan en sus iniquidades? Seguramente su pecado es sumamente grave. Si me vuelvo un transgresor al quebrantar una ley que ignoraba, ¿cómo seré llamado si, a sabiendas, presuntuosamente alzo mi mano para desafiar al legislador y violar Sus estatutos?

 

Así también, queridos amigos, por la enseñanza de nuestro texto, los hombres fueron conducidos a estudiar la ley; pues si eran del todo de recto corazón decían: “Debemos saber lo que Dios quiere que hagamos. No queremos dejar de cumplir Sus mandamientos, o cometer transgresiones contra Sus preceptos prohibitivos por no conocerlos mejor”. Acudían, entonces, a los profetas y a otros maestros y les preguntaban: “Dinos cuáles son los estatutos de la ley. ¿Qué ha ordenado Jehová?”. Los hombres de mente recta eran guiados por un deseo de obedecer y de convertirse en ávidos estudiantes de la voluntad de Dios. Yo confío, amados amigos, que también seremos inducidos a hacerlo. Con el objeto de no quebrantar la ley por desconocer sus mandamientos, convirtámosla en nuestro estudio continuo. Escudriñémosla de día y de noche. Debe ser nuestra consejera y la guía de nuestras vidas. Sea esta la oración de cada uno de nosotros: ‘enséñame, oh Dios mío, lo que no sé. Hazme entender el camino de Tus mandamientos; que no sea como el caballo,  o como el mulo, sin entendimiento, sino alumbra lo más íntimo de mi corazón, no sea que transgreda ignorantemente Tus mandamientos’.

 

Pueden ver así que la ley era glorificada en medio de Israel, y los hombres eran conducidos a escudriñarla para saber qué era lo que el Señor requería de ellos. Un santo temor los impulsaba a una diligente lectura de los mandamientos para evitar caer en pecado inadvertidamente. Así eran frenados a menudo cuando estaban a punto de cometer un acto apresurado y eran inducidos a preguntarse: “¿Qué quiere el Señor que hagamos?” Sin una ordenanza como la de nuestro texto, habrían podido actuar apresuradamente, y haber pecado, y haber pecado repetidamente en la torpe prisa de un espíritu irreflexivo; pero así eran frenados en su inconsciencia, eran llamados a la consideración y eran conducidos a tener siempre delante de ellos el temor de Dios. De esa manera se les advertía que tenían que considerar sus acciones y examinar sus caminos, no fuera que por culpa de la irreflexión pecaran en contra de la ley.

 

