SANA DOCTRINA - Ministerio de Difusión Bíblica

La muerte, un sueño

 

Un sermón predicado

Por Charles Haddon Spúrgeon

En la Capilla de New Park Street, Southwark

 

 

“Pero no quiero, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los demás que no tienen esperanza”

1 Tesalonicenses 4. 13

 

Puede haber algunos pocos casos extraordinarios "donde la ignorancia es una dicha" y donde "es una locura ser sabio". Pero en su mayor parte, la ignorancia es la madre de la miseria, y si tuviéramos más conocimiento, encontraríamos en ella una torre de fortaleza contra muchos miedos y alarmas que producen tristeza y penas en mentes oscuras e incultas. También es cierto que la mayor diligencia del estudiante no puede proteger su cuerpo o su mente de la fatiga y la angustia. 

 

Al protegernos contra una clase de males, podemos quedar expuestos a otros, como testifica Salomón que “el mucho estudio es fatiga de la carne”, y nuevamente, “Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor”. Aun así, pensamos que "la sabiduría es una ayuda, y el dinero un resguardo", con el aumento de cualquiera de los dos podemos aumentar nuestra seguridad, sin embargo, con el aumento de ambos pensamos que hay una ganancia provechosa.

 

Pero os recomendaría una sabiduría que no brota de la tierra, sino que desciende del cielo. El que es rico para con Dios sabe que “la bendición de Jehová enriquece, y no añade tristeza con ella”, y el que se hace sabio para la salvación, ha recibido esa sabiduría que “da vida a los que la tienen”. Si tuviéramos más sabiduría celestial, creo que deberíamos tener más gozo celestial y menos tristeza carnal. 

 

Muchas Doctrinas del Evangelio se convierten en medios de tristeza y miseria para el corazón, simplemente porque no se entienden. La ignorancia de la Biblia a menudo perturba los corazones y las conciencias de los hombres, impidiéndole encontrar esa paz de Dios que con un poco más de instrucción acerca de ella, seguramente la obtendrían. Y estoy seguro que la ignorancia u olvido de muchas de las preciosas y grandísimas promesas de Dios, y de las cosas maravillosas que se ha comprometido a hacer por su pueblo, a menudo hace que nuestros ojos se llenen de lágrimas y nuestro corazón se desborde de sufrimiento. Cuanto más sepa un cristiano de su religión, mejor para su paz y para su felicidad.

 

El Apóstol dice: “No quiero que ignoréis, hermanos”. Él sabía que esa era una mala condición, y bien podemos evitarla. Depende de esto, cuanto más comprendas el Evangelio, más encontrarás que el Evangelio te bendice y te hace feliz. Cada palabra que pronuncia la Sabiduría Eterna es pura. Presta pues atención a la palabra segura de la Escritura, y así viajarás como con un mapa en la mano, escapando de mil peligros a los que están expuestos los viajeros ignorantes, disfrutando, en cambio, de mil delicias que ellos no pueden discernir. Pero ¡ay de los que andan en tinieblas! No tienen nada que los alegre o anime, pero mucho que los asuste y aterrorice.

 

Dejando este punto preliminar, confío en que traten evitar toda ignorancia, y pidan a Dios que los guíe al conocimiento de toda verdad.

 

Ahora procedo a la aplicación especial de mi texto, cómo el Espíritu Santo ha diseñado como colocar una lámpara en el sepulcro, donde la oscuridad solía tener un dominio indiscutible. Aquí tenemos; en primer lugar, una metáfora conmovedora: una analogía de la muerte, “los que duermen”. En segundo lugar, una distinción solemne: hay algunos que mueren sin esperanza, y hay otros por quienes nos afligimos como por los que están sin esperanza. Y luego, en tercer lugar, hay una exhortación muy apacible: no afligirnos por los que duermen en Jesús, “como los demás que no tienen esperanza”.

 

 

I. Entonces, en primer lugar, aquí hay UN ANALOGÍA MUY EXPRESIVA, “los que están dormidos”.

 

La Escritura usa continuamente el término “dormir” para expresar la muerte. Así lo hizo Nuestro Salvador, dijo: “Nuestro amigo Lázaro duerme”, y tan bien, con una veracidad tan evidente y apropiada, describió la muerte como un sueño, que sus discípulos confundieron el sentido de sus palabras y dijeron: “Señor, si duerme, le irá bien”. Pero Jesús no habló del sueño pasajero del cansado, sino del sueño profundo de la muerte, y con mucha frecuencia, incluso en el Antiguo Testamento, se encuentra que se dice que ciertas personas “durmieron con sus padres y fueron sepultadas en un sepulcro”.

 

Tampoco consideraron ese sueño como un final desesperado de la vida, sino que, como dijo David: “Estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza”, esperaban despertar de ese sueño en el que creían que la muerte había arrojado en sus cuerpos. En el Nuevo Testamento se usa continuamente el mismo emblema, y es muy grato recordar que en las antiguas catacumbas de Roma, donde fueron enterrados los cuerpos de muchos santos, se encuentra continuamente escrito en sus tumbas: “Ella duerme”, “Duerme en Jesús”. “Despertará un día”, y epitafios similares que marcan la firme creencia de los cristianos de que el sueño era una imagen muy sublime y hermosa de la muerte.

