SANA DOCTRINA - Ministerio de Difusión Bíblica

LA PATERNIDAD DE DIOS

 

Predicado la mañana del sábado 12 de septiembre de 1858

Por Charles Haddon Spúrgeon

En El Music Hall, Royal Surrey Gardens

 

 

“Padre nuestro que estás en los cielos”   Mateo 6. 9

Creo que hay lugar para una gran duda acerca de si nuestro Salvador pretendía que la oración, de la cual nuestro texto forma parte, sea para ser usada en la forma en que se emplea comúnmente entre los cristianos profesantes. Es costumbre de muchas personas repetirla como su oración de la mañana, y piensan que cuando han repetido estas sagradas palabras, han hecho lo suficiente. Creo que esta oración nunca fue destinada a un uso universal. Jesucristo la enseñó no a todos los hombres, sino a sus discípulos, siendo una oración apropiada sólo para aquellos que son poseedores de la gracia y están verdaderamente convertidos.

En los labios de un hombre impío, están completamente fuera de lugar. ¿No dice el Señor acerca de algunos: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer”? ¿Por qué, entonces, burlarse de Dios diciendo: “Padre nuestro que estás en los cielos”? ¿Cómo puede ser Él, el Padre de aquellos? O, acaso ¿se puede tener dos Padres? Y si es Padre, ¿Dónde está el honor y el amor hacia Él?

No lo honran ni lo aman, y sin embargo se acercan a Él con presunción y blasfemia diciendo: “Padre nuestro” cuando en realidad sus corazones están todavía apegado al pecado y sus vidas se oponen a Su Ley. Pues, si esas son sus condiciones están huérfanos de Padre. ¡De manera que, en esa condición se encuentran como herederos de la ira y no como hijos de la gracia!

¡Vaya! Les suplico que dejen de emplear sacrílegamente estas sagradas palabras, hasta que en verdad puedan decir con sinceridad: “Padre nuestro que estás en los cielos”, pues hasta que no procuren honrar Su santo nombre con sus vidas, no le ofrezcan el lenguaje del hipócrita, que le es abominación.

También me pregunto si esta oración estaba destinada a ser utilizada por los propios discípulos de Cristo como una forma constante de oración. Pues, me parece, que Cristo la dio como modelo; por lo cual, también nosotros la habremos de tomar de esa forma en todas nuestras oraciones; y creo que además podemos usarla para edificación y, con gran sinceridad y fervor, como sustento en ciertos momentos y circunstancias.

He visto a un arquitecto formar el modelo de un edificio que pretendía erigir de yeso o madera, pero nunca se me ocurrió que en realidad estaba destinado para vivir en él. He visto a un artista trazar sobre un trozo de papel marrón un diseño, y que tal vez, tenía la intención de trabajar más tarde sobre ese modelo con cosas más elaboradas, pero nunca imaginé que el modelo era la cosa misma.

Esta oración de Cristo es una gran carta, por así decirlo, pero no puedo cruzar el mar en una carta. Es un mapa, pero tampoco un hombre puede viajar, con sólo pasar los dedos por el mapa. Y así, un hombre puede usar este modelo de oración y, sin embargo, ser un total extraño al gran designio de Cristo al enseñárselo a sus discípulos. Siento que yo no puedo usar esta oración modelo para satisfacer todos los asuntos. Amplia como es, no expresa todo lo que deseo decirle a mi Padre que está en los cielos.

Hay muchos pecados particulares que debo confesar por separado. Como otras y varias peticiones que esta oración requiere, siento que debe ser ampliada cuando me presento ante Dios y en privado, derramar mi corazón en el idioma que me da su Espíritu. Y más que eso, debo confiar en que el Espíritu ha de hablar con gemidos indecibles de mi espíritu cuando mis labios no pueden expresar realmente todas las emociones de mi corazón.

Que nadie desprecie esta oración. Es inigualable, y si debemos tener formas de oración, tengamos primero esta como principal. Pero que nadie piense que Cristo ataría a sus discípulos al constante y único uso de este modelo. Acerquémonos más bien al trono de la gracia celestial con confianza, como niños que se acercan a un padre, y expresemos nuestras necesidades y nuestros dolores en el idioma que el Espíritu Santo nos enseña.

Y ahora, yendo al texto, hay varias cosas que debemos notar aquí.  Primero, hablaré por unos minutos sobre la doble relación mencionada: “Padre nuestro que estás en los cielos”. Hay filiación, “Padre”. Hay hermandad, porque dice: “Padre nuestro”. Y si Él es el padre común de nosotros, entonces debemos ser hermanos, porque hay dos relaciones, filiación y hermandad. A continuación, pronunciaré unas pocas palabras sobre el espíritu que es necesario para ayudarnos antes de que seamos capaz de expresar esto, “El espíritu de adopción”, por el cual podemos clamar, “Padre nuestro que estás en los cielos”. Y luego, en tercer lugar, concluiré con el doble argumento del texto, porque en realidad es un argumento sobre que se basa el resto de la oración. “Padre nuestro que estás en los cielos”, es, por así decirlo, un fuerte argumento que se usa antes de que se presente la súplica misma.

