SANA DOCTRINA - Ministerio de Difusión Bíblica

El Gozo del Progenitor y del Pastor

 

Sermón predicado la mañana del domingo 21 de diciembre, 1873

Por Charles Haddon Spúrgeon

En El Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres

 

 

“No tengo yo mayor gozo que este, el oír que mis hijos andan en la verdad.”    3° Juan 1. 4

 

Juan habla de sí aquí como si fuese un padre y, por consiguiente, nosotros concedemos a los padres el derecho de usar las palabras del texto. Seguro estoy de que muchas personas presentes, madres y padres, pueden decir realmente: “No tenemos nosotros mayor gozo que este, el oír que nuestros hijos andan en la verdad.” Pero Juan no era el padre, según la carne, de aquellos sobre quienes escribía. Sin embargo, era el padre espiritual de ellos, pues fue por medio de su ministerio que habían sido llevados a la vida nueva; su relación con ellos consistía en que había sido el instrumento de su conversión, y, posteriormente, había mostrado el cuidado de un padre suministrándoles alimento celestial y provechosa enseñanza.

 

En consecuencia, esta mañana, una vez que usemos las palabras como las expresiones de quienes son padres, debemos recuperarlas nuevamente, y usarlas como la veraz expresión de todos los verdaderos pastores: “No tenemos nosotros mayor gozo que este, el oír que nuestros hijos andan en la verdad.”

 

I.   Primero, entonces, diremos que uno de los deleites supremos de un PADRE es que sus hijos anden en la verdad. No tiene mayor gozo. Y aquí debemos comentar inicialmente que es un gozo peculiar para los padres y madres cristianos. No es posible que los padres digan verazmente: “No tenemos nosotros mayor gozo que este, el oír que nuestros hijos andan en la verdad”, a menos que ellos mismos anden en la verdad. Ningún lobo ora porque su lobezno se convierta en una oveja. El impío asigna poco valor a la piedad de sus hijos, puesto que no le da ninguna importancia a la suya propia. Quien no valora su propia alma no está inclinado a valorar las almas de sus descendientes. Quien rechaza a Cristo a nombre propio, no está inclinado a enamorarse de Él a nombre de sus hijos. Abraham oró por Ismael, pero no leo en ninguna parte que Ismael orara por su hijo Nebaiot. Me temo que muchas personas, incluso entre quienes profesan la religión, no podrían repetir de manera sincera mi texto; buscan un gozo diferente en sus hijos, y poco les importa si andan en la verdad o no. Se deleitan en los hijos si gozan de salud corporal, pero no se entristecen cuando la lepra del pecado permanece en ellos. Se gozan de su aspecto atractivo, pero no investigan si han encontrado favor delante del Señor. Cubran los pies de la señorita con zapatillas de plata y muchas cabezas de familia nunca preguntarían si anduvo ella en el camino espacioso o en el angosto. Es muy aflictivo ver cómo algunos padres que profesan ser cristianos se sienten satisfechos en tanto que sus hijos demuestren talento en el aprendizaje, o habilidad en los negocios, aunque no muestren ningún signo de tener una naturaleza renovada. Si pasan sus exámenes con honores y prometen estar bien preparados para la batalla del mundo, sus padres olvidan que hay un conflicto superior que involucra una corona más excelsa, un combate para el cual el hijo necesitará ser preparado por la gracia divina, y estar armado con toda la armadura de Dios. Ay, si nuestros hijos pierden la corona de la vida, será sólo una ínfima consolación que hubieren ganado los laureles de la literatura o del arte. Muchas personas que deberían tener un mejor criterio, se consideran bendecidas superlativamente en sus hijos si éstos se vuelven ricos, si casan bien, si se lanzan a proyectos rentables en los negocios, o si alcanzan la eminencia en la profesión que hubieren elegido. Sus padres van a sus lechos gozándose, y despiertan estando perfectamente satisfechos aunque sus muchachos estén precipitándose en el infierno, siempre y cuando estén haciendo también mucho dinero. No tienen mayor gozo que el que sus hijos tengan su porción en esta vida, y acumulen tesoros donde el orín los corrompe. Hay padres que están contentos con la condición de sus hijos, aunque ni ellos ni sus hijas muestren algún signo de un nuevo nacimiento, ni den evidencia alguna de ser ricos para con Dios, o no manifiesten señales del amor que elige o de la gracia que redime ni del poder regenerador del Espíritu Santo.