 

Permítanme protegerme contra una mala suposición que puede surgir aquí. Cuando a la muerte se le llama sueño, no es porque el alma duerma, sino que la Sagrada Escritura nos dice que sube inmediatamente al Cielo. El alma del santo se encuentra de inmediato ante el Trono de Dios. Es el cuerpo del que se dice que duerme. El alma no duerme, ausente del cuerpo, está presente con el Señor, extiende sus alas y vuela hacia arriba, al reino de la alegría, y allí, deleitándose con gozo, y bañándose en bienaventuranza, encuentra un descanso de la agitación de la tierra infinitamente mejor que cualquier descanso en el sueño. Es el cuerpo, pues, el que duerme, y sólo el cuerpo. Trataré de decirles por qué pensamos que se usa la metáfora del sueño del cuerpo.

 

En primer lugar, porque el sueño es una suspensión de las facultades, pero no una destrucción del cuerpo. Cuando vemos a alguien naturalmente dormido, creemos que ese cuerpo se despertará de nuevo. No suponemos que esos ojos serán sellados en oscuridad perpetua, que esos huesos y esa carne permanecerán dormidos, para nunca más sentir la conciencia de ser, o agitarse con el impulso de la vida. No, esperamos ver reanudadas las funciones de la vida, los párpados abiertos para recibir los rayos de luz que animan y los miembros nuevamente ejercitados con actividad.

 

Entonces, cuando enterramos a nuestros muertos en sus tumbas, se nos enseña a creer que están dormidos. Nuestra fe (que está garantizada por la Palabra de Dios), discierne en la corrupción de la muerte una suspensión de los poderes del cuerpo en lugar de la aniquilación de la materia misma. La casa terrenal de este tabernáculo debe ser disuelta, pero un puede ser destruida. Aunque los huesos sean esparcidos a los cuatro vientos del cielo; al llamado del Señor Dios, se juntarán de nuevo, hueso con hueso. Aunque los ojos sean primero vidriosos, y luego devorados de sus cuencas, ciertamente serán restaurados, para que cada santo en su propia carne pueda ver a Dios.

 

En esta confianza depositamos el cuerpo de cada santo difunto en la tumba como en una cama. No dudamos que Dios guardará el polvo de los preciosos hijos e hijas de Sión. Creemos que en la resurrección habrá una perfecta identidad del cuerpo. Puede llamarlo no filosófico si quiere, pero no puede mostrarme que no es bíblico. La ciencia no puede demostrarlo, dices, pero la ciencia tampoco puede refutarlo. La razón queda avergonzada, mientras que Apocalipsis levanta su lengua de trompeta y exclama: “He aquí, os muestro un misterio; no todos dormiremos, pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles”.

 

Amados, pues, no miréis el cadáver de vuestro hermano o vuestra hermana en Cristo, como para despedirlos eternamente, más bien di: “Cuando me estiro en mi cama por la noche, espero despertarme a la primera llamada del mañana. Pero no sólo espero, estoy seguro que este durmiente heredero de la inmortalidad despertará de los profundos sueños de su reposo sepulcral en la aurora de la aparición del Esposo celestial”. “¡Ah!” Dice uno, “Hace apenas una o dos horas que estaba en la cámara cerrada donde yace mi pequeño bebé, levanté la tapa del ataúd y miré su querida carita plácida, y puedo creer lo que dices, la muerte es un sueño, así parecía. “No”, dice otro, “fue sólo ayer que estaba en un cementerio de Londres, horrorizado al ver cráneos y huesos desnudos y desarticulados, y nunca podré ver la muerte de la forma en que la representas”.

 

“Ahora bien, mis amigos, tomen nota de esto bien, porque puedo darles una respuesta a ambos: no es por el ejercicio de su sentido, sino por el ejercicio de su fe que obtendrán esta bendita esperanza. Podrías contemplar con amargura el rostro de los muertos, el tiempo suficiente antes de captar un síntoma de que la vida regresa, podrías andar a tientas en la bóveda oscura y húmeda el tiempo suficiente antes de que un rayo de luz te mostrara una avenida por la cual los cautivos pueden ser liberados de sus lúgubres celdas. No, no, debes visitar la tumba de Jesús, debes ir y “ver el lugar donde yacía el Señor”, entonces pronto percibirás cómo la piedra es removida y cómo resucitar es posible y seguro también. 

 

Además, el término “dormir” se usa bellamente para expresar la quietud del cuerpo. Descansa del trabajo. Mira el durmiente. Ha estado cansado, ha trabajado todo el día, pero ahora no hay cansancio. Respira suavemente, a veces un sueño puede perturbarlo, pero no está cansado, descansa en la inconsciencia del sueño. 

 

A menudo es agradable mirar el rostro de un durmiente cansado. ¿Nunca han pasado por un camino rural y allí, junto al camino, han visto al segador mientras descansaba un rato de sus fatigas, echado en la orilla? ¡Qué sueño tan pesado tiene y qué sonrisa bendita hay en su rostro mientras disfruta de ese descanso! 