 

I. Primero, LA DOBLE RELACIÓN IMPLÍCITA EN EL TEXTO.

Tomemos la primera. Aquí está la filiación, “Padre nuestro que estás en los cielos”. ¿Cómo vamos a entender esto y en qué sentido somos hijos e hijas de Dios? Algunos dicen que la Paternidad de Dios es universal y que todo hombre, por el hecho de ser creado por Dios, es necesariamente hijo de Dios, y que, por lo tanto, todo hombre tiene derecho a acercarse al trono de Dios y decir: “Padre nuestro que estás en los cielos”.

A eso debo objetar. Creo que en esta oración debemos acercarnos a Dios, mirándolo no como Padre nuestro por el sólo hecho de habernos creado, sino como Padre nuestro por habernos adoptado y habernos hecho nacer de nuevo. Para esto, expresaré mis razones muy brevemente.

Nunca he podido ver que la creación implique necesariamente paternidad. Creo que Dios ha hecho muchas cosas que no son sus hijos. ¿No ha hecho Él los cielos y la tierra, el mar y la plenitud del mismo? ¿Y acaso son sus hijos? Dices que estos no son seres racionales e inteligentes. Pero Él hizo a los ángeles, que están en una posición eminentemente alta y santa, ¿son sus hijos? “¿A cuál de los ángeles dijo Dios jamás: Mi Hijo eres tú?" No encuentro, como regla, que los ángeles sean llamados hijos de Dios. Y debo poner objeciones a la idea de que la mera creación necesariamente nos relacione con  Dios como nuestro Padre.

¿No hace el alfarero vasijas de barro? Pero, ¿el alfarero es el padre del vaso o de la botella? No, amados, se necesita algo más allá de la creación para constituir la relación, y aquellos que pueden decir: “Padre nuestro que estás en los cielos”, son algo más que creaturas de Dios: han sido adoptados en Su familia. Los ha sacado de la vieja familia negra en la que nacieron. Los ha lavado, y los ha limpiado, y les ha dado un nombre nuevo y un espíritu nuevo, y los hizo “herederos de Dios y coherederos con Cristo”, y todo esto por Su propia gracia distintiva, libre, soberana e inmerecida.

Y habiéndolos adoptado para ser Sus hijos, Él, en segundo lugar, los ha regenerado por el Espíritu del Dios vivo. Él “los ha engendrado de nuevo para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos”, y ningún hombre tiene derecho a reclamar a Dios como su Padre, a menos que lo sienta en su alma y crea, solemnemente, por la fe en la elección de Dios, que ha sido adoptado en la única familia de que está en el cielo y en la tierra, y que ha sido regenerado o nacido de nuevo.

Esta relación también implica amor. Si Dios es mi Padre, Él me ama. ¡Y, oh, cómo me ama! Cuando Dios es un Esposo, Él es el mejor de los esposos. Las viudas, de una forma u otra, siempre están bien cuidadas. En cuanto Dios es un Amigo, Él es el mejor de los amigos y está más unido que un hermano. Y cuando es un Padre, Él es el mejor de los padres.

¡Oh padres! quizás no saben cuánto aman a sus hijos. Pero cuando están enfermos tratan de encontrar la forma de aliviarlos, pues se paran junto a sus lechos y padecen con ellos, ya que sus pequeños cuerpos se retuercen de dolor. Bien, “Como un padre se compadece de sus hijos, así se compadece Jehová de los que le temen”.

Ustedes saben también cómo aman a sus hijos cuando se entristecen por sus pecados. Surge la ira y están listos para castigarlos, pero tan pronto como las lágrimas están en sus ojos, sus manos se sientes pesadas y sienten que preferirían herirse a sí mismos que herirlos a ellos. Y cada vez que los castigan parece como que ustedes mismos llorasen, “¡Oh, si tuviera que afligir así a mi hijo por su pecado! ¡Oh, que yo pudiera sufrir en su lugar!”

Y Dios, nuestro Padre, “no aflige voluntariamente”. ¿No es eso algo dulce? Él es, por así decirlo, compelido a ello, ni siquiera el brazo Eterno está dispuesto a hacerlo. Es sólo su gran amor y profunda sabiduría que derriba el golpe.