Y verán de inmediato, amados, que esto conducía a todo israelita sincero a enseñar la ley de Dios a sus hijos, no fuera que sus hijos erraran por culpa de la ignorancia o de la inadvertencia. El judío piadoso enseñaba escrupulosamente a sus hijos todo lo concerniente a la pascua y a las fiestas anuales, al sacrificio diario y a la adoración del templo, y lo pertinente al servicio de Dios; los hacía aprender la ley moral, y se esforzaba, hasta donde le era posible, para alumbrar su conciencia, sabiendo que “El alma sin ciencia no es buena”. Le decía a su hijo: “Retén el consejo, no lo dejes; guárdalo, porque eso es tu vida”. Sin conocimiento, el hombre cae en muchas trampas y lazos que la luz verdadera le habría permitido evitar; los hombres buenos, por tanto, dedicaban mucho tiempo a instruir a sus familias. “Venid, hijos”, -decían- “oídme; el temor de Jehová os enseñaré”. Eran celosos también de dar a conocer la ley en la medida de lo posible, diciéndole cada uno a su vecino: “Conoce a Jehová”. El temor de cometer pecados por ignorancia era un acicate para la educación nacional, y tendía grandemente a hacer que todo Israel honrara a la ley del Señor. Concluyo estos pensamientos notando que para mí el poder de revelar el pecado que tiene la ley es exhibido maravillosamente conforme leo mi texto. Yo sé que la ley es sumamente amplia, yo sé que su ojo es como el de un águila, y sé que su mano es pesada como el hierro, pero cuando descubro que me acusa de pecados que no tenía la intención de cometer, que escudriña las partes secretas de mi alma, y que saca a la luz lo que mi propio ojo de autoexamen no ha visto nunca, entonces me domina el temblor. Cuando descubro que puedo presentarme delante del tribunal de Dios y ser acusado de iniquidades que seré muy incapaz de negar, pero de las que en este momento no estoy consciente del todo, entonces soy abatido hasta el polvo. ¡Qué ley ha de ser esta! ¡Qué luz es esta bajo la que nuestra conducta es colocada! Si comparas tu carácter lado a lado con el de tu semejante, es posible que empieces a elogiarte; si lo miras a la tenue luz de la vela de la opinión pública, es posible que comiences a adularte; incluso si no vas más allá de una diligente búsqueda con la ayuda de tu propio juicio, podrías quedarte más o menos tranquilo todavía; pero si la luz bajo la que estaremos al final será la luz de la propia pureza inefable de Jehová, si Su omnisciencia detecta iniquidad donde nosotros no la hemos percibido, y si Su justicia visita el pecado cuando ni siquiera estábamos conscientes de él, nuestra posición es solemne, en verdad. ¡Qué ley es ésta que obliga a los hombres! ¡Cuán severa y escudriñadora! ¡Cuán santo y cuán puro habrá de ser Dios mismo! ¡Oh, Tú, tres veces santo Jehová, nos encontramos sobrecogidos ante Ti! Los cielos no son limpios delante de Tus ojos y notas necedad en Tus ángeles, ¿cómo entonces podremos ser justos contigo? Después de leer esto en Tu propia palabra, vemos cuán justamente Tú nos acusarás de necedad, y cuán imposible es que esperemos ser justificados a Tus ojos por alguna justicia propia nuestra. Así, hermanos míos, vemos que la ley es honrada.

 

II. En segundo lugar, por la enseñanza del texto, LA CONCIENCIA ES DESPERTADA. Siento como si un gran golfo se abriera a mis pies cuando leo estas palabras: “Si una persona pecare, o hiciere alguna de todas aquellas cosas que por mandamiento de Jehová no se han de hacer, aun sin hacerlo a sabiendas, es culpable, y llevará su pecado”. Tú sabes, querido amigo, que eres un pecador deliberado, y has quebrantado la ley de Dios conscientemente; pero si puedes ser un pecador, aun sin serlo a sabiendas, cómo se desplaza la tierra sólida lejos de tus pies como en un terrible terremoto, y al igual que Coré, Datán y Abiram, te quedas aterrado al tiempo que el fuego consumidor sale del misterioso abismo. Nada de lo que es humano puede considerarse seguro después de esto. Piensa en los pecados que pudiste haber cometido; pecados de pensamientos que han atravesado demasiado rápidamente por tu mente para que los recuerdes, pensamientos que pasan por tu mente como meras imaginaciones, como nubes que flotan arriba en el cielo, que arrojan una sombra voladora sobre el paisaje y se disipan. Piensa en tus malos pensamientos, en tu placer al oír acerca de la inmundicia, en tus deseos, ambiciones, y excusas por el mal: todas esas cosas son iniquidades. Luego, también, nuestras palabras, nuestras precipitadas palabras de ira, de falsedad, de petulancia y de orgullo; nuestras palabras ociosas, nuestras palabras murmuradoras, nuestras palabras incrédulas, nuestras palabras irreverentes; palabras difícilmente intencionales, dichas casi sin pensar; ¡de qué multitud de ellas podríamos ser acusados, y todas ellas están llenas de pecado! Y acciones de las que nos hemos excusado por completo porque nunca las hemos visto a la luz de Dios, sino que nos hemos contentado con mirarlas bajo el débil rayo de la costumbre: ¿acaso no son muchas las acciones que contienen pecado? ¡Cuando pienso en todas las formas de mal me veo forzado a temer que mucho de nuestra vida pudo haber sido un continuo pecado, y que, con todo, tal vez nunca nos hayamos condenado o ni siquiera hayamos pensado al respecto! Recuerden ese gran mandamiento: “Amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas”. ¡Cuán cortos nos hemos quedado de eso tú y yo! Mentalmente no hemos servido a Dios a la perfección, ni tampoco los afectos lo han amado con toda la intensidad posible, ni el alma con sus deseos ha ido tras Él tan ávidamente como debería. Verdaderamente somos culpables, mucho más culpables de lo que podamos imaginar jamás. Y en cuanto al segundo mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, ¿quién de nosotros lo ha cumplido? ¿Hemos amado a nuestros semejantes con un amor que se haya aproximado siquiera a nuestro amor por nosotros mismos? ¡Oh, Dios, entre las variadas luces de Tus diez mandamientos, todos ellos incorporados en la blanca luz de esa importantísima palabra: “amor”, quedamos convictos, y percibimos que nuestra ignorancia no nos ofrece ningún abrigo! Oímos Tu voz y temblamos delante de ella al tiempo que Tú dices: “Aun sin hacerlo a sabiendas, es culpable, y llevará su pecado”.

