SANA DOCTRINA - Ministerio de Difusión Bíblica

La Credibilidad de la Resurrección

 

Sermón predicado la mañana del domingo 25 de agosto, 1872

Por Charles Haddon Spúrgeon

En El Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres.

 

 

“¡Qué! ¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los muertos?”  

 Hechos 26: 8.

 

Nosotros no sufrimos ninguna angustia por las almas de nuestros amigos creyentes que han fallecido, pues estamos seguros de que están donde está Jesús y de que contemplan Su gloria conforme a la memorable oración de nuestro Señor. Muy poco sabemos sobre el estado incorpóreo, pero sí lo suficiente para estar seguros, sin ningún lugar a dudas, de que:

 

“Son supremamente dichosos,

Terminaron de una vez con el pecado, con los cuidados y la aflicción,

Y reposan con su Salvador”.

 

Nuestra principal inquietud tiene que ver con esos cuerpos que depositamos en el sepulcro lóbrego y solitario. No podemos reconciliarnos con el hecho de que sus amados rostros estén siendo despojados de toda su belleza por los dedos de la putrefacción, y que todos los distintivos de su condición humana sean víctimas de la corrupción. Para nosotros es duro que las manos y los pies y toda la hermosa textura de sus nobles formas se conviertan en polvo y que terminen en una completa ruina. No podemos evitar las lágrimas junto al sepulcro; aun el Hombre perfecto no pudo impedir el llanto junto a la tumba de Lázaro. Nos duele pensar que nuestros amigos están muertos y por eso nunca vamos a poder mirar con amor a la tumba. No podemos decir que las catacumbas o las bóvedas nos complazcan. Aún lamentamos -y sentimos que es natural el hacer lo que una maldición tan terrible haya caído sobre nuestra raza como para que “esté establecido para los hombres que mueran una sola vez”. Dios la envió como un castigo y no podemos regocijarnos en ella.

 

La gloriosa doctrina de la resurrección tiene el propósito de suprimir esa fuente de aflicción. No debemos turbarnos con respecto al cuerpo como tampoco debemos hacerlo con respecto al alma. La fe en la inmortalidad nos alivia de toda ansiedad en lo referente al espíritu de los justos y esa misma fe, si es ejercida en la resurrección, disipará con igual certeza cualquier desesperanzada aflicción en cuanto al cuerpo, pues, aunque aparentemente está destruido, ese cuerpo vivirá de nuevo. No ha sido entregado a la aniquilación. Ese mismo cadáver que depositamos en el polvo dormirá sólo por un tiempo, y, al sonido de la trompeta del arcángel, despertará envuelto en una belleza excelsa, revestido con unos atributos desconocidos para él mientras permaneció aquí. El amor del Señor para con Su pueblo es un amor por su humanidad integral. Él los escogió, no como espíritus incorpóreos, sino como hombres y mujeres vestidos de carne y sangre. El amor de Jesucristo para con Sus escogidos no es meramente un afecto hacia su naturaleza superior, sino también hacia aquello que somos propensos a considerar como su parte inferior pues, en Su libro, todos sus miembros fueron registrados. Él guarda todos sus huesos, y aun los cabellos de su cabeza están todos contados. ¿Acaso no asumió Él nuestra íntegra condición humana? Él tomó en unión con Su Deidad un alma humana, pero también asumió un cuerpo humano, y en ese hecho nos ha proporcionado una evidencia de Su afinidad con nuestra humanidad completa, con nuestra carne y con nuestra sangre, así como con nuestra mente y con nuestro espíritu. Además, nuestro Redentor ha rescatado perfectamente tanto el alma como el cuerpo. No fue una redención parcial la que nuestro Pariente realizó por nosotros. Sabemos que nuestro Redentor vive, no sólo con respecto a nuestro espíritu, sino con respecto a nuestro cuerpo; así que, aunque el gusano devore su piel y su carne, resucitará, porque lo ha redimido del poder de la muerte y lo ha rescatado de la prisión de la tumba.

 

La humanidad íntegra del cristiano ya ha sido santificada. No es meramente con su espíritu que sirve a su Dios, sino que presenta sus miembros para la gloria de su Padre celestial como instrumentos de justicia. El apóstol pregunta: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?” Ciertamente lo que ha sido un templo del Espíritu Santo no será destruido definitivamente. Puede ser desmantelado, como era desmantelado el tabernáculo en el desierto, pero era desmontado para ser levantado de nuevo, o, para usar una variante de la misma figura, el tabernáculo puede desaparecer pero sólo para ser remplazado por el templo. “Sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos”. Hermanos míos, si el Salvador dejara una parte de los componentes de los miembros de Su pueblo en la tumba, no sería una victoria completa sobre Satanás; si sólo emancipara sus espíritus no se vería como si hubiese destruido todas las obras del diablo. No habrá ni un solo hueso, ni tampoco un solo trozo de hueso de alguno de los miembros del pueblo de Cristo que permanezca en el osario al final. La muerte no podrá mostrar ni un solitario trofeo; su prisión será despojada de todo el botín que haya tomado de nuestra humanidad. El Señor Jesús tendrá en todas las cosas la preeminencia e incluso con respecto a nuestro componente material, Él vencerá a la muerte y al sepulcro, llevando cautiva nuestra cautividad. Es un gozo pensar que ya que Cristo ha redimido al hombre y ha santificado al hombre integralmente, y ya que será honrado en la salvación integral del hombre, entonces nuestra humanidad completa podrá glorificarlo. Las manos con las que pecamos serán alzadas en una hermosa adoración. No solamente la mente que ama ahora al Señor estará perpetuamente enlazada a Él y el espíritu que lo contempla se deleitará por siempre en Él y estará en comunión con Él, sino que su propio cuerpo que ha sido un obstáculo y un estorbo para el espíritu, y que ha sido un archirebelde en contra de la soberanía de Cristo, le rendirá homenaje con voz y manos y cerebro y oídos y ojos. Tenemos puesta la mira en el tiempo de la resurrección para el cumplimiento de nuestra adopción, es a saber, la redención del cuerpo.