Pero si quieren conocer cuán grande es el amor por sus hijos, sabrían más de él, si ellos mueren. David sabía que amaba a su hijo Absalón, pero nunca supo cuánto lo amaba hasta que escuchó que había sido muerto y sepultado por Joab. “Preciosa a los ojos de Jehová es la muerte de sus santos”. Entonces él supo cuán profundo y puro es el amor; amor que la muerte nunca podrá cortar y los terrores de la eternidad nunca podrán desatar.

Pero padres, aunque aman mucho a sus hijos y lo saben; lo que no lo saben y no pueden explicar, es cuán profundo es el abismo insondable del amor de Dios por nosotros. Salgan a medianoche y consideren los cielos, obra de los dedos de Dios, la luna y las estrellas que Él ha dispuesto, y estoy seguro de que dirán: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria?” Pero se asombrarán más aún, no de que los ame, sino de que mientras Él, teniendo todos Sus tesoros, puso Su corazón en una criatura tan insignificante como es el hombre. Y la filiación que Dios nos ha dado no es un mero nombre. Ahí está todo el gran corazón de nuestro Padre dado a nosotros en el momento en que Él nos reclama como Sus hijos.

Pero si esta filiación involucra el amor de Dios por nosotros, también involucra el deber de amar a Dios. ¡Vaya! herederos del cielo, si son hijos de Dios, ¿no amarán a sus Padre? ¿Qué hijo hay que no ame a su padre? ¿No es menos que humano si no ama a su padre? ¡Que su nombre sea borrado del libro de la memoria el que no ama a la mujer que lo dio a luz y al padre que lo engendró!

Y nosotros, los predilectos del cielo, adoptados y regenerados, ¿no le amaremos y no le diremos?: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra”. “Padre mío, te daré mi corazón. Tú serás el guía de mi juventud. Tú me amas y mi insignificante corazón será todo tuyo para siempre”.

Además, si decimos: “Padre nuestro que estás en los cielos”, debemos recordar que el ser hijos, implica que nuestro deber es obedecer a Dios. Cuando digo: “Padre mío”, no me corresponde levantarme y entrar en rebelión contra sus deseos. Si Él es mi Padre, déjame guardar Sus mandamientos, y déjame obedecerle con reverencia. Si Él ha dicho: “Haz esto”, déjame hacerlo, no porque le tema, sino porque le amo, y si el me prohíbe hacer algo, déjame evitarlo.

Hay algunas personas en el mundo que no tienen el espíritu de adopción y nunca podrán ser llevados a hacer una cosa a menos que vean en ella alguna ventaja que los favorezca. Pero con el hijo de Dios, no hay ningún motivo personal en absoluto. Él puede decir con valentía: “Desde que seguí a Cristo nunca he hecho nada correcto porque esperaba llegar al cielo por ello, y tampoco he evitado hacer una cosa mala porque tenía miedo de ser condenado”.

Porque el hijo de Dios sabe que sus buenas obras no lo hacen aceptable a Dios, porque fue aceptable a Dios por Jesucristo mucho antes de que tuviera buenas obras. Y el miedo al infierno no lo afecta, porque sabe que está librado de eso y que nunca vendrá a condenación, habiendo pasado de muerte a vida.

Actúa por puro amor y gratitud, y hasta que lleguemos a ese estado de ánimo, no creo que haya algo así como la virtud. Porque si un hombre ha hecho lo que se llama una acción virtuosa porque esperaba llegar a cielo o para evitar el infierno por él, ¿a quién ha servido? ¿No se ha servido a sí mismo? ¿y qué es eso sino egoísmo?

Pero el hombre que no tiene que temer el infierno ni que ganar el cielo, obedece porque el cielo es suyo y en el infierno nunca podrá entrar, el hombre capacitado de esa virtud puede decir:

“Ahora por el amor que llevo Su nombre,

Cuál fue mi ganancia, cuento mi pérdida;

Derramo desprecio sobre toda mi vergüenza,

y clava mi gloria en su cruz”—

En Su cruz que amó, vivió y murió por mí que no lo amaba, pero que ahora deseo amarlo con todo mi corazón, alma y fuerza.

Y ahora, permítanme llamar su atención sobre un pensamiento alentador que puede ayudar a animar a los hijos de Dios abatidos y tentados por Satanás. La filiación es cosa que supera todas las debilidades de nuestra carne, y todos los pecados a los que somos precipitados por la tentación, tal condición, nunca se podrá perder, vulnerar o debilitar.

Un hombre tiene un hijo, ese niño de repente se ve privado de sus sentidos. Se vuelve idiota. Qué dolor es eso para un padre, que un niño se convierta en un lunático o un idiota, tal condición es sólo existir como un animal, ¡aparentemente sin alma! Pero el niño idiota es un niño, y el niño lunático también sigue siendo un niño. Y si somos padres de tales hijos, siguen siendo nuestros hijos, y toda la idiotez y toda la locura que les pueda sobrevenir nunca podrán cambiar el hecho de que son nuestros hijos.