 

Nuestra ignorancia, queridos amigos, es evidentemente muy grande. Yo no supongo que el cristiano más instruido aquí reclame poseer mucha sabiduría. La regla usual es que entre más sepamos más conscientes estaremos de la pequeñez de nuestro conocimiento. Nuestra ignorancia, por tanto, -puedo dar por hecho que integralmente- ha sido muy grande. Entonces, qué amplitud ha habido debajo del manto de esa niebla de ignorancia para que el pecado se oculte y se multiplique. Así como los conejos pululan en los huecos de la roca, los murciélagos en las oscuras cuevas de la tierra y los peces en los profundos abismos del mar, así nuestros pecados pululan en las partes escondidas de nuestra naturaleza. “¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos”.

 

La ignorancia de muchísimas personas es deliberada en gran medida. Muchos no leen la Biblia del todo, o muy raramente, y luego lo hacen sin desear entender su significado. Aun algunos cristianos profesantes toman su religión de la revista mensual, o de algún libro estándar escrito por un autor humano y adoptado por su denominación, pero pocos acuden a la propia Palabra de Dios; se contentan con beber de los torrentes enlodados de la enseñanza humana en vez de llenar sus copas en la fuente de cristal de la propia revelación. Ahora, hermanos, si ustedes son ignorantes de cualquier cosa concerniente a la mente y a la voluntad de Dios, en el caso de cualquiera de ustedes, no es por falta del Libro, ni por falta de un guía dispuesto a instruirlos en él; pues he aquí, el Espíritu Santo espera ser generoso con ustedes en este sentido: “Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada”. Si no lo sabemos, podemos saberlo. Nuestra ignorancia ha sido deliberada si permanecemos siendo ignorantes del Evangelio en este privilegiado país. Donde hay reconocidamente tal masa de ignorancia voluntaria, ¿quién de nosotros podría imaginar cuántas miríadas de malignas formas de pecado pululan en la lúgubre oscuridad? El príncipe de las tinieblas celebra su corte en la negrura de esa ignorancia que nosotros mismos hemos creado deliberadamente al rehusar venir a la luz. El enemigo siembra la semilla del mal por la noche; en medio de la egipciaca oscuridad el grano maldito crece hasta alcanzar una terrible madurez y producir ciento por uno. ¡Irrumpe, oh luz eterna! Irrumpe sobre la opacidad de nuestra ignorancia, no sea que se dense hasta llegar a la eterna medianoche del infierno.

 

Ahora, sería vano que alguien pensara, como me temo que algunos lo harán, que: “Dios es duro al tratar así con nosotros”. Si dices eso, oh hombre, te pido que recuerdes la respuesta de Dios. Cristo pone tu rebelde pronunciamiento en la boca del infiel que oculta su talento. Dijo: “Tuve miedo de ti, por cuanto eres hombre severo, que tomas lo que no pusiste, y siegas lo que no sembraste”. ¿Qué respondió su Señor? En lugar de excusarse, que está muy por debajo de la dignidad del grandioso Dios, aceptó la propia confesión del hombre y le dijo: “Sabías que yo era hombre severo, que tomo lo que no puse, y que siego lo que no sembré; ¿por qué, pues, no pusiste mi dinero en el banco, para que al volver yo, lo hubiera recibido con los intereses?” Si sabes que Dios es duro, o dices que lo crees, entonces recuerda cuán denodado deberías ser para alcanzar Su norma, pues, prescindiendo de cómo la llames, es la norma; considérala severa si quieres, pero es obligatoria para ti a pesar de todo, y por ella habrás de ser juzgado al final, de tal manera que no hay escape para ninguno de nosotros por inculpar a nuestro Hacedor. Es mucho más sabio someterse y ansiar la misericordia.