 

Tal es el sueño natural del cuerpo, de donde proviene la metáfora de mi texto, y ¿no es este sueño de muerte un descanso después del trabajo? Los pobres miembros están cansados, ahora están tendidos en la tumba y cubiertos con el césped verde, para que no escuchen el ruido sobre sus cabezas, ni les moleste el bullicio. Se les coloca en sus tranquilas moradas, en lo profundo de la tierra, para que nadie pueda alarmarlos, y ahora que el cañón ruja sobre su tumba, que el trueno sacuda el cielo, que el relámpago destelle, ninguna vista ni sonido puede sobresaltarlos, o perturbar el sueño.

 

En tales tranquilas cámaras de retiro, sus problemas ahora han terminado. “Allí los impíos cesan de perturbar; y allí descansan los cansados.” El cuerpo ha pasado por su batalla, el guerrero duerme, el vencedor descansa, su frente pronto estará cubierta de laureles, la misma frente que ahora duerme en la tumba por un tiempo se levantará de nuevo para llevar la corona de la vida eterna, pero ahora descansa un poco hasta que se completen los preparativos para la entrada triunfal en el reino de Dios, cuando Cristo venga a recibir el cuerpo y el ama en su lugar de descanso eterno.

 

Nótese de nuevo que el sueño se usa como figura de la muerte para mostrarnos toda la despreocupación que sienten los muertos por todo lo que sucede abajo. El durmiente no sabe nada de lo que está pasando. El ladrón puede estar en la casa, pero no lo sabe; hay una tormenta, pero él duerme y no conoce el terror; pueden ocurrir mil accidentes en el exterior, o incluso en la cámara donde descansa, pero mientras el sueño pueda retenerlo, se despreocupará por completo y no los notará.

 

Y tal, Amados, es el caso de los muertos. Sus cuerpos, al menos, están completamente libres de preocupaciones. Los imperios pueden tambalearse, los reinos caer y las poderosas revoluciones sacudirán el mundo, pero ninguna de estas cosas...

 

“Hace que les duela el corazón, o

Rompe el hechizo de su profundo reposo”.

 

Puede haber una apostasía, una regresión en la iglesia, pero el ministro en la tumba no lo sabe, la lengua de Wickliffe no se moverá con una severa reprensión, Los ojos de Knox no brillarán con indignación. Sí, y cada órgano corporal a través del cual la mente solía revelarse ahora están cerrados, “Así el hombre se acuesta y no se levanta; hasta que los cielos no existan más, no despertarán, ni serán levantados de su sueño”.

 

Hay una visión aún más dulce de esta metáfora que ahora les señalaré. El sueño, como saben, es un medio de refrescarse, al reclutar nuestras fuerzas agotadas para prepararnos para un nuevo ejercicio de nuestras facultades cuando despertamos. Así también es la muerte. El sueño de la muerte es un requisito como preparación para el cielo, en lo que se refiere al cuerpo. El alma debe ser preparada por un bendito cambio obrado sobre ella en este estado de tiempo, pero el cuerpo espera su plena redención hasta la resurrección. Aunque puede que no siga la metáfora en el proceso mediante el cual se produce el cambio, puedo creer que se mantendrá bastante bien en el resultado. 

 

El fortalecimiento del cuerpo, por supuesto, se produce gradualmente durante las horas de sueño, así como los cambios se suceden sucesivamente en el grano de trigo que cae en la tierra y muere. El despertar de uno y el brotar de otro, en salud y vigor, resultan de causas que tienen lugar en el intervalo. Pero no estoy preparado para decir que es exactamente así con el polvo durmiente del tabernáculo terrenal del hombre. 

 

El gusano codicioso que lo devora, la corrupción general que se alimenta de él y la tierra inmunda con la que se mezcla, pueden consumir lo que es corruptible, pero estos no pueden tener poder para refinar la naturaleza, o para producir la gloriosa semejanza a que deben ser llevados por los santos. Siempre debe guardarse de forzar una figura, especialmente cuando, al hacerlo, contradiga las claras enseñanzas didácticas de las Escrituras. 

 

No miramos hacia abajo a la tumba como si fuera un crisol para purificar nuestra naturaleza, o un baño en el que se limpian las vestiduras de mortalidad, sino que miramos hacia el cielo, de donde vendrá el Salvador, “nuestro Señor Jesucristo, que cambiará nuestro cuerpo vil, para que sea semejante a su cuerpo glorioso, según el poder por el cual es capaz incluso de someter a sí mismo todas las cosas”.

 

Una vez más, hay una palabra muy preciosa en relación con este sueño que no debemos dejar pasar por alto. En el versículo catorce dice que “duermen en Jesús”. ¡Dulce pensamiento! Esto nos enseña que la muerte no disuelve la unión que subsiste entre el creyente y Cristo. ¡Cuando el cuerpo muere, no deja de ser parte de Cristo! “¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?” dijo el apóstol a los que todavía vivían en el mundo, y ahora, en cuanto a aquellos cuyo curso terrenal ha terminado, nuestros difuntos amigos que “duermen en Jesús”, están tanto en Cristo ahora como lo estaban en la tierra, y sus cuerpos, que fueron preciosos para el Señor, y preservados como la niña de Sus ojos, son tan preciosos para Él ahora, en su muerte, como lo fueron siempre.