 

Ahora bien, siendo esta nuestra esperanza, aunque creemos y nos regocijamos en ella en alguna medida, con todo tenemos que confesar que algunas veces surgen preguntas y que el corazón malvado de la incredulidad exclama: “¿Puede ser cierto? ¿Es posible?” En tales momentos es sumamente necesaria la pregunta de nuestro texto: “¡Qué! ¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los muertos?”

 

Esta mañana, amados hermanos, voy a pedirles que miren primero a la dificultad directamente a la cara; y, luego, en segundo lugar, vamos a intentar suprimir la dificultad. Hay una sola manera de hacerlo, y es algo muy simple; y luego, en tercer lugar, diremos una o dos palabras acerca de nuestra relación con esta verdad.

 

 

I. Primero, entonces, MIREMOS ESTA DIFICULTAD A LA CARA.

 

Ni por un instante vamos a desistir de hacer la más valiente y la más clara aseveración de nuestra fe en la resurrección, aunque dejaremos que afloren sus dificultades. En diferentes momentos, algunos cristianos confundidos han intentado paliar o atenuar el impacto de la doctrina de la resurrección y de otras verdades semejantes, con el objeto de hacerlas más aceptables para las mentes escépticas o filosóficas, pero eso no ha tenido ningún éxito nunca. Nadie ha quedado convencido jamás de una verdad si descubre que quienes profesan creerla adoptan un tono apologético al exponerla en razón de que están medio avergonzados de ella. ¿Cómo puede alguien convencer a otra persona de una verdad si no siente una convicción por esa verdad, pues, hablando claramente, es a eso a lo que se reduce? Cuando modificamos, matizamos y atenuamos nuestros enunciados doctrinales, hacemos concesiones que nunca serán reciprocadas y que sólo son recibidas como admisiones de que nosotros mismos no creemos lo que aseveramos. Por esta política de recortar y podar rapamos las guedejas de nuestra fuerza y quebrantamos nuestro propio brazo. Nada parecido a eso me afecta, ni ahora ni en ningún otro momento.

 

Entonces, nosotros creemos con absoluta certeza que el propio cuerpo que es depositado en la tumba resucitará, y tenemos la intención de decirlo literalmente, tal como lo enunciamos. No estamos usando el lenguaje de la metáfora o hablando de un mito. Creemos que es un hecho real que los cuerpos de los muertos resucitarán de su tumba. Admitimos -y nos regocijamos en ese hecho- que el cuerpo del varón justo experimentará un gran cambio; que su componente material habrá perdido la tosquedad y la tendencia a la corrupción que ahora lo caracteriza; que estará adaptado para propósitos más excelsos, pues, si bien ahora es sólo una vivienda apta para el alma o para las facultades intelectuales inferiores, estará adaptado entonces para el espíritu o para la parte más excelsa de nuestra naturaleza; nos regocijamos porque aunque sea sembrado en debilidad, será resucitado en poder; aunque sea sembrado en deshonra, resucitará en gloria; sin embargo, nosotros sabemos que será el mismo cuerpo. El mismísimo cuerpo que es depositado en la tumba habrá de resucitar. Existirá una absoluta identidad entre el cuerpo en que morimos y el cuerpo en que resucitamos del polvo.

 

Pero debe recordarse que la identidad no es lo mismo que la absoluta igualdad de la sustancia y de la continuidad de los átomos. Nosotros no mencionamos en absoluto este matiz con el propósito de suprimir el filo de nuestro enunciado, sino simplemente porque es cierto. De hecho, estamos conscientes de que estamos viviendo en los mismos cuerpos que poseíamos hace veinte años; con todo, se nos dice -y no tenemos ninguna razón para dudarlo- que talvez ni una sola partícula de la materia que constituye ahora nuestro cuerpo estaba en él hace veinte años. Los cambios que han experimentado nuestros cuerpos físicos desde la infancia son muy grandes y, con todo, tenemos los mismos cuerpos. Todo lo que les pedimos es que admitan una identidad semejante en la resurrección. Todo el mundo admite que el cuerpo con el que morimos seguirá siendo el mismo cuerpo con el que nacimos, aunque ciertamente no es el mismo en todas sus partículas; es más, cada una de las partículas pudiera haber sido sustituida, y con todo, seguirá siendo el mismo. Entonces el cuerpo con el que resucitemos será el mismo cuerpo con el que morimos. Será cambiado grandemente, pero esos cambios no serán de un tipo que afecte su identidad. Ahora bien, en vez de declarar esto con el objeto de hacer que la doctrina se muestre más creíble, yo les aseguro que si viera que la Escritura enseña que cada fragmento de hueso, carne, músculo y nervio que depositamos en la tierra habrá de resucitar, yo lo creería con la misma facilidad con la que acepto ahora la doctrina de la identidad del cuerpo de la manera que acabo de declararlo. No estamos deseosos en absoluto de hacer que nuestras creencias parezcan filosóficas o probables. ¡Nada de eso! No pedimos que los hombres digan: “Eso puede ser sustentado por la ciencia”. Que los científicos se sujeten a su propia esfera, y nosotros nos sujetaremos a la nuestra. La doctrina que enseñamos no ataca a la ciencia humana, ni le teme, ni la adula, ni le pide su ayuda. Nosotros proseguimos en un terreno muy diferente cuando usamos las palabras del pasaje, y preguntamos: “¿Por qué se juzga cosa increíble que Dios resucite a los muertos?” Esperamos una resurrección de los muertos, tanto de los justos como de los injustos. Tenemos la firme convicción de la literal resurrección del cuerpo humano.