 

Para que nuestra doctrina parezca menos extraña, recordemos que de acuerdo a la analogía de la naturaleza, cuando las leyes de Dios son quebrantadas, la ignorancia de esas leyes no previene el castigo que recae sobre los ofensores. La ley natural es un tipo instructivo de la ley moral y espiritual, y de ella podemos recoger mucha enseñanza. Tenemos por ejemplo la ley de la gravitación, por la cual los objetos son atraídos entre sí. Es inevitable que los objetos pesados caigan a la tierra. Un hombre piensa que puede volar; se pone alas y sube a una torre; está plenamente persuadido de que está a punto de remontarse como un pájaro. Los espectadores son invitados a contemplar esa maravilla que despierta grandes expectativas. La ley de la gravitación está en contra del inventor, pero él no lo piensa así. El pobre hombre cree firmemente en su propio vuelo, pero en el momento en que salta de la torre cae a tierra y sólo se recobra su cuerpo destrozado. ¿Por qué Dios no suspendió Su ley ya que el hombre no la violó intencionalmente? No; la ley es rígida y no cambia, y quien ofende en ignorancia paga el castigo. He leído que los chinos en Pekín sufren con frecuencia severos inviernos; tienen carbón en el subsuelo pero rehúsan extraerlo por temor a desestabilizar el equilibrio de la tierra, y a provocar que el celeste imperio, que está ahora en la parte superior del universo, se invierta y quede en la parte inferior. Los chinos están plenamente conscientes de esta creencia, pero ¿se altera el clima para adaptarse a su filosofía? ¿Los calienta Dios sin carbón en invierno? De ninguna manera. Si rechazan los instrumentos para calentarse, tienen que sentir frío; su ignorancia no eleva la temperatura ni siquiera medio grado. Un médico, con el mejor propósito posible, se esfuerza por descubrir una nueva medicina para poder aliviar el dolor. Al hacer sus experimentos inhala un gas letal, desconociendo que era fatal. Muere tan inevitablemente como si hubiera tomado algún veneno deliberadamente. La ley no es suspendida para recompensar su benevolencia y para evitar el fatal resultado de su error. Prescindiendo de cuáles hubieran podido ser sus motivos, él ha quebrantado una ley natural, y le es aplicado el castigo establecido. Ciertamente, tal como sucede en el mundo natural, descubrirán que pasa lo mismo en el mundo espiritual.

 

Pero hurguemos un poco en la pregunta, a manera de argumento. Es por necesidad que debe ser de acuerdo a esta declaración. No es posible que la ignorancia sea una justificación para el pecado, pues, si lo fuera, el resultado sería que entre más ignorante sea el hombre más inocente sería. Entonces seguramente sería cierto que la ignorancia es una bienaventuranza, pues la perfecta ignorancia no tendría ninguna responsabilidad y estaría libre de todo pecado. Todo lo que ustedes y yo tendríamos que hacer para estar perfectamente libres de toda acusación, sería no saber nada. Quemar la Biblia, rehusar oír el Evangelio, y salir huyendo de la civilización sería el camino más cercano para alcanzar la libertad de toda culpa. ¿No ves que si las cosas fueran así, el conocimiento podría ser considerado como una maldición, y que la luz que Cristo trajo al mundo sería la más solemne aflicción del hombre, si brillara sobre él? Yo protesto que, en mi estado no regenerado, si hubiera estado seguro de que la ignorancia me habría librado de responsabilidad, habría cerrado toda avenida del conocimiento, y habría trabajado arduamente para permanecer en la oscuridad. Pero no puede admitirse una tal suposición; es inconsistente con los principios básicos del sentido común.