¡Oh! ¡Qué misericordia, cuando trasladamos esto al caso de Dios y al nuestro! Qué tontos somos a veces, ¡Qué! peor que tontos. Pues debemos decir como lo hizo David: “Yo era como una bestia delante de ti”. Dios trae ante nosotros las verdades de su reino. Y si no podemos ver su belleza, y no podemos apreciarla. Parece como si fuéramos niños idiotas, totalmente dementes, ignorantes, inestables, cansados ​​y propensos a resbalar. Pero gracias a Dios, ¡Seguimos siendo Sus hijos!

Y si hay algo peor que le pueda pasar a un padre, al que su hijo se volvió loco o idiota, es cuando crece para ser malvado. Bien se dice: “Los hijos son bendiciones dudosas”. Yo recuerdo haber oído a alguien decir, y no muy amablemente, a una madre con un bebé en el pecho, “¡Mujer! puede que estés amamantando a una víbora. Su dicho provocó a la madre; y aunque pueda ser una verdad, no fue necesario haberlo dicho.

Pero con qué frecuencia ocurre que el niño que ha amamantado del pecho de su madre, cuando crece, ¡lleva las canas de esa madre con dolor a la tumba!

"¡Vaya! más afilado que el diente de una serpiente

 ¡Tener un hijo desagradecido!”

Impío, vil, libertino, ¡un blasfemo!

Pero fíjense, hermanos, si es un niño, no puede perder su niñez, ni nosotros nuestra paternidad, sea quien sea, o lo que sea. Aunque sea llevado más allá de los mares, sigue siendo nuestro hijo. Neguémosle la casa, porque su conversación puede llevar a otros de nuestros hijos al pecado, sin embargo, es y será nuestro hijo, y cuando el césped cubra su cabeza y la nuestra, "padre e hijo" lo serán aun estando en sus tumbas.

La relación nunca puede romperse mientras dure el tiempo. El pródigo era hijo de su padre cuando estaba entre las rameras y cuando estaba alimentando cerdos. Y los hijos de Dios son hijos de Dios en cualquier parte y en todo lugar, y lo serán hasta el fin. Nada puede romper ese lazo sagrado o sepáranos de Su corazón.

Hay todavía otro pensamiento que puede alegrar a los de poca fe y las mentes débiles. La paternidad de Dios es común a todos sus hijos. Escucha ‘Poca Fe’, a menudo has admirado al ‘Señor Gran Corazón’ y has dicho: "¡Oh, si tuviera el coraje de ‘Gran Corazón’, y si pudiera empuñar su espada y cortar al ‘Viejo Gigante’ en pedazos! ¡Oh, si pudiera luchar contra los dragones y pudiera vencer a los leones! Pero tropiezo en cada paja y una sombra me atemoriza”. Escucha, ‘Pequeña Fe’, ‘Gran corazón’ es de Dios, es un hijo de Dios y tú también eres un hijo de Dios, y ‘Gran Corazón’ no es un ápice más hijo de Dios que tú, ‘Pequeña Fe’.

David era hijo de Dios, pero no más hijo de Dios que tú. Pedro y Pablo, los muy favorecidos apóstoles, eran de la familia del Altísimo, y ustedes también. Ustedes mismos tienen hijos, uno es un hijo mayor y, tal vez, hábil en los negocios, pero también tienes otro hijo, una pequeña cosita todavía en brazos. ¿Cuál de los dos es más hijo, el grande o el pequeño? “¡Ambos iguales!”, dices. “Este pequeño es mi niño cerca de mi corazón y el grande, también es mi hijo”. Y así el pequeño cristiano es tan hijo de Dios como el grande.

“Este pacto permanece seguro,

Aunque los viejos pilares de la tierra se inclinen;

Los fuertes, y los débiles,

Son ahora uno en Jesús;”

Y son uno en la familia de Dios y nadie está por delante del otro.

Uno puede tener más gracia que otro, pero Dios no ama a uno más que a otro. Uno puede ser un niño mayor que otro, pero no es más por ser mayor. Uno puede hacer obras más poderosas y puede traer más gloria a su Padre, pero aquel cuyo nombre es el más pequeño en el reino de los cielos es tan niño de Dios como quien está entre los valientes del rey. Que esto nos anime y nos consuele cuando proponemos acercarnos a Dios y decir: “Padre nuestro que estás en los cielos”.