 

Ahora bien, esta esperanza está rodeada naturalmente de muchas dificultades, porque, antes que nada, la gran mayoría de los muertos ha experimentado la putrefacción. La gran mayoría de los cadáveres se ha podrido y se ha disuelto por completo, y una sustancial proporción de todos los otros cadáveres probablemente le seguirán. Cuando vemos cuerpos que han quedado petrificados, o momias que han sido embalsamadas, pensamos que si todos los cuerpos fueran preservados de esa manera, sería más fácil creer en su restauración a la vida; pero cuando abrimos algunos antiguos sarcófagos, y no encontramos allí otra cosa que un polvo café casi impalpable, cuando abrimos una tumba en el cementerio de la iglesia y sólo encontramos unos trozos de huesos pulverizados, y cuando pensamos en los antiguos campos de batalla donde cayeron miles de combatientes, donde, no obstante, con el paso de los años no queda ahí ningún rastro de seres humanos puesto que los huesos se han fundido completamente con la tierra, y en algunos casos han sido absorbidos por las raíces y las plantas y han pasado a otros organismos, parece ciertamente algo increíble que los muertos resuciten. Además, los cadáveres que han sido destruidos con cal viva, que han sido quemados, devorados por las bestias, e incluso han sido comidos por los propios seres humanos; ¿cómo resucitarán esos cadáveres? Piensen en cuán ampliamente difundidos están los átomos que una vez constituyeron formas vivientes. ¿Quién sabe dónde pudieran estar ahora los átomos que una vez constituyeron a Ciro, a Aníbal, a Escipión o a César? Partículas que una vez estuvieron unidas a lo largo de la vida de un hombre pudieran estar ahora esparcidas ampliamente y estar tan distantes como los polos; un átomo pudiera estar sobrevolando a través del Sahara y otro pudiera estar flotando en el Pacífico. ¿Quién sabe, en medio de las revoluciones de los elementos de este globo, dónde pudieran estar en este momento los componentes esenciales de algún cuerpo dado? ¿Dónde está el cuerpo de Pablo, de Festo, el que lo envió a Roma, o del emperador que lo condenó a muerte? ¿Quién podría adivinar siquiera una respuesta? No ha de sorprendernos, entonces, que parezca algo increíble que todos los hombres vayan a resucitar.

 

La dificultad se incrementa cuando nos ponemos a reflexionar en el hecho de que la doctrina de la resurrección enseña que todos los hombres resucitarán; no sólo un cierto segmento de la raza, no sólo unos cuantos miles de personas, sino todos los hombres. Podría ser más fácil creer que un Elías resucite a un muerto ocasionalmente, o que Cristo llame de nuevo a la vida a un joven a las puertas de Naín, o que resucite a Lázaro, o que diga: “Talita cumi”, a una niña muerta; pero es difícil que la razón acepte la doctrina de que todos resucitarán, las miríadas de seres antediluvianos, las multitudes de Nínive y Babilonia, las huestes de Persia, los millones que fueron en pos de Jerjes, los ejércitos que marcharon con Alejandro y todos los incontables millones de seres que sucumbieron bajo la espada de Roma. Piensen en las miríadas de individuos que han muerto en países como China, que constituye un hervidero de hombres, e imagínense esos números a lo largo de seis mil años acrecentando el suelo. Recuerden a los que han muerto en naufragios, por las plagas, por los terremotos, y, lo peor de todo, por el derramamiento de sangre y por guerras y recuerden que todas esas personas resucitarán sin ninguna excepción; ni una sola mujer nacida dormirá para siempre, sino que todos los cuerpos que han tenido aliento de vida y que han recorrido esta tierra, vivirán de nuevo. “Oh, cuán monstruoso milagro” -dice alguien- “guarda el aspecto de algo inaceptable”. Bien, no vamos a disputar la declaración, sino que aportaremos todavía más razones al respecto.