 

Una vez, estando en vida, fue su delicia tener comunión con Jesús en Su muerte y resurrección, como reconociéndose uno con Él cuando murió y resucitó, y es seguro que Jesús también se da a conocer con ellos cuando están soportando la última batalla. ¡Cuántas veces hemos visto iluminarse sus ojos con un brillo casi sobrenatural justo antes de cerrarse ante todo lo que está bajo el cielo! ¡Cuántas veces hemos visto sus manos levantadas con expresión triunfal de despedida y luego puestas inmóvil a su lado! ¡Cuán a menudo la presencia del Amado a sostenido la frágil vivienda del cristiano moribundo que ha desafiado a la muerte “queriendo apagar su inmortalidad o sacudir su confianza en Dios!”

 

Y fíjense cómo los santos en Jesús, cuando sus cuerpos duermen en paz, tienen comunión perpetua con Él, ¡sí, mejor comunión de la que podemos disfrutar! Sólo tenemos un atisbo transitorio de Su rostro; ellos lo miran a cada momento. Nosotros lo vemos “a través de un espejo, en tinieblas”, ellos lo contemplan “cara a cara”. Por cierto, bebemos del arroyo, ellos se sumergen en el océano mismo del amor ilimitado. Miramos hacia arriba a veces, y vemos a nuestro Padre sonreír cada vez que podemos, en cambio Su rostro siempre está lleno de sonrisas para ellos. Obtenemos algunas gotas de comodidad, pero ellos obtienen el panal en sí. Tienen su copa llena de vino nuevo, rebosante de delicias perennes y puras. Están llenos de paz y alegría para siempre. Ellos “duermen en Jesús”

 

Amados, tal descripción de la muerte nos hace desear dormir también. ¡Oh Señor, déjanos ir a dormir con los difuntos! ¡Oh hora feliz en que un terrón del valle será nuestra almohada! Y, aunque sean momentos tan difíciles, no seremos afectados por ello. ¡Hora feliz, cuando la tierra será nuestra cama! Fría será la arcilla, pero no lo sabremos, nos dormiremos y descansaremos. El gusano celebrará un banquete dentro de nuestros huesos y la corrupción se amotinará sobre nuestro cuerpo, pero no lo sentiremos. La corrupción sólo puede alimentarse de lo corruptible; la mortalidad sólo puede aprovecharse de lo mortal.

 

¡Ay, déjame descansar! ¡Ven, noche, y déjame dormir! ¡Ven, mi última hora! ¡Déjame inclinarme sobre la cama! ¡Ven, Muerte, oh, ven ligera a mi lecho! ¡Ay, golpea si quieres, pero tu caricia es el toque amoroso que adormece mi cuerpo! ¡Dichosos, felices los que mueren en el Señor!

 

 

II. Ahora, en segundo lugar, aquí hay UNA DISTINCIÓN SOLEMNE.

 

Todos los hombres mueren, pero todos los hombres no mueren igual. Hay dos clases de muerte. No hablo ahora de los animales inferiores, de ellos nunca leemos en la Escritura que duerman, sino que hablo del HOMBRE, de quien es cierto que "habrá resurrección de los muertos, así de justos como de injustos". ¡Está la muerte de los justos, que es pacífica, feliz y gozosa más allá de toda expresión! En sus consecuencias futuras está, además, la muerte de los malvados, triste en sí misma, pero dolorosa en sus inevitables resultados a lo largo de una terrible eternidad. 

 

Venid, pues, amados, consideremos esta distinción. Hay algunos, debemos inferir de este texto, por quienes podemos afligirnos como aquellos por quienes no tenemos esperanza, mientras que hay otros, por quienes se nos dice que no podemos afligirnos así, con respecto a su muerte tenemos toda esperanza y toda alegría.

 

Volviendo por un momento a las naciones paganas, no nos sorprende que se exprese mucho dolor en sus funerales, que contraten mujeres que les arrancan el cabello, hacen ruidos horribles y afligen sus cuerpos con todo tipo de contorsiones antinaturales para expresar la mayor agonía, mientras los pariente y amigos se cubren con cilicio y ceniza, y pasan el tiempo en llantos y lamentos. No nos sorprende que tales costumbres prevalezcan y se transmitan entre aquellos que no tienen conocimiento de una resurrección. Suponen que cuando el cuerpo sea enviado a la tumba, nunca lo volverán a ver, por lo que no nos maravillamos que lloren:

 

“Llorad por la muerta, y lamentadla;

Llorad por la muerta, y lamentadla;

Ella se ha ido; ella se ha ido;

No la volveremos a ver,

¡Llorad por los muertos, y lamentadla!”

 

Verás, no hay esperanza en su caso para mitigar su aflicción. Pero en una tierra nominalmente cristiana, aunque estamos persuadidos de que todos los hombres tendrán una resurrección, ¡cuántos mueren de quienes no tenemos esperanza! Quiero decir, que no tendremos ninguna esperanza de volver a encontrarnos con ellos. Frecuentemente, nuestros pequeños niños cantan,

 

“Oh, eso será gozoso,

¡Alegría, alegría!

¡Cuando nos encontremos para no separarnos más!”

 

Pero hay otro lado de esa verdad:

 

Oh, eso será triste,

¡Doloroso, triste!

¡Cuando nos separemos para no encontrarnos más!