 

Ahora, sólo puedo decir de tales padres profesantes, que tienen necesidad de preguntarse sin son cristianos en realidad, y si no quieren cuestionárselo, han de darnos permiso para que lo sometamos a un serio debate. Cuando el corazón de un hombre es realmente recto delante de Dios, y él mismo ha sido salvado de la ira venidera y está viviendo bajo la luz del semblante de su Padre celestial, es seguro que estará muy preocupado por las almas de sus hijos, tendrá en gran valor sus naturalezas inmortales, y sentirá que nada podría producirle mayor gozo que enterarse que sus hijos andan en la verdad.

 

Amados, juzguen ustedes mismos, entonces, esta mañana, conforme a la prueba apacible pero escudriñadora ofrecida por el texto. Si ustedes son cristianos profesantes, pero no pudieran decir que no tienen mayor gozo que la conversión de sus hijos, tienen una buena razón para cuestionar si debieron hacer una profesión de tal naturaleza en absoluto.

 

Tenemos que comentar, a continuación, que el gozo mencionado en el texto es especial en su objeto. La expresión es juiciosa. Juan no escribió esas palabras en medio de la prisa. Condensó muchas cosas en ellas. Dice: “No tengo yo mayor gozo que este, el oír que mis hijos andan en la verdad.”

 

Ahora, queridos padres, es un grande gozo para nosotros que nuestros hijos aprendan la verdad. Yo espero que no permitan que ni uno solo de ellos crezca y abandone el techo del hogar, sin haber conocido las doctrinas del Evangelio, sin haber conocido la vida de Cristo y los grandiosos preceptos de la Escritura, sin haber obtenido un entendimiento tan claro como fuese posible de los grandes principios y del plan de la salvación, que les fueron proporcionados por ustedes.

 

Cuando percibimos, a través de cuestionarlos, que nuestros hijos entienden enteramente el Evangelio y están bien arraigados y cimentados en sus doctrinas, es un gran gozo para nosotros y está muy bien que lo sea. Sin embargo, es un gozo mucho mayor cuando esos mismos hijos sienten la verdad; pues, ay, nosotros podríamos conocerla y perecer, a menos que hubiéremos sentido su poder interior.

 

Progenitor, ¿no estaba alegre tu corazón cuando viste, por primera vez, las lágrimas del arrepentimiento en el ojo de tu hija? ¿No te produjo regocijo cuando tu hijo pudo decir: “Papá, estoy convencido de que he creído y soy salvo por la gracia de Dios”? Sí, es un gozo mayor que los hijos sientan el poder de la verdad, a que simplemente conozcan el texto de esa verdad. Yo espero que ninguno de ustedes esté contento a pesar de ser privado de tal gozo. Todo padre debería tener la santa ambición de que toda su casa sea renovada por el Espíritu Santo.

 

Es un gran gozo para nosotros cuando nuestros hijos profesan que sienten la verdad, cuando, habiendo conocido y sentido la verdad, tienen por fin el valor de decir: “queremos unirnos al pueblo de Dios pues estamos convencidos de que pertenecemos a él.” ¡Oh, feliz cual día de bodas es aquel día en el que el progenitor contempla a su hijo siendo entregado al pueblo de Dios, habiendo dado primero su corazón al Cristo de Dios! El bautismo de nuestros hijos creyentes es siempre una dichosa ocasión para nosotros, y así debería ser. Nuestros padres antes que nosotros magnificaron al Señor cuando nos oyeron decir: “estamos del lado del Señor”, y no podemos sino agradecer abundantemente cuando nos es concedido el mismo privilegio en las personas de nuestros hijos.

 

Pero, amados, hay ansiedad en torno a todo esto. Cuando ustedes enseñan a sus hijos, hay el temor de que, tal vez, no aprenderán provechosamente; cuando sienten, hay todavía el miedo de que pudiera ser un mero sentimiento, y de que fuera la obra de la naturaleza y no la obra del Espíritu de Dios; y aun cuando profesan que son del Señor, permanece todavía la solemne pregunta: ¿durará esta profesión? ¿Serán capaces de sostenerla y ser fieles a la fe hasta la última hora de la vida?