 

El asombro aumenta cuando recordamos los extraños lugares en que pudieran estar ahora muchos de esos cadáveres, pues los cuerpos de muchos han quedado en profundas minas de donde nunca podrán ser recuperados. Han sido arrastrados por el flujo y las crecidas de las mareas hacia cuevas profundas del antiguo océano. Otros permanecen en el lejano yermo desprovisto de senderos donde sólo el ojo del buitre puede verlos, o quedaron enterrados bajo montañas de rocas desprendidas. De hecho, ¿dónde no hay restos de cuerpos humanos? ¿Quién podría señalar algún punto de la tierra donde no esté el polvo disuelto de los hijos de Adán? ¿Sopla un solo viento veraniego en nuestras calles sin que arremoline partículas de lo que antes fue un ser humano? ¿Hay una sola ola que rompa en cualquier costa que no contenga en solución alguna reliquia de lo que una vez fue un ser humano? Yacen bajo cada árbol, enriquecen los campos, contaminan los arroyos, se esconden bajo el pasto de los prados; con todo, desde cualquier parte, de todas partes, los cuerpos esparcidos ciertamente retornarán, tal como Israel volvió de su cautividad. Tan ciertamente como Dios es Dios, nuestros muertos vivirán, y se pondrán de pie, y conformarán un ejército grande en extremo.

 

Y, además, para que el asombro sea extraordinario más allá de toda concepción, resucitarán de inmediato, o tal vez en dos grandes divisiones. Hay un pasaje (en Apocalipsis 20: 5, 6) que aparentemente nos enseña que entre la resurrección de los justos y la resurrección de los impíos habrá un intervalo de mil años. Muchos piensan que el pasaje se refiere a una resurrección espiritual, pero yo soy incapaz de pensar eso; con toda seguridad las palabras tienen que tener un significado literal. Óiganlas y juzguen por ustedes mismos. “Pero los otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años. Esta es la primera resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años”. Con todo, concediendo que pudiera existir ese gran intervalo, cuán grande multitud será vista cuando los justos resuciten, “una gran multitud, la cual nadie puede contar”; una inconcebible compañía que sólo Dios puede enumerar se levantará de “lechos de polvo y de silente barro”. El lapso de mil años será como nada a los ojos de Dios, y terminará pronto, y entonces resucitarán también los injustos. ¡Qué atestadas multitudes! ¿Dónde se ubicarán? ¿Qué llanuras de la tierra las albergarán? ¿Acaso no cubrirán toda la sólida tierra incluyendo las cimas de los montes? ¿No necesitarán usar el propio mar como si fuera el nivel de suelo para el gran juicio de Dios? ¡En un instante se presentarán ante Dios cuando la trompeta del arcángel haga sonar clara y estridentemente la convocatoria para el juicio final! No tendrán que pasar años para que en el gran taller de Dios cada hueso sea unido al hueso que le corresponde, y el asombroso mecanismo sea restablecido; un instante bastará para reconstruir las ruinas de los siglos. Así como nuestros cuerpos fueron formados con prontitud al principio en las partes más bajas de la tierra, así también su restauración de los muertos será efectuada en un abrir y cerrar de ojos. El hombre necesita tiempo, pero Dios, que es el creador del tiempo, no lo necesita. Los siglos de los siglos no son para Él sino instantes. En un instante realiza Sus más grandiosos portentos. ¡Prodigio sin par! No nos sorprende que a muchos les parezca increíble que Dios resucite a los muertos.

 

Y luego, piensen que esta resurrección no será una mera restauración de lo que se encontraba allí, sino que la resurrección, en el caso de los santos, implicará un notable avance sobre cualquier cosa que observamos ahora. Ponemos en el suelo un bulbo y se yergue como un lirio de oro; dejamos caer en la tierra vegetal una semilla, y brota como una exquisita flor, resplendente con brillantes colores; esas son las mismas cosas que depositamos en la tierra, las mismas idénticamente, pero, oh, cuán diferentes; de igual manera, los cuerpos que son sembrados en el entierro son otras tantas semillas que brotarán en frutos inimaginablemente bellos mediante el poder divino. Esto hace crecer el asombro, pues el Señor Jesús no sólo arrebata la presa de entre los dientes del destructor, sino que aquello que se había convertido en alimento de gusanos, en polvo y cenizas, Él lo resucita a Su propia imagen sagrada. Es como si un vestido andrajoso y carcomido por la polilla fuera deshilachado, y luego, por una palabra divina, fuera restaurado a su estado de perfección, y en adición, fuera dejado más blanco de lo que pudiera blanquear cualquier lavador en la tierra, y fuera adornado con flecos y bordados costosos que le eran desconocidos hasta entonces, y que todo eso fuera realizado en un instante. Hemos de dejar que permanezca como un mundo de portentos, maravilloso más allá de todas las cosas; ni por un instante intentaremos rebajar su significado mediante disculpas explicativas, ni supresiones de las asperezas de la verdad.

 