 

Cuando nuestros malvados amigos mueran, si somos justos, debemos recordar que nunca los volveremos a encontrar. Podremos contemplarlos, pero será un espectáculo espantoso, podremos verlos como Lázaro vio al hombre rico en el Infierno, podremos contemplarlos a través del gran abismo que los separa de nosotros, pero recuerde que el último apretón de manos con un impío familiar es un adiós eterno, ese último susurro de simpatía en el lecho de muerte será sin duda el definitivo, nunca más los llamaremos amigos, estaremos separados para siempre. La muerte, como un poderoso terremoto, estremece dos corazones que parecían estar indisolublemente unidos, y un gran abismo de ira y fuego los separará. Uno en el Cielo y el otro en el Infierno, nunca se volverán a encontrar, no hay esperanza de ello.

 

No soportaríamos perder a algunos de ustedes; sin embargo, si se quedan dormidos, con santa seguridad los enviaremos a sus tumbas y diremos: “Señor, te damos gracias porque te ha placido tomar para ti a nuestro amado hermano”. Sin embargo, ¡ay! Hay muchos aquí, por quienes oramos a Dios para que no mueran, porque sabemos que nunca los volveremos a ver en paz, alegría y felicidad.

 

Hay algunos de ustedes, ahora al alcance de mi voz, juzguen ustedes de quienes hablo, acerca de los cuales, si se fueran ahora, podríamos decir, como lo hizo David: “¡Hijo mío, hijo mío, Absalón! ¡Ojalá yo hubiera muerto por ti, oh Absalón, Absalón, hijo mío, hijo mío!” Si se marcharan ahora, en verdad podríamos lanzar un llanto muy amargo, podríamos pedir a la lechuza y al avetoro, con sus lúgubres aullidos, que ayuden en nuestros lamentos. Tendríamos necesidad de llorar por ustedes, no porque sus cuerpos estuviesen muertos, sino porque sus almas fueron arrojadas a un tormento indecible.

 

Oh, señores, si alguno de ustedes muriera, sería el dolor de su madre, porque amargamente reflexionaría que estarán rechinando sus dientes en la desesperación, recordaría que estarán fuera del alcance de toda oración, apartado de toda esperanza y de todo refugio, que nunca podría volver a verte, su destino será estar para siempre con su Señor en el Cielo, ¡pero tu condenación será el de ser excluido para siempre!

 

Hombres y mujeres jóvenes, sí, y todos ustedes que han tenido amigos piadosos que se han ido antes, ¿no les gustaría reunirse con ellos ante el Trono eterno? ¿Pueden soportar el pensamiento aterrador de que estarán separados de algunos de ellos para siempre, porque no son hijos del Señor, ni buscan las cosas que pertenecen a su paz? Creo que desean encontrarse con ellos allí, ¿no es así? Pero nunca lo harán, a menos que pisen los pasos que ellos pisaron y recorran el camino que ellos amaban. 

 

Si sus corazones no están en Jesús, Si sus almas no están entregadas a Él, ¿cómo podrán hacerlo? Porque si sus caminos no son los mismos, sus fines serán diferentes. No se encontrarán en la meta del Cielo a menos que se encuentren aquí en la tierra en la misma puerta, la puerta estrecha y entren por ella para ir por el camino estrecho y angosto.

 

Oh, si alguno de ustedes estuvieran a punto de morir, su ministro tendría que ir al lado de su cama y decir, “Adieu, nunca los veré más”, y si ustedes miraran hacia arriba y dijeran: "¿Qué, señor? ¿Nunca más?" Él podría responder: “Te he visto muchas veces en la Casa de Dios, hemos cantado juntos, hemos orado juntos, hemos adorado juntos en el mismo santuario, pero ahora todo ha terminado ¡Nunca te veré más!” “¿Qué, nunca, Ministro? ¿Nunca volveré a escuchar tu voz?” "No, nunca, a menos que estés en Cristo ahora, ¡adiós para siempre!” 

 

¡Oh, pobre alma, qué cosa más dolorosa estrechar las manos para siempre, decir adiós para siempre, uno para descender a las llamas sin fin y el otro para ascender a los reinos de la felicidad eterna! De hecho, podemos afligirnos por ellos, si no tenemos esperanza de volver a encontrarnos con ellos. 

 

Pero no deberíamos afligirnos tanto si no volviéramos a verlos, si supiéramos que serán felices, pero si mueren sin Cristo, sí nos afligimos, porque no tenemos esperanzas de que tengan alguna felicidad. O incluso si ahora, estuvieran en la miseria, podríamos abrigar la esperanza de que algún día podrían escapar, así que tampoco deberíamos afligirnos por ellos como aquellos que no tienen esperanza.

 

¡Pero ay!, recordamos que nuestros amigos perdidos están perdidos para siempre, recordamos que no hay sombra de esperanza para ellos, cuando la puerta de hierro del infierno se cierre una vez sobre ellos, nunca más se abrirá para darles libertad, cuando encerrados dentro de esos muros de llamas sofocantes que rodean el abismo de fuego, no tengan posibilidad de huir, recordaremos que esos muros tienen estampado: “para siempre”, en sus cadenas talladas: “para siempre ”; y grabado en profundas líneas de desesperación en sus corazones: “para siempre”.