Sólo haré una observación más antes de dejar este punto, a saber, que ser hijos de Dios trae consigo innumerables privilegios. El tiempo me faltaría si intentara leer el rollo largo de los gozosos privilegios del cristiano. Soy hijo de Dios, si es así, Él me vestirá. Mi calzado será de hierro y latón. Él me vestirá con el manto de la justicia de mi Salvador, porque Él ha dicho: “Sacad el mejor vestido, y vestidle”. Y también ha dicho que pondrá sobre mi cabeza una corona de oro puro, y por cuanto soy hijo de rey, tendré corona real.

¿Soy su hijo? Entonces Él me alimentará. Mi pan me será dado y mi agua será segura. Él que alimenta a los cuervos nunca dejará que Sus hijos mueran de hambre. Si un buen granjero alimenta a las aves de corral y las ovejas y los bueyes, ciertamente sus hijos no morirán de hambre. ¿Mi Padre que viste a los lirios, permitirá que yo ande desnudo? ¿Apacienta Él a las aves que no siembran, ni siegan, y yo sentiré necesidad? Dios, Mi Padre, sabe de qué cosas tengo necesidad antes de que se lo pida, y me dará todo lo que necesito.

Si soy Su hijo, entonces tengo una porción aquí en Su corazón, y tendré una porción allá arriba en Su casa, porque “Si hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo”. “Si sufrimos, también reinaremos con él”.

Y ¡ay! Hermanos, ¡qué perspectiva abre esto! El hecho de ser herederos de Dios y coherederos con Cristo prueba que todas las cosas son nuestras: el don de Dios, la compró la sangre de un Salvador.

“Este mundo es nuestro y de los mundos venideros;

La tierra es nuestro albergue y el cielo nuestro hogar”.

¿Hay coronas? Son mías si soy heredero. ¿Hay tronos? ¿Hay dominios? ¿Hay arpas, ramas de palma, túnicas blancas? ¿Hay glorias que ojo no ha visto? ¿Y hay música que oído no ha escuchado? Todo eso es mío, si soy hijo de Dios. “Y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser, pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es”.

Hablé de príncipes, reyes y potentados: su herencia no es más que una lamentable porción de tierra que pronto volará a otro lado en alas de un pájaro que quién sabe a dónde puede dirigir su vuelo, pero las amplias porciones del cristiano no se pueden medir por la eternidad. Él es rico sin límite a su riqueza. Él es bendecido, sin límites para su dicha. Todo esto, y más de lo que puedo enumerar, está involucrado en que podamos decir: “Padre nuestro que estás en cielo”.

El segundo lazo del texto es la fraternidad. No dice mi Padre, sino nuestro Padre. Entonces piensa que hay muchos hermanos en la familia. Seré muy breve en este punto.

“Nuestro Padre”. Cuando hagas esa oración, recuerda que tienes muchos hermanos y hermanas que aún no conocen a su Padre, y debes incluirlos a todos. Para todos los elegidos de Dios, aunque aún no han sido llamados, son sus hijos, aunque no lo saben.

En una de las hermosas parábolas de Krummacher, hay una historia como esta: “Abraham se sentó un día en la arboleda de Mamre, apoyando la cabeza en la mano y apenado. Entonces su hijo Isaac vino a él y dijo: Padre mío, ¿por qué te entristeces? ¿Qué te aflige? Abraham respondió y dijo: ‘Mi alma se entristece por el pueblo de Canaán, que no conocen al Señor, sino que andan en sus propios caminos, en tinieblas e insensatez’ ‘Oh, mi padre’, respondió el hijo, ‘¿es sólo eso? No se entristezca vuestro corazón, porque ¿No son estos sus propios caminos?’ “Entonces el patriarca se levantó de su asiento y dijo: ‘Ven, sígueme’”. Y llevó al joven a una choza y le dijo: “Mira”. Había un niño que era un imbécil y la madre estaba sentada llorando junto a él y Abraham le preguntó: “¿Por qué lloras?” Entonces la madre dijo: “Ay, este mi hijo come y bebe, y le servimos, pero él no conoce el rostro de su padre, ni el de su madre. Así su vida se pierde y esta fuente de alegría está velada para él”.

¿No es una pequeña parábola dulce, para enseñarnos cómo debemos orar por las muchas ovejas que aún no son del redil, pero que aún deben ser traídas? Debemos orar por ellos, porque no conocen su Padre. Cristo los ha comprado y ellos no conocen a Cristo. El Padre los ha amado desde antes del fundación del mundo y, sin embargo, no conocen el rostro de su Padre.

 Cuando digas: “Padre nuestro”, piensa en la cantidad de hermanos y hermanas que tienes perdidos vagando por las calles de Londres, que están en guaridas y cuevas de Satanás. Piensa en tu pobre hermano que está intoxicado con el espíritu del diablo. Piensa en él, descarriado hacia la infamia y la lujuria, y tal vez, al asesinato; y cuando ores, ruega por los que no conocen al Señor.