Una de las dificultades de creerlo es que no hay positivamente ninguna analogía apropiada en la naturaleza que pueda servir de apoyo. Hay fenómenos a nuestro alrededor que son algo parecidos a eso de tal manera que pueden compararse, pero yo creo que no hay ninguna analogía en la naturaleza sobre la cual sería justo fundamentar un argumento. Por ejemplo, algunas personas han dicho que el sueño es la analogía de la muerte, y que nuestro despertar es una especie de resurrección. La figura es admirable pero la analogía está lejos de ser perfecta ya que en el sueño la vida continúa todavía. La continuidad de su vida es manifiesta para el propio individuo, en sus sueños, y también es manifiesta para todos los espectadores que deciden contemplar al durmiente, al oírlo respirar y al vigilar los latidos de su corazón. Pero en la muerte el cuerpo no muestra ningún pulso ni ningún otro signo vital que haya quedado en él; no mantiene su integridad como lo hace el cuerpo del durmiente. Imaginen que al hombre que dormita se le arrancara cada miembro y que fueran molidos en un mortero y quedaran reducidos a polvo y que ese polvo fuera mezclado con arcilla y tierra, y que luego lo vieran despertar al llamado de ustedes: tendrían entonces algo digno de llamarse analogía; pero un simple sueño del que el hombre despierta sobresaltado, si bien es una excelente comparación, está muy lejos de ser la contraparte o la profecía de la resurrección. Más frecuentemente oímos que se menciona la metamorfosis de los insectos como una sorprendente analogía. La larva es el hombre en su presente condición, la crisálida es un tipo del hombre en su muerte, y el imago, es a saber, el insecto que ha experimentado su última metamorfosis, es la representación del hombre en su resurrección. Es un símil admirable, ciertamente, pero nada más, pues en la crisálida hay vida; hay un organismo; allí se encuentra, de hecho, el insecto entero. Ningún observador podría confundir a la crisálida con algo muerto; tómenla y descubrirán que contiene todo lo que saldrá de ella; la criatura íntegra dormita evidentemente allí. Si aplastaran a la crisálida y secaran todos sus líquidos vitales, si la molieran hasta convertirla el polvo, si la pasaran a través de un proceso químico y la disolvieran completamente y luego la convirtieran en una mariposa, tendrían la analogía de la resurrección; pero esto es algo todavía desconocido para la naturaleza. Yo no encuentro nada malo respecto a ese cuadro, el cual es sumamente instructivo e interesante; pero usarlo como argumento sería algo en extremo infantil. Tampoco es más concluyente la analogía de la semilla. Cuando la simiente es arrojada en el suelo, muere, y, no obstante, revive a su debido tiempo. De aquí que el apóstol la use como un tipo y un emblema apropiado de la muerte. Él nos dice que la semilla no es vivificada a menos que muera. ¿Qué es la muerte? La muerte es la desintegración de un organismo hasta quedar en sus partículas originales, y así la semilla comienza a descomponerse en sus elementos para retroceder, desde el organismo con vida hasta un estado inorgánico; pero todavía permanece un germen de vida y el organismo que se desintegra se convierte en su alimento gracias al cual se reconstruye a sí mismo. ¿Sucede así con los cadáveres de los cuales ni siquiera permanece una traza? ¿Quién descubrirá un germen de vida en el pútrido cadáver? No diré que no pueda haber algún núcleo esencial que algunos seres mejor instruidos pudieran percibir, pero yo preguntaría dónde podría suponerse que se ubica en el cuerpo descompuesto. ¿Estará acaso en el cerebro? El cerebro es una de las primeras cosas que desaparecen. El cráneo está vacío y desocupado. ¿Estará acaso en el corazón? Ese órgano tiene también una breve duración, mucho más breve que la de los huesos. No es posible que un microscopio pueda descubrir en alguna parte algún principio vital en cuerpos que han sido exhumados. Remuevan la tierra donde está enterrada la semilla en el momento que quieran, y la encontrarán donde la colocaron, si en verdad habrá de brotar del suelo; pero ese no es el caso del hombre que ha estado enterrado unos cuantos cientos de años; la última reliquia de él probablemente se encuentre más allá de todo reconocimiento. Las generaciones venideras no son más susceptibles de ser descubiertas que las que han pasado. Piensen en aquellos seres que fueron enterrados antes del diluvio, o que se ahogaron en aquel diluvio general, ¿dónde, pregunto, tenemos el más pequeño rastro de ellos? Muelan su grano de trigo hasta convertirlo en harina fina, y arrójenla a los vientos, y contemplen los campos de trigo que provienen de ella, y entonces tendrían una perfecta analogía; pero no crean que hasta este momento la naturaleza contenga un caso paralelo. La resurrección es un caso único; y, respecto a ella el Señor dijo con verdad, “He aquí yo hago cosa nueva”. Con la excepción de la resurrección de nuestro Señor, y la que fue concedida a unas cuantas personas por un milagro, no tenemos nada en la historia que pueda relacionarse con este punto; tampoco necesitamos buscar alguna evidencia, pues tenemos una base mucho más segura sobre la cual apoyarnos. Aquí, entonces, está la dificultad, y es una dificultad notable. ¿Pueden vivir estos huesos secos? ¿Es algo creíble que los muertos resuciten?

 

 

II. ¿Cómo hemos de responder a las exigencias del caso? Dijimos que en segundo lugar ÍBAMOS A SUPRIMIR LA DIFICULTAD.

 