 

Es el Infierno del Infierno que todo allí dura para siempre. Aquí, el tiempo desgasta nuestras penas y embota el filo agudo del dolor, pero allí, el tiempo nunca mitiga el dolor. Aquí, la simpatía de los parientes amorosos, en medio de la enfermedad o el sufrimiento, puede aliviar nuestro dolor, pero allí, las reprimendas y los reproches mutuos de los compañeros pecadores dan nuevos aguijones a un padecimiento demasiado espantoso para ser soportado. Aquí, también, cuando falla el último paliativo de la naturaleza, morir puede ser una liberación feliz, un hombre puede contar las horas fatigosas hasta que la muerte le dé descanso, pero ¡oh! recuerda, no hay muerte en el Infierno, la muerte, que es un monstruo en la tierra, sería un ángel en el Infierno. Pero la terrible realidad es esta: “Su gusano no muere, y el fuego nunca se apaga”. 

 

¿Debemos dar un paso más? Es un trabajo terrible dar estas advertencias, pero sería aún más terrible ocultar cualquier verdad por amarga que sea. Cuando hemos pronunciado un lamento lastimoso por las naciones paganas, y cuando hemos hablado con una emoción más profunda de los profanos, los libertinos y los despreciadores de Dios, ¿acaso, no lo hemos hecho? Estos no tienen la apariencia de paz en sus propios pechos.

 

 ¡Pero ay! ¡Pobre de mí! Hay muchos que mueren en el engaño de una falsa paz. ¿De qué serviría que expresaran con sus labios sentimientos piadosos si no cambiaran sus corazones? ¿Qué pasaría si recibieran “el pan y el vino” en el término de su naturaleza? ¿Les servirá el opio sacramental en lugar del testimonio interior de reconciliación con Dios? Oh, escuchen esto, ustedes que están tranquilos, escuchen todos ustedes cuya religión se manifiesta en formas externas: “Como ovejas fueron puestos en el sepulcro; la muerte se alimentará de ellos; y los rectos se enseñorearán de ellos por la mañana. Te confieso que la metáfora que me encanta en un caso me espanta en el otro, tan grande es la distinción entre los durmientes.

 

 Mire al hombre que ha buscado ser justificado por las obras de la Ley, o que de alguna manera pervirtió el Evangelio de Cristo. Con una fatal calma de conciencia, se acurruca seguro. “Como el que sueña que tiene hambre, y he aquí que despierta y come; pero su alma está vacía; o como el que sueña que tiene sed, y he aquí que despierta y bebe, pero despierta, y he aquí, está desfallecido y su alma tiene apetito.” Duerme el sueño profundo de la muerte, preparado, como supone, para encontrarse con el Juez. Cuando despierte, el hechizo se disolverá. Le espera la terrible sentencia, "Vete".

 

¡Oh Amado, tiemblo al pensar que un hombre puede subir con paso alegre al cielo sólo para ser arrojado al abismo más profundo! Mientras se encuentran entre las tumbas de sus amigos fallecidos, les suplico que se examinen a sí mismos. Sólo si puedes decir: “Para mí el vivir es Cristo”, tienes derecho a añadir, “y morir es ganancia”.

 

Pero ahora está el caso del cristiano. ¿No es importante para el consuelo y el gozo santo, para algunos de nosotros, que acerca de nuestros amados amigos que ahora duermen tranquilamente en sus tumbas, no tengamos que afligirnos como aquellos que no tienen esperanza? La muerte de los santos es preciosa a los ojos del Señor. Por ellos tenemos motivo más para regocijarnos que para llorar.

 

¿Y por qué? Porque esperamos que estén seguros en el Cielo, sí, más aun, tenemos la firme convicción de que ya sus espíritus redimidos han volado hasta el Trono eterno. Creemos que en este momento se unen a los aleluyas del Paraíso, se deleitan con los frutos del Árbol de la Vida, y caminan a la orilla del rio cuyas corrientes alegran la ciudad celestial de nuestro Dios. Sabemos que son supremamente bendecidos, pensamos en ellos como espíritus glorificados en lo alto, que están “para siempre con el Señor”.

 

Tenemos esa esperanza y luego tenemos otra esperanza con respecto a ellos: esperamos que, aunque los hayamos sepultados, resucitarán. En el versículo que sigue a nuestro texto está escrito: “A los que durmieron en Jesús, Dios los traerá con Él”. Nos regocijamos porque no solo “descansan de sus trabajos, y sus obras los siguen”, sino que después de haber descansado un poco, sus cuerpos resucitarán. Sabemos que su Redentor vive, y estamos seguros de que Él, en el último día, se levantará sobre la tierra, y que ellos se levantarán sobre la tierra con Él.

 

Nos regocijamos que los muertos en Cristo resucitarán primero, que vendrán en ese día cuando, “con las nubes descendiendo”, “Él vendrá para ser glorificado en Sus santos, y para ser admirado en todos los que creen”. Esperamos el día en que los cuerpos enterrados sean seres vivientes una vez más, esperamos que los ojos vidriosos vuelvan a estar radiantes de luz, creemos que los labios mudos aún cantarán, los oídos sordos aún oirán y que los pies cojos aún saltarán como el ciervo.