“Nuestro Padre” Eso, también incluye a aquellos hijos de Dios que difieren de nosotros en Su doctrina. ¡Ay! hay algunos que difieren de nosotros tan distante como los polos, pero sin embargo son hijos de Dios. Señor fanático, no te arrodilles y digas: “Padre mío”, sino “Padre nuestro”. “Por favor, no puedes dirigirte al Señor en forma singular, porque de esa manera creo que eres hereje”. Inclúyelo. Pues, si Dios lo ha puesto, tú debe ponerlo también, y decir: “Padre nuestro”.

¿No es notable cuán parecidos son todos los hijos de Dios sobre sus rodillas? Hace algún tiempo en una reunión de oración, llamé a dos hermanos en Cristo para que oraran uno tras otro, uno wesleyano y el otro un calvinista acérrimo. Y el wesleyano oró la oración más calvinista de las dos; cuando lo hicieron, no pude creer, al menos no podía decir cuál era cuál. Escuché para ver si podía discernir algunas peculiaridades, incluso en su fraseología, pero no había ninguna. “Los santos en oración aparecen como uno”, porque cuando se ponen de rodillas, todos se ven obligados a decir: “Padre nuestro”, y todo su lenguaje después es del mismo tipo.

Cuando oréis a Dios, poned la mira en los pobres, porque ¿no es Él el Padre de muchos pobres, ricos en fe y herederos del reino, aunque sean pobres en este mundo? Ven, hermana mía, si doblas tus rodillas en medio del arrullo de la seda y el raso, no olvides las que están entre el algodón y el estampado. Hermano mío, ¿hay riquezas en tu mano?, os ruego que os acordéis de vuestros hermanos de mano áspera y frente polvorienta. Recuerda esos que no podrían vestir lo que ustedes visten, ni comer lo que ustedes comen, sino que son como Lázaro el mendigo comparado con alguno de ustedes que son como “el hombre rico”. Reza por ellos. Ponlo a todos en la misma oración y dice: “Padre nuestro”.

Y orad por los que están separados de nosotros por el mar, los que están en tierras paganas, esparcidos como sal preciosa en medio de la putrefacción de este mundo. Oren por todos los que nombran el nombre de Jesús, y que vuestra oración sea grande y comprensiva. “Padre nuestro, que estás en los cielos”.

Y después de haber orado en esos términos, levántate y actúa. No digas: “Padre nuestro”, y luego mires a tu hermanos con una mueca o un ceño fruncido. Te lo suplico, vive como un hermano y actúa como un hermano. Ayuda a los necesitados. Alegra a los enfermos. Consuela a los pusilánimes. Andad haciendo el bien, ministrad al pueblo sufriente de Dios dondequiera que los encuentres, y que el mundo tome conocimiento de ti, que eres el mismo cuando estás de pie que cuando estás postrado sobre tus rodillas: que eres hermano de toda la hermandad de Cristo, un hermano nacido para la adversidad, como vuestro mismo Maestro.

 

II. Habiendo expuesto así la doble relación, me he dejado un poco tiempo para una parte muy importante del tema, a saber, EL ESPÍRITU DE ADOPCIÓN.

Estoy sumamente perplejo y desconcertado sobre cómo explicar a los impíos cuál es el espíritu con el que debemos estar llenos antes de poder orar esta oración. Pues, si aquí hubiera un huérfano, uno que tampoco nunca conoció a su padre o madre, creo que tendría una gran dificultad para tratar de hacerle entender cuáles son los sentimientos de un niño hacia sus padres.

Pobrecito, siempre ha estado bajo la autoridad de tutores y gobernadores. Ha aprendido a respetarlos por su amabilidad, o temerle por su austeridad, pero nunca pudo haber en el corazón de ese niño ese amor hacia su tutor o gobernador, por bondadoso que sea, que el amor que hay en el corazón de un hijo hacia su madre o padre.

Hay un encanto sin nombre que no podemos describir ni comprender. Es un toque sagrado de la naturaleza, un latir en el pecho que Dios ha puesto allí y que no se puede quitar. Se reconoce la paternidad por la filiación del niño.

¿Y qué es ese espíritu de niño, ese dulce espíritu que lo hace reconocer y amar a su padre? No puedo decírtelo a menos que tú mismo seas un niño y entonces lo sabrás. ¿Y qué es “el espíritu de adopción, por el cual clamamos Abba, Padre”? No puedo decírtelo, pero si tienes ese sentimiento, lo sabrás. Es un dulce compuesto de fe que me permite conocer a Dios como mi Padre, un amor que le ama como mi Padre, un gozo que se regocija en Él como mi Padre, un temor que tiembla para desobedecerle, porque Él es mi Padre, y un afecto confiado que se apoya, se entrega y descansa totalmente en Él, porque sabe por el testimonio infalible del Espíritu Santo, que JEHOVÁ, el Dios de tierra y cielo, es el Padre de mi corazón.