No alardeamos en el vacío, pues el asunto es simple. Lean el texto de nuevo con el debido énfasis, y ya está. “¡Qué! ¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los muertos?” Podría parecer increíble que los muertos resuciten, pero ¿por qué debería parecer increíble que Dios, el Todopoderoso, el Infinito, resucite a los muertos? Si admiten que Dios existe, no queda ninguna dificultad. Si admiten que Dios es, y que es omnipotente; si admiten que Él ha dicho que los muertos resucitarán, la creencia deja de ser difícil y se torna inevitable. Tanto la imposibilidad como la incredulidad se desvanecen en la presencia de Dios. Yo creo que esta es la única manera como las dificultades de la fe han de ser enfrentadas: no sirve de nada acudir a la razón en busca de armas en contra de la incredulidad, pues la Palabra de Dios es la verdadera defensa de la fe. Es insensato edificar con madera y paja cuando están disponibles unas sólidas piedras. Si mi Padre celestial hace una promesa o revela una verdad, ¿no he de creerle si no he consultado a los filósofos al respecto? ¿Acaso la palabra de Dios es verdadera sólo cuando la razón finita la aprueba? Después de todo, ¿acaso el juicio del hombre es la conclusión definitiva, y la palabra de Dios ha de ser aceptada únicamente cuando podemos ver por nosotros mismos, y por tanto, cuando no tenemos ninguna necesidad de una revelación? Desechemos ese espíritu. Sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso. No titubeamos cuando los sabios se burlan de nosotros, sino que nos basamos completamente en: “Así dice el Señor”. Una palabra de Dios pesa más para nosotros que toda una biblioteca de tradiciones humanas. Para el cristiano, que el propio Dios lo haya dicho, desplaza a cualquier otra razón. Nuestra lógica es: “Dios lo ha dicho”, y esa es también nuestra retórica. Si Dios declara que los muertos resucitarán, eso no es algo increíble para nosotros. La palabra ‘dificultad’ no se encuentra en el diccionario de la Deidad. ¿Hay para Dios alguna cosa difícil? Amontonen dificultades, si quieren, hagan la doctrina más y más difícil de comprender para la razón, pero en tanto que no contenga contradicción o inconsistencia evidentes, nosotros nos regocijamos por tener la oportunidad de creer grandes cosas respecto al Grandioso Dios.

 

Cuando Pablo pronunció nuestro texto, le estaba hablando a un judío, pues se estaba dirigiendo a Agripa, a alguien a quien le pudo decir: “¿Crees, oh rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees”. Por tanto, utilizó un buen razonamiento con Agripa cuando le preguntó:“¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los muertos?”, pues, primero, siendo judío, Agripa contaba con el testimonio de Job: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí”. Tenía también el testimonio de David, quien dice en el Salmo dieciséis: “Mi carne también reposará confiadamente”. Contaba con el testimonio de Isaías, registrado en el capítulo veintiséis, en el versículo diecinueve: “Tus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán. ¡Despertad y cantad, moradores del polvo!, porque tu rocío es cual rocío de hortalizas, y la tierra dará sus muertos”. Tenía el testimonio de Daniel, en su capítulo doce, y versículos dos y tres, donde el profeta dice: “Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua. Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad”. Y luego también en Oseas 13. 14, Agripa tenía otro testimonio donde el Señor declara: “De la mano del Seol los redimiré, los libraré de la muerte. Oh muerte, yo seré tu muerte; y seré tu destrucción, oh Seol; la compasión será escondida de mi vista”. Entonces, en las Escrituras del Antiguo Testamento Dios había prometido claramente la resurrección, y eso debería bastarle a Agripa. Si el Señor lo ha dicho, ya no existe la menor duda. Como cristianos, nosotros hemos recibido una evidencia todavía más plena. Recuerden cómo habló nuestro Señor con respecto a la resurrección: sin contener el aliento declaró Su intención de resucitar a los muertos. Notable es ese pasaje que se encuentra en Juan 5. 28: “No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación”. Y también en el capítulo 6. 40: “Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero”. El Espíritu Santo ha declarado la misma verdad por medio de los apóstoles. En el precioso y sumamente bendito capítulo octavo de Romanos, tenemos un testimonio en el versículo once: “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros”. Acabo de leerles ahora el pasaje de la primera Carta a los Tesalonicenses, que rebosa verdad, donde se nos pide que no nos aflijamos como aquellos que están sin esperanza; y pueden encontrar en Filipenses, en el tercer capítulo y versículo 21, otra prueba: “El cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas”. No necesito recordarles aquel grandioso capítulo de sólidos argumentos, el capítulo decimoquinto de Corintios. Más allá de toda duda, el testimonio del Espíritu Santo es que los muertos resucitarán; y admitiendo que hay un Dios Todopoderoso, no encontramos ninguna dificultad en aceptar la doctrina y en abrigar una bendita esperanza.

 

Al mismo tiempo sería bueno mirar en torno nuestro, y notar qué ayudas ha establecido el Señor para nuestra fe. Queridos amigos, estoy muy seguro de que hay muchas maravillas en el mundo que no habríamos creído a través de simples reportes, si no nos hubiéramos encontrado con ellas gracias a la experiencia y a la observación. El telégrafo eléctrico, aunque sólo sea un invento del hombre, habría sido tan difícil de creer hace mil años, como la resurrección de los muertos lo es ahora. En los días del trasporte en diligencias, ¿quién habría creído en despachar por el telégrafo un mensaje de Inglaterra a América? En algunos países tropicales, cuando nuestros misioneros les han hablado a los nativos acerca de la formación del hielo, y que las personas podían caminar sobre agua congelada, y de barcos que se han visto rodeados por montañas de hielo en alta mar, habiéndose vuelto el agua sólida y dura como una roca en torno de ellos, los nativos han rehusado creer esos absurdos reportes. Todo es maravilloso hasta que nos acostumbramos a ello, y la resurrección debe una increíble porción de su condición maravillosa al hecho de que nunca nos hemos encontrado con ella en nuestra observación. Eso es todo. Después de la resurrección, la vamos a considerar como una divina manifestación de poder tan familiar para nosotros como lo son ahora la creación y la providencia. No tengo ninguna duda de que adoraremos y bendeciremos a Dios y de que nos maravillaremos por la resurrección por siempre, pero será en el mismo sentido en el que toda mente devota se maravilla ahora ante la creación. Nos acostumbraremos a esta nueva obra de Dios cuando hayamos entrado en nuestra vida eterna. Nosotros sólo nacimos ayer, y hasta ahora hemos visto muy poco. Las obras de Dios requieren de mucha mayor observación de la que nos permiten nuestros escasos años terrenales y cuando hayamos entrado en la eternidad y hayamos superado nuestra minoría de edad y hayamos cumplido la mayoría de edad, eso que ahora nos asombra se habrá vuelto un familiar tema de alabanza.