 

Estamos esperando el momento en que nos encontraremos con los santos en sus mismos cuerpos, y los reconoceremos. Es nuestra esperanza que se levantaran de nuevo, y que los encontraremos y los conoceremos. Confío en que todos ustedes creen firmemente que reconocerán a sus amigos en el Cielo. Considero que la doctrina del no reconocimiento de nuestros amigos en el Cielo es maravillosamente absurda, no puedo concebir cómo puede haber comunión de santos en el Cielo a menos que haya un reconocimiento mutuo. No podríamos tener comunión con seres desconocidos, si no supiéramos quiénes son, ¿cómo podríamos unirnos a su compañía? Además, se nos dice que “nos sentaremos con Abraham, Isaac y Jacob”. Supongo que conoceremos a esos benditos patriarcas cuando nos sentemos con ellos, y si los conocemos, no hay más que un solo paso para suponer que conoceremos a toda la asamblea general.

 

 Además, habrá muy poca dificultad en descubrirlos porque cada semilla tiene su propio cuerpo, por el cual se nos enseña que cada cuerpo, siendo diferente de cualquier otro cuerpo al ser sembrado, cuando crezca espiritualmente, será diferente a cualquier otro. Y aunque el cuerpo espiritual no tenga ninguno de los rasgos en su rostro como los que tenemos nosotros, porque será mucho más glorioso y espléndido, sin embargo, tendrá tanta identidad que nosotros, siendo instruidos, seremos capaz de decir de él: “Este es el cuerpo que brotó de tal semilla”, así como reconocemos las diferentes clases de maíz o flores que brotan de las diferentes clases de semilla que se siembran. Quita el reconocimiento y te habrás llevado, creo, una de los gozos del Cielo. Me parece que hay mucha dulzura del cielo en el pequeño verso (por citar otro de los himnos para niños):

 

“Los maestros también se reunirán arriba,

Y nuestros pastores a quienes amamos

Nos reuniremos para no separarnos más”.

 

 

III Y ahora, en tercer lugar, TENEMOS UNA SUAVE EXHORTACIÓN.

 

La exhortación aquí se insinúa delicadamente: que el dolor de los cristianos afligidos por sus amigos cristianos no debe ser en absoluto como el dolor de las personas inconversas por sus parientes impíos. No tenemos prohibido el dolor, “Jesús lloró”. El Evangelio no nos enseña a ser estoicos, debemos llorar, porque la intención era que la vara se sintiera, de lo contrario no podríamos “haber sentido la vara y quién la empuñó”. 

 

Si no sintiéramos el golpe cuando se llevaron a nuestros amigos, seríamos peores que los paganos y los publicanos. La Gracia de Dios no quita nuestras sensibilidades, sólo las refina y, en cierto grado, refrena la violencia de su expresión. Aun así, debe haber alguna diferencia entre el dolor de los justos y el dolor de los impíos.

 

Primero, debería haber una diferencia en su vehemencia. Puede ser natural para las pasiones desenfrenadas de un hombre impío, que ha perdido a su esposa, tirarse del cabello, arrojarse sobre la cama, agarrar el cuerpo, declarar que no será enterrado, andar delirando por la casa maldiciendo a Dios y diciendo toda clase de cosas duras de Sus dispensaciones; pero eso no sería conveniente para un cristiano. No debe murmurar. Un cristiano puede ponerse de pie y llorar. Puede besar la mano fría y querida por última vez, y llover lluvias de lágrimas sobre el cuerpo sin vida, mientras “la compasión aumenta la marea del amor”.

 

Pero Dios y Su religión exigen que él diga, después de hacer esto: “Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito.” Puede llorar, debe hacerlo, puede afligirse, debe hacerlo, puede vestir ropa de duelo. ¡Dios no permita que creamos en ninguna religión que prohíba que mostremos signos externos de tristeza por nuestros amigos! No podemos, y no debemos llorar como lloran los demás, no debemos llevar siempre el ojo rojo y lloroso, no debemos llevar siempre con nosotros el rostro abatido y angustiado, si lo hacemos, el mundo dirá de nosotros que nuestra conducta desmiente nuestra profesión, nuestros sentimientos están en desacuerdo con nuestra fe.

 

Una vez más, hay otra cosa que nunca debemos permitir que entre en nuestro dolor: el menor grado de arrepentimiento. Un hombre malvado, cuando se entristece por los que se han ido sin esperanza, no pocas veces murmura contra Dios, pero es muy diferente con el cristiano, él inclina humildemente la cabeza y dice: “Hágase tu voluntad, oh Dios”. 

 

El cristiano aún debe reconocer la misma mano misericordiosa de Dios, ya sea que se extienda para dar o para quitar. El lenguaje de su fe es: “Aunque él me matare, en él confiaré; aunque Él lo quite todo, no me quejaré.” No digo que todos los cristianos sean capaces de mantener tal alegre sumisión de espíritu. Sólo digo que deben, y que tal es la tendencia de la religión cristiana, y si tuvieran más del Espíritu de Dios en el corazón, esa sería su disposición habitual.

 

Podemos afligirnos, amados, pero no con lamento. Debe haber resignación mezclada con el arrepentimiento. Debe haber entrega, incluso con aceptación agradecida, de lo que Dios pide, ya que creemos que Él sólo toma lo que es suyo.