 

Si, además, la culpa de una acción dependiera enteramente del conocimiento del hombre, no tendríamos en absoluto ninguna norma fija mediante la cual juzgar lo bueno y lo malo: sería una variable de acuerdo a la iluminación de cada individuo, y no habría ninguna corte de apelación definitiva e infalible. Supongan que el código de leyes de nuestro propio país fuera construido sobre el principio de que sólo en proporción a que el hombre conozca la ley será culpable de quebrantarla; entonces un gran número de personas argumentaría verazmente ignorancia, y una mayor cantidad se esforzaría por hacerlo, y un método tan sencillo y tan fácil para obtener la absolución se volvería muy popular de inmediato. El arte de olvidar sería estudiado diligentemente, y la ignorancia se convertiría en una herencia envidiable. Habría caballeros que serían presentados por estar borrachos y alterar el orden habiendo ya pagado la multa una veintena de veces, que todavía dirían que no sabían que podrían ser castigados de nuevo puesto que ya habían pagado la multa con mucha frecuencia. Se argumentaría la ignorancia tan continuamente que prácticamente eso pondría fin a toda la ley, y los propios cimientos del estado se verían socavados. Eso no podría ser tolerado: es absurdo a primera vista.

 

Además, la ignorancia de la ley de Dios es en sí misma un quebrantamiento de la ley, puesto que se nos ordena conocerla y recordarla. Así habló el Señor por medio de Su siervo Moisés: “Pondréis estas mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma, y las ataréis como señal en vuestra mano, y serán por frontales entre vuestros ojos. Y las enseñaréis a vuestros hijos, hablando de ellas cuando te sientes en tu casa, cuando andes por el camino, cuando te acuestes, y cuando te levantes, y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas”. El conocimiento de la ley era un deber y la ignorancia un crimen. ¿Puede ser posible, entonces, que un pecado sea una excusa para otro? Rehusar escudriñar la palabra de Dios es un pecado del hombre; ¿pudiera ser que porque cometa este pecado vaya a ser excusado por las faltas a las que su deliberada ignorancia lo condujera? Eso es imposible.

 

Si los pecados de ignorancia no fueran pecados, entonces la intercesión de Cristo sería por completo una superfluidad. Ustedes recuerdan que nuestro texto el domingo pasado por la mañana fue:“(Habiendo) orado por los transgresores”, y lo ilustramos por el texto: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Pero si no hubiera pecado cuando un hombre no sabe lo que hace, ¿por qué nuestro Señor oró pidiendo perdón por la ignorancia de los transgresores? ¿Por qué pedir perdón, si no fuera nada malo? La forma correcta de pedirlo habría sido: “Padre, no te pido que los perdones, pues no hay ninguna ofensa que perdonar, en vista de que no saben lo que hacen”; pero por el hecho de que pidió el perdón queda claramente demostrado que hay culpa en el pecado de ignorancia.

 

La obra del Espíritu Santo sería también una obra mala en lugar de una obra buena para los corazones de los hombres, si la ignorancia fuera una excusa para el pecado, pues Él ha venido para convencer al mundo de pecado; pero si por no estar convencidos de pecado son inocentes de él, por qué convencerlos de pecado? ¿De qué sirve revivir una conciencia e iluminarla y hacerla sangrar por una transgresión, si no fuera una transgresión, bajo el supuesto de que la conciencia nunca fue hecha consciente de ella? ¿Quién es aquel que ha de blasfemar de tal manera contra el Espíritu Santo como para decir que Su obra es innecesaria e incluso ociosa? Por tanto, los pecados de ignorancia tienen que ser pecaminosos.