 

¿Va a ser la resurrección un portento mayor que la creación? Ustedes creen que Dios creó al mundo de la nada por medio de Su palabra. Él dijo: “Sea”, y el mundo fue. Crear de la nada es tan portentoso como dar la orden de que las partículas esparcidas se reúnan y reciban de nuevo la forma que tenían antes. Ambas obras requieren de la omnipotencia, pero si hubiera que elegir entre ellas, la resurrección es la obra más fácil de las dos. Si no sucediera tan a menudo, el nacimiento de cada niño en el mundo nos dejaría atónitos; consideraríamos que un nacimiento es, como en verdad lo es, una manifestación sumamente trascendente del poder divino. Es sólo debido a que lo conocemos y que lo vemos tan comúnmente que no contemplamos la prodigiosa mano de Dios en los nacimientos de los seres humanos y en la continuación de nuestra existencia. Digo que la resurrección nos deja estupefactos sólo porque no nos hemos familiarizado todavía con ella; hay otras obras de Dios que son igualmente prodigiosas.

 

Recuerden, también, que hay algo que aunque no lo han visto todavía, lo han recibido sobre la base de la evidencia creíble -que es una parte de la verdad histórica- es a saber, que Jesucristo resucitó de los muertos. Él es la causa de la resurrección de ustedes, su tipo, su prueba anticipada y su garantía. Tan ciertamente como Él resucitó, ustedes resucitarán. Al resucitar, Él demostró que la resurrección es posible, es más, demostró que es cierta porque Él es el hombre representativo; y, al resucitar, resucitó por todos los que están representados en Él. “Así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados”. La resurrección de nuestro Señor del sepulcro debería barrer por siempre cualquier duda en cuanto a la resurrección de Su pueblo. “Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó”, pero porque Él vive nosotros también viviremos.

 

Recuerden, también, hermanos y hermanas míos, que ustedes que son cristianos ya han experimentado en su interior una obra tan grande como la resurrección, pues han resucitado de los muertos en cuanto a su naturaleza más íntima. Ustedes estaban muertos en delitos y pecados y han sido vivificados a una vida nueva. Por supuesto que los inconversos aquí presentes no verán nada en esto. El hombre no regenerado me preguntará incluso qué significa eso y para él no puede constituir ningún argumento, pues es un asunto de una experiencia personal que una persona no puede explicar a su prójimo. Para conocerla ustedes mismos tienen que nacer de nuevo. Pero, creyentes, ustedes ya han experimentado una resurrección de la tumba del pecado, y de la podredumbre y de la corrupción de las malas pasiones y de los deseos impuros, y Dios ha obrado esta resurrección en ustedes mediante un poder igual al que Él obró en Cristo cuando lo resucitó de los muertos y lo colocó a Su propia diestra en los lugares celestiales. Para ustedes la vivificación de su naturaleza es una prueba segura de que el Señor vivificará también sus cuerpos mortales.

 

Todo el asunto consiste en esto: que nuestra persuasión de la certeza de la resurrección general descansa en la fe en Dios y en Su palabra. Es a la vez ocioso e innecesario mirar a otra parte. Si los hombres no quieren creer en la declaración de Dios, han de ser dejados para que le rindan cuentas a Él por su incredulidad. Querido oyente, si tú eres uno de los elegidos de Dios, tú le creerás a tu Dios, pues Dios les da la fe a todos Sus escogidos. Si tú rechazas el testimonio divino, tú das evidencia de que estás en hiel de amargura y perecerás en ella a menos que la gracia lo impida. El Evangelio y la doctrina de la resurrección fueron revelados a los hombres en toda su gloria para poner una división entre lo precioso y lo vil. “El que es de Dios” –dice el apóstol- “las palabras de Dios oye”. La verdadera fe es la señal visible de la elección secreta. El que cree en Cristo da evidencia de la gracia de Dios para con él, pero el que no cree da una muestra segura de que no ha recibido la gracia de Dios. “Pero vosotros no creéis” –dijo Cristo- “porque no sois de mis ovejas, como os he dicho. Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen”. Por tanto, esta verdad y otras verdades cristianas han de ser sostenidas, guardadas y predicadas plenamente a la humanidad entera para poner una división entre ellos, para separar a los israelitas de los egipcios, a la simiente de la mujer de la simiente de la serpiente. Aquellos a quienes Dios ha elegido son conocidos por su fe en lo que Dios ha dicho; mientras que aquellos que permanecen en la incredulidad perecen en su pecado, siendo condenados por la verdad que ellos rechazan deliberadamente.