¡Oh! ¿Has sentido alguna vez el espíritu de adopción? No hay nada igual bajo el cielo. Pues Él asegura el cielo mismo, no hay nada más dichoso que disfrutar de ese espíritu de adopción. ¡Oh! Cuando soplan los vientos de las angustias, o cuando se levantan olas de adversidades y sientes que tu barca se tambalea hacia las rocas, entonces, cuán dulce es decir: “Mi Padre”, ¡y creer que Su mano fuerte está en el timón!

Cuando duelen los huesos, y cuando los lomos se llenan de dolor, y cuando la copa rebosa con ajenjo y hiel, para decir: “Padre mío”, y viendo la mano de ese Padre acercando la copa al labio, beberlo firmemente hasta las heces, será cuando podremos decir firmemente: “Padre mío, no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

Bien dice Martín Lutero, en su Exposición de Gálatas, “Hay más elocuencia en esa palabra, ‘Abba, Padre’, que en todas las oraciones de Demóstenes o Cicerón juntas”. “¡Mi padre!” ¡Vaya! Qué melodía hay en esa expresión. Ahí hay elocuencia. En esa palabra está la esencia misma de la bienaventuranza del cielo, “Padre mío”, cuando se aplica a Dios y cuando lo decimos con un lenguaje firme a través del inspiración del Espíritu del Dios vivo.

Mis oyentes, ¿tienen el espíritu de adopción? Si no, son miserables. ¡Qué Dios mismo se los traiga para que lo conozcan! ¡Que Él les enseñe sus necesidades de Él! ¡Que los conduzcan a la cruz de Cristo y los ayude a mirar a sus Hermanos agonizantes! Que Él les bañe en la sangre que brotó de Su heridas; y luego, acogidos en el Amado, se regocijen de tener el honor de ser unos de aquellos de la familia sagrada.

 

III. Y ahora, en último lugar, dije que había en el título, UN DOBLE ARGUMENTO.

“Nuestro Padre”, es decir, “Señor, escucha lo que tengo que decir: “Eres mi Padre”. Poseer tal potestad significa que, si viniera ante un Juez, no tengo derecho a esperar que me escuche en ningún momento en particular nada de lo que tenga que decir. Si viniera meramente a anhelar alguna bendición o beneficio para mí mismo, estando la Ley de mi lado, entonces podría exigir una audiencia personal. Pero cuando vengo como un infractor de la Ley y sólo vengo a anhelar misericordia, o favores que no merezco, no tengo derecho a esperar ser oído.

Pero un niño, aunque se equivoque, siempre espera que su padre escuche lo que tiene que decir. “Señor, si Te llamo Rey, dirás: ‘Eres un súbdito rebelde, vete’. Si te llamo Juez, me dirás: ‘Silencio, o por tu propia boca te condenaré’. Si te llamo Creador, me dirás: ‘Me arrepiento de haber hecho hombre sobre la tierra’. Si te llamo mi Guardador, me dirás: ‘te he guardado, pero tú te has rebelado contra mí’. Pero si te llamo Padre, toda mi pecaminosidad no invalidará mi reclamo. Si eres mi Padre, entonces me amas. Si yo fuera tu hijo, entonces me considerarías, y por pobre que sea mi lengua, no lo despreciarás.

Si se pidiera a un niño que hablara en presencia de varias personas, ¡cuánto se alarmaría! se negaría por no poder usar el lenguaje correcto. A veces cuando tengo que dirigirme a un poderoso auditorio, trato de no elegir palabras escogidas porque sé muy bien que si fuera a predicar como nunca, como el más poderoso de los oradores, siempre tendré suficientes críticos para burlarse de mí. Pero si tuviera a mi Padre aquí, y si todos pudieran mantener la misma relación que tiene el Padre conmigo, no sería muy excepcional el lenguaje que tenga que elegir.

Cuando hablo con mi Padre, no tengo miedo de que me malinterprete. Si pongo mis palabras un poco fuera de lugar, Él entiende mi significado de alguna manera. Cuando somos niños pequeños solo parloteamos, pero aun así nuestros padres nos entienden. Nuestros hijos hablan mucho más como holandeses que como ingleses cuando empiezan a hablan, y los extraños entran y dicen: “Dios mío, ¿de qué está hablando el niño?” Pero sabemos lo que expresan, y aunque en lo que dicen puede no haber un sonido inteligible que cualquiera pueda entender, y un lector interpretar, sabemos que tienen ciertos pequeños deseos, y teniendo una forma de expresar sus deseos, nosotros, como padres, podemos entenderlos.