 

Consideren una consecuencia más derivada de la doctrina contraria. Entre más perverso sea un hombre, más endurecido se vuelve, y es más ignorante respecto a la belleza de la santidad. Todo el mundo sabe eso. Un pecado que turba a un niño cuando está en casa con su piadoso padre, no lo turbará cuando llegue a tener cincuenta años de edad, si se ha entregado a una vida de vicio. El hombre desciende de un pecado a otro, y, conforme desciende, sus ojos mentales y morales se debilitan, y va dejando de percibir la pecaminosidad del pecado. Si un hombre que ha alcanzado la propia cima de la infamia puede cometer cualquier atrocidad sin la menor idea de que es algo malo, si puede engañar, y mentir, y jurar, y no sé qué otras cosas más, y con todo considerar que todo eso no es nada, y que basta con limpiar su boca; si ese hombre es culpable de menor pecado por la muerte creciente de su conciencia y el limitado grado de su conocimiento espiritual, entonces verdaderamente la cosas están trastornadas. Pero no es así. La prueba de la culpa de una acción no es la conciencia del hombre, ni es su percepción del mal, ni es su conocimiento, sino es la ley misma; pues el pecado es una transgresión de la ley, ya sea que esa ley sea conocida o desconocida. El estatuto permanece inconmovible e inmutable, y el pecador, por ciego que sea, si cayere sobre él, será quebrantado.

 

Además, yo estoy seguro de que muchos de los presentes hemos de haber sentido la verdad de esto en nuestros propios corazones. Ustedes que aman al Señor y odian la injusticia deben de haber llegado en sus vidas a un punto de mayor iluminación, donde han dicho: “Veo que una cierta acción es mala; la he estado haciendo durante años, pero Dios sabe que no la habría realizado si la hubiera considerado mala. Aun ahora veo que otras personas la están realizando, y piensan que es buena; pero yo no puedo hacer más eso; mi conciencia ha recibido por fin una nueva luz, y tengo que hacer un cambio de inmediato”. En tales circunstancias, ¿alguna vez se les ocurrió decir: “lo que hice no está mal, porque no sabía que fuera malo”? Lejos de eso. Ustedes se han dicho justamente: “Mi pecado en este asunto no es tan grande como si hubiera transgredido deliberadamente con mis ojos abiertos, sabiendo que era pecado”; se han acusado de la falta, y se han lamentado de ella. Al menos yo lo he hecho. Un hombre como John Newton, quien en sus años mozos había estado involucrado en el comercio de esclavos pensando que era algo bueno, como la mayoría de los cristianos lo pensaba en aquellos días, no se excusaba en años posteriores cuando su conciencia despertó a la iniquidad de la esclavitud. ¿Piensan que el buen hombre habría dicho: “yo estaba en lo correcto al hacer lo que hacía, porque todos los demás lo hacían, y yo no conocía nada mejor”?  Ah, no. Era bueno o malo prescindiendo de que lo supiera o no, y cuando quedó iluminada su conciencia, se lo dijo. Mi conciencia y tu conciencia podrían requerir ser iluminadas respecto a varios asuntos que ahora hacemos con bastante complacencia, sin ninguna noción de que estamos pecando; pero la acción lleva su propio carácter de bueno o malo, prescindiendo de cuál pudiera ser nuestro juicio.

 

¿Acaso no muestra esto la total imposibilidad de salvación por obras? Si tú esperas ser salvado por guardar la ley, tienes que ser un hombre más atrevido que yo. Yo sé que no puedo guardar la ley de Dios, y la doctrina de mi texto lo hace imposible más allá de toda otra imposibilidad, porque la ley me acusa de hacer mal cuando no tengo la intención de hacerlo, y cuando no estoy consciente de ello. Oh, ustedes que esperan ser salvados por obras, ¿cómo pueden gozar jamás de la paz de un instante? Si piensan que su justicia los salvará, si es perfecta, ¿cómo pueden estar seguros jamás de que es perfecta? Pueden haber pecado ignorantemente, y eso lo arruinará todo. Piensen en esto y tiemblen. Yo les imploro que crean en nuestro testimonio cuando les aseguro que el camino al cielo a través de su justicia propia está bloqueado. Diez grandes cañones Krupp que arrojan balas lo suficientemente grandes para enviar a su alma al infierno, están apuntándolos por si intentan abrirse paso al cielo por esa empinada pendiente.

 

Hay otra senda: aquella cruz los dirige a ella, pues es el poste de señales del camino del Rey. Ese camino real al cielo está pavimentado con la gracia: Dios perdona a los culpables libremente porque confían en Cristo. Esa senda es tan segura que ningún león se encuentra allí, ni ninguna bestia rapaz se acerca allí; pero en cuanto al camino de la justicia legal, no lo intenten, sino pongan mucha atención a las otras cosas que tenemos que decirles.