 

 

III. Es suficiente en cuanto a estos puntos. Ahora consideremos, por último, NUESTRA RELACIÓN CON ESTA VERDAD.

 

Nuestra primera relación con esta verdad es la siguiente: hijos de Dios, consuélense unos a otros con estas palabras. Ustedes han perdido a unos seres queridos; enmienden la declaración: ellos han entrado en una tierra mejor, y el cuerpo que queda atrás no está perdido, sino que está puesto a un bendito interés. Deben afligirse, pero no se aflijan como quienes están sin esperanza. Yo no sé por qué siempre cantamos elegías en los funerales de los santos y nos vestimos de negro. Si pudiera hacer lo que yo quisiera, desearía ser llevado a mi tumba por caballos blancos, o ser llevado a hombros de hombres que expresaran gozo así como tristeza en sus atuendos, pues ¿por qué habríamos de afligirnos por aquellos que han partido a la gloria y han heredado la inmortalidad? A mí me gusta el viejo plan puritano de llevar el ataúd a hombros de los santos, y de cantar un salmo mientras caminaban al sepulcro. ¿Por qué no? Después de todo, ¿por qué habría que llorar por los glorificados? ¡Hagan sonar la trompeta de júbilo! ¡Que el sonoro clarín emita las gozosas notas de victoria! El conquistador ha ganado la batalla; el rey ha ascendido a su trono. “Regocíjense” –dicen nuestros hermanos en lo alto- “regocíjense con nosotros, pues hemos entrado en nuestro reposo”. “Bienaventurados de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen”. Si tenemos que conservar las señales de aflicción, pues eso es natural, que no se turben sus corazones, pues eso no sería espiritual. Bendigamos a Dios por siempre porque cantamos Sus promesas vivientes para los muertos piadosos.

 

A continuación, demos ánimo a nuestros corazones ante la perspectiva de nuestra propia partida. Pronto habremos de morir. Hermanos míos, nosotros también hemos de morir; no hay licenciamiento en esta guerra. Hay una flecha y hay un arquero; la flecha está destinada a mi corazón, y el arquero apuntará hacia allá letalmente. Hay un lugar donde ustedes dormirán, tal vez en una solitaria tumba en una tierra extraña; o, tal vez, en un nicho donde yacerán sus huesos junto a los de sus ancestros; pero al polvo han de retornar. Bien, no hemos de desconsolarnos, pues es sólo por un breve lapso, es sólo un descanso en el camino a la inmortalidad. La muerte es un incidente pasajero entre esta vida y la siguiente; enfrentémosla no sólo con ecuanimidad, sino con expectación, puesto que no es a la muerte sino a la resurrección a lo que aspiramos ahora.

 

Además, como estamos en espera de una bendita resurrección, respetemos nuestros cuerpos. No dejemos que nuestros miembros se conviertan en instrumentos del mal. No dejemos que sean manchados por el pecado. El cristiano no debe de ninguna manera manchar su cuerpo con glotonería, ni con borrachera, ni con actos de inmundicia, pues nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo. “Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él”. Sean puros. En su bautismo, sus cuerpos fueron lavados con agua pura para enseñarles que a partir de ese momento tienen que estar limpios de toda mancha. Aparten de ustedes todo lo malo. Los cuerpos que han de morar por siempre en el cielo no deben ser sometidos a contaminación aquí abajo.

 

Por último, y este es un pensamiento muy solemne, los impíos han de resucitar pero será a una resurrección de aflicción. Sus cuerpos pecaron y serán castigados. “Temed más bien” –dice Cristo- “a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno”. Él entregará a ambos a un sufrimiento que causará perpetuamente una constante destrucción para ellos; eso es terrible, en verdad. Dormir en la tumba sería infinitamente preferible a una tal resurrección: “la resurrección de condenación”, según la llama la Escritura; una resurrección “para vergüenza y confusión perpetua”, según la describe Daniel. Esa es una terrible resurrección, en verdad; ustedes podrían alegrarse de escapar de ella. Ciertamente ya sería lo suficientemente terrible para su alma sufrir la ira de Dios eternamente sin que el cuerpo la acompañe, pero ha de ser así: si el cuerpo y el alma pecan, cuerpo y alma deben sufrir, y deben hacerlo eternamente. Jeremy Taylor nos cuenta acerca de un cierto Acilius Aviola que fue atacado de apoplejía, y sus amigos, pensando que estaba muerto, lo llevaron a su pira fúnebre, pero, una vez que el calor calentó su cuerpo, despertó para descubrirse circundado irremediablemente por las llamas fúnebres. En vano gritó pidiendo su liberación, pues no pudo ser rescatado, sino que pasó de un adormecimiento a un intolerable tormento. Así será el despertar de cada cuerpo pecaminoso cuando despierte de su sueño en la tumba. El cuerpo se levantará para ser juzgado, condenado y arrojado de la presencia de Dios para ser enviado a un castigo eterno. Que Dios nos conceda que ese no sea nunca el caso de ustedes ni el mío, sino que creamos en Jesucristo ahora, y así obtengamos una resurrección para vida eterna. Amén.

 

 

Porciones de la Escritura leídas antes del sermón:

Job 19. 23-27; 1 Corintios 15. 1-26; 1 Tesalonicenses 4. 13-18.

 

 

 

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