Entonces, cuando venimos a Dios, nuestras oraciones son compuestas con pequeñas cosas dispersas. Por nosotros mismos somos incapaces de ponerlas ordenadamente, pero “Nuestro Padre” nos entenderá. ¡Vaya! qué comienzo son las palabras “Padre nuestro”, para una oración llena de faltas y, tal vez necia, ¡una oración en la que vamos a pedir como no corresponde y lo que no debemos! Pero siendo “Nuestro Padre”, perdona el ¡lenguaje y el asunto!”

Como dijo un querido hermano el otro día en la reunión de oración, él no podía seguir orando y terminó de repente diciendo: “Señor, esta noche no puedo orar como quisiera. No puedo ordenar las palabras. Señor, toma el significado, toma el significado”, y se sentó. Eso es justo lo que David dijo una vez, “He aquí, todo mi deseo está delante de ti”, no mis palabras, sino mi deseo, y Dios podía leerlo. Deberíamos decir, “Padre nuestro”, porque esa es una razón por la cual Dios debe escuchar lo que tenemos que decir.

Pero hay otro argumento. "Nuestro Padre." “Señor, dame lo que quiero”. Si llego a un extraño, yo no tengo derecho a esperar que me lo dé. Puede que sea por su caridad, pero si vengo a un padre, tengo un reclamo, un reclamo sagrado. Padre mío, no tendré necesidad de usar argumentos para mover tu pecho. No voy a tener que hablarte como el mendigo que llora por las calles. Porque eres mi Padre, sabes mis deseos y Tú estás dispuesto a aliviarme. Tu oficio es aliviarme. Puedo venir con confianza a Ti, sabiendo que me darás todo lo que quiero.

Si le pedimos algo a nuestro padre cuando somos niños pequeños, ciertamente estamos ante una obligación, pero es una obligación que nunca sentimos. Si tuvieras hambre y tu padre te alimentara, ¿sentirías que es una obligación como la que tendrían si fueras a la casa de un extraño? Entras en la casa de un extraño temblando y le dices que tienes hambre. ¿Él te dará de comer? Él dice que sí, que te dará algo. Pero si vas a la mesa de tu padre, casi sin preguntar, te sientas como algo natural y te das un festín al máximo, y te levantas y te vas; sientes que estás en deuda con él, pero no hay un sentido doloroso de obligación.

Ahora, todos estamos profundamente obligados a Dios, pero es la obligación de un niño, una obligación que nos impulsa a la gratitud, pero que no nos constriñe a sentirnos degradados por ella. ¡Oh! si Él no fuera mi Padre, ¿cómo podría yo esperar que Él aliviara mis necesidades? Pero como Él es mi Padre, Él lo hará, Él debe escuchar mis oraciones, y responder a la voz de mi clamor, y suplir todas mis necesidades de las riquezas de su plenitud en Cristo Jesús el Señor.

¿Tu padre te ha tratado mal últimamente? Tengo esta palabra para ti, entonces tu padre te quiere bastante tanto cuando te trata con rudeza como cuando te trata con amabilidad. A menudo hay más amor en un enojado corazón de padre que hay en el corazón de un padre que es demasiado bondadoso.

Supondré un caso. Supongamos que había dos padres y sus dos hijos se fueron a alguna parte remota de la tierra donde todavía se practica la idolatría. Supongamos que estos dos hijos fueran engañados, y engañados hacia la idolatría. La noticia llega a Inglaterra y el primer padre está muy enfadado. Su hijo, su propio hijo, ha abandonado la religión de Cristo y se convirtió en un idólatra.

El segundo padre dice: “Bueno, si eso lo ayudará en el comercio, no me importa. Si se lleva mejor con eso, todo muy bien.” Ahora bien, ¿cuál ama más?, el padre enojado o el padre que trata el asunto con complacencia. Bueno, el padre enojado es mejor. Él ama a su hijo, por lo tanto no puede dar el alma de su hijo por oro.

Dame un padre que se enoje con mis pecados y que busque hacerme volver, aunque sea por castigo. Gracias a Dios que tienes un Padre que puede estar enojado, pero que te ama tanto cuando Él está enojado como cuando te sonríe. Vete con eso en mente y regocíjate. Pero si no amáis a Dios ni le teméis, ve a tu casa, te ruego que confieses tus pecados y busques misericordia a través de la sangre de Cristo. Y que este sermón sea ​​útil para traerte a la familia de Cristo, aunque te hayas alejado de Él por tanto tiempo. Y aunque Su amor te ha seguido por mucho tiempo en vano, que ahora te encuentre y te lleve a Su casa. ¡Alegría!

 

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