 

Y ahora, sólo hay una observación más. Creo que, cuando el cristiano sufre, debe estar tan contento como triste. Pon tu tristeza en un platillo de la balanza, y tu alegría en el otro, y luego mira si para la alabanza no tiene el mismo peso tanto para las razones de tu alegría como para las razones de tu dolor. Entonces dirás: “Se ha ido, hay una lágrima por ella. Ella está en el cielo, hay una sonrisa para ella. Su cuerpo está con los gusanos, ojos llorad. Su alma está con Jesús, gritad, labios, ay, gritad de alegría. La tierra fría la ha cubierto, se ha ido de mi vista, duerme en la tumba triste, tráeme las ropas de luto.

 

No, ella está ante el Trono de Dios y del Cordero, bendita es, préstame un arpa, y déjame agradecer a mi Dios que se haya unido a la hueste vestida de blanco en aquellas llanuras benditas. ¡Oh coche fúnebre, oh funeral, oh sudario y ropajes de aflicción, tú eres muy apropiado para ella! La he perdido; y ella, con muchas angustias y luchas, ha pasado por el Valle de sombras de muerte, pero ¡oh rostro gozoso! ¡Oh cantos de alegría! ¡Oh gritos de éxtasis! ¡Porque igualmente te estás transformando! Porque cuando pasó por el valle de sombra de muerte, no temió mal alguno, porque tu vara y tu cayado la consolaron. Ahora, más allá del alcance de las angustias de la muerte, su alma se baña en mares de bienaventuranza, está con su Señor”.

 

Es bueno tener un poco de canto además de llorar en un funeral, bien se convierte en el entierro de los santos. Los ángeles nunca lloran cuando mueren los santos, ellos cantan. Nunca escuchaste a un santo decir, cuando se estaba muriendo: “¡Hay ángeles en la habitación, escucha! ¿Puedes oírlos sollozar porque me estoy muriendo?” ¡No! Pero a menudo hemos escuchado a un santo decir: “Hay ángeles en la habitación y puedo oírlos cantar”. Eso es porque los ángeles son más sabios que nosotros. Nosotros juzgamos por la vista de nuestros ojos y el oír de nuestros oídos, pero los ángeles juzgan de otra manera. Ellos “ven, oyen y conocen” el gozo de los bienaventurados y, por lo tanto, no tienen lágrimas, pero tienen canciones para ellos, y cantan en voz alta cuando el cristiano es llevado a casa como un manojo de trigo completamente maduro.

 

Y ahora, amados, pronto moriremos todos. En unos años más, tendré una lápida encima de mi tumba. Algunos de ustedes, espero, dirán: “Allí yace nuestro ministro, quien una vez nos reunió en la casa de Dios, y nos llevó al propiciatorio, y se unió a nuestro cántico. Allí yace uno que a menudo fue despreciado y rechazado por los hombres, pero sin embargo Dios lo bendijo para la salvación de nuestras almas, y selló Su testimonio en nuestros corazones y conciencia por la operación del Espíritu Santo”. Tal vez algunos de ustedes visiten mi tumba y traigan algunas flores para esparcir sobre ella, en recuerdo alegre y agradecido de las horas felices que pasamos juntos. Es tan probable que sus tumbas se construyan tan pronto como la mía.

 

¡Ay, queridos amigos! ¿Deberíamos escribir en su lápida ”Ella duerme en Jesús? ¿”Él descansa en el seno del maestro”? ¿O tendremos que decir la pura verdad, “Él se ha ido a su propio lugar”? ¿Cuál será? Pregúntense, cada uno de ustedes, ¿dónde estará mi alma?

 

“Donde moran nuestros mejores amigos, nuestros parientes,

Donde reina Dios nuestro salvador”, o

Donde los demonios los hundirán en el infierno

En una desesperación infinita”.

 

Puedes averiguar cuál será, y puedes decirlo por esto: ¿Crees en el Señor Jesucristo? ¿Amas al Señor Jesús? ¿Estás parado en Cristo, la roca sólida? ¿Has construido tu esperanza del cielo sólo en Él? ¿Tú, como culpable pecador, te has arrojado a Su propiciatorio, mirando a Su sangre y justicia, para ser salvo, por ello y sólo por ello? Si es así, no temas morir: ¡estarás a salvo, siempre que te llegue la llamada! Pero si no, ¡tiembla, tiembla! Puedes morir mañana, debes morir algún día, será algo triste morir y estar perdido sin posibilidad de salvación. ¡Qué Dios Todopoderoso conceda que todos podamos ser salvos al fin, por causa de Jesús! Amen.

 

 

 

Nota:

El 31 de enero de 1892, el amado predicador, “después de haber servido a su propia generación por voluntad de Dios, se durmió”. Este tema fue el motivo que inspiró al predicador con otro pasaje que se encuentra en “Hechos 13. 36”. El sermón fue publicado y leído el día de su funeral, al cual la Señora Spúrgeon le dio el título, “Su propio sermón fúnebre”. Han pasado muchos años desde su regreso a casa, pero C. H. Spúrgeon “todavía habla, por medio de sus sermones impresos.

 

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