 

III. Por la grande y terrible verdad del texto EL SACRIFICIO ES ENCARECIDO. Según nuestro sentido de pecado así ha de ser nuestra valoración del sacrificio. El método de Dios de liberar a quienes pecaron ignorantemente no era negando su pecado y pasándolo por alto, sino aceptando una expiación por él. “El sacerdote le hará expiación por el yerro que cometió por ignorancia, y será perdonado”. El perdón debía llegar a través de la expiación. ¡Cuán grandemente ustedes y yo necesitamos una expiación por nuestros pecados de ignorancia, en vista de que nuestra ignorancia es grande! ¡Oh, sangre de Cristo, cuánto te necesitamos! ¡Oh, divino Sustituto, cuán grandemente requerimos de Tu sangre limpiadora!

 

Cuán misericordioso es de parte de Dios que esté dispuesto a aceptar una expiación; pues si Su ley hubiese dicho que no hay una expiación posible, habría sido justa; pero la gracia infinita diseñó el plan por medio del cual, a través del sacrificio de otro, es posible el perdón para el pecador ignorante. Contemplen cuán generoso es Dios, pues Él mismo ha provisto este sacrificio. El hombre que había errado bajo la ley tenía que traer él mismo una ofrenda, pero la nuestra es presentada a nombre nuestro. Jesús el Hijo de Dios no fue perdonado por el grandioso Padre, sino que lo separó de Su pecho y lo entregó para que se desangrara y muriera. El Dios encarnado es el grandioso portador del pecado de ignorancia; y hoy Él puede tener compasión del ignorante, y de aquellos que se han descarriado, pues ha realizado una expiación por ellos.

 

Bajo la ley, esta expiación debía ser un carnero sin defecto. Nuestro Señor no tenía pecado, ni sombra de pecado. Él es la víctima inmaculada que exige la ley. Todo lo que la justicia, en su más sombrío ánimo, pudiera requerir del hombre a modo de castigo, nuestro Señor Jesucristo lo ha ofrecido; pues en adición a Su sacrificio por el pecado, Él ha presentado una recompensa por el daño, tal como estaba obligada a hacer la persona que había pecado por ignorancia. Él ha recompensado el honor de Dios, y ha recompensado a todo hombre a quien hayamos lesionado.

 

Hermano mío, ¿te ha lesionado alguien más? Bien, como Cristo se ha entregado a ti, se te ha dado una plena compensación, así como también le fue dada a Dios. Bendito sea Su nombre, porque podemos confiar en este sacrificio. Cuán supremamente eficaz es. Quita la iniquidad, la transgresión y el pecado.

 

Mis queridos oyentes, ustedes están obligados a confesar sus pecados a Dios; pero si les fuera ofrecido el perdón a condición de que mencionen cada pecado que han cometido, ninguno de ustedes sería salvo jamás. No las conocemos, y si alguna vez las conociéramos, no podríamos recordar todas nuestras fallas y todas nuestras transgresiones; pero la misericordia consiste en que aunque nosotros no las conozcamos, ÉL sí las conoce y puede borrarlas. Aunque no podamos llorar por ellas con un claro conocimiento de ellas, porque son desconocidas para nosotros, Jesús se desangró por ellas con un claro conocimiento de todas ellas, y todas son quitadas por Sus sufrimientos desconocidos, todas ellas son arrojadas a las profundidades donde el ojo de un ángel no podría rastrearlas nunca. Por Sus inmensas e inescrutables agonías soportadas a favor nuestro, y por Sus méritos, infinitos como Su naturaleza divina, nuestro Redentor ha quitado esa densa oscuridad de iniquidad que éramos incapaces de captar. Oh, pecador creyente, no conoces la deuda que tu gloriosa Fianza ha asumido y ha pagado por ti. Bendiciones en Su nombre. Confíen en Él, y prosigan su camino con regocijo. Amén.

 

 

Porción de la Escritura leída antes del Sermón: Salmo 51.          

 

 

 

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