 

Pero el gozo del texto es más excelso que estos tres, aunque éstos tienen que tomar precedencia, y generarlo. “No tengo yo mayor gozo que este, el oír que mis hijos andan en la verdad.” Allí está el punto: su religión práctica, su evidente ejemplificación del poder del Evangelio en sus vidas. Esto demuestra que la enseñanza fue bien recibida, que el sentimiento no fue pura excitación, que la profesión no fue una falsedad o un error, sino que fue hecha verazmente. Cuán grande bienaventuranza sería para nosotros ver crecer a nuestros hijos, y verlos andar en la verdad con integridad, prudencia, rectitud y gracia, y contemplar que nuestras hijas brotan en toda su donosura, hermosas con el adorno de un espíritu manso y tranquilo, decorosas en sus hogares mientras están con nosotros, o en sus nuevos hogares que crecen rápidamente a su alrededor, modelos de todo lo que es tierno, agraciado, amable y verdadero. “No tengo yo mayor gozo”, dice Juan, y, ciertamente, todos ustedes a quienes este gozo les ha sido otorgado, pueden decir: “Amén, Amén, así es.” El gozo que tenemos delante de nosotros tiene, por tanto, un dueño especial y un objeto especial.

 

Es un gozo saludable, amados, al que podemos entregarnos a plenitud, sin el menor temor, pues es superior en su carácter a todos los goces terrenales. “No demasiado” es una buena regla para todo aquello que tenga que ver con el tiempo; pero, a este gozo en el andar en la verdad de nuestros hijos, podemos entregarnos tanto como queramos; pues, primero, es un gozo espiritual, y, por tanto, es un gozo de orden superior. No nos gozamos a plenitud en las cosas que son vistas por el ojo y oídas por el oído, pues estas son cosas de la carne que se deteriorarán, tal como el vestido que es comido por la polilla, y el metal que es devorado por el orín. Nos deleitamos en la obra del Espíritu de Dios, una obra que permanecerá cuando este mundo haya pasado. Ana tenía algún gozo en la nueva túnica pequeña que hacía cada año para el pequeño Samuel, pero tuvo un deleite mucho más excelso en su nuevo corazón que se mostró pronto por medio de sus acciones. Si nuestro hijo es promovido para ser un rey, eso podría causarnos algún deleite; pero ver que nuestros hijos son hechos “príncipes en toda la tierra”, de acuerdo a aquella antigua promesa, sería por mucho un deleite más divino. Regocíjense en ello, entonces, sin temblar, pues el gozo espiritual no intoxica nunca. Tal gozo brota del amor a Dios, y es, por tanto, encomiable. Nos deleita ver a nuestros hijos convertidos, porque amamos a Dios. Por amor a Él, por medio de Su gracia, nos entregamos a Él, y ahora, en años posteriores, el mismo amor nos impulsa a presentar a nuestros hijos. Así como Barzilai le rogó a David en su ancianidad que aceptara el servicio personal de su hijo Quimam, así quisiéramos nosotros, cuando nuestra propia fuerza decline, presentar a nuestros vástagos al Señor, para que ellos suplan nuestra falta de servicio. Hemos dicho:

 

“Si tuviera diez mil millares de lenguas,

Ni una sola permanecería callada;

Si tuviera diez mil millares de corazones,

Te los daría todos a Ti.”

 

Ahora, como sólo tenemos una lengua propia, estamos intensamente decididos a que las lenguas de nuestros hijos proclamen las alabanzas del Salvador. Nosotros no tenemos otra vida en la tierra que pudiéramos llamar propia, pero aquí hay vidas que el Señor nos ha dado, y nos deleita que Él las tenga para Sí. Clamamos: “Señor, toma la vida de este hijo y haz que toda ella sea gastada en Tu servicio, desde los más tempranos días hasta que los cabellos grises adornen su sien.” Es como el viejo soldado que viene a su rey y le dice: “me he gastado estando a tu servicio, pero tú eres tan buen monarca que he traído a mi hijo para que te sirva desde su juventud; que tome el lugar de su padre, y que le exceda en valor y en capacidad de servir a su rey y a su país.”

 

Ahora, cuando nuestros hijos andan en la verdad y en el amor de Dios, nos alegra que otro corazón sea consagrado a Su servicio. Bien podemos regocijarnos en la salvación y en la santificación de nuestros hijos y de nuestras hijas, porque esta es la manera en que el reino de Cristo ha de ser extendido en el mundo. La mano que ha sostenido el estandarte en alto en medio de la furia de la guerra queda paralizada por fin en la muerte: feliz es el portaestandarte que, con ojos moribundos, puede ver que su hijo pasa al frente para coger el asta y mantener al estandarte ondeando todavía sobre el ejército. ¡Feliz Abraham de ser seguido por un Isaac! ¡Feliz David de ser sucedido por un Salomón! ¡Feliz Loida de tener a Eunice como hija, y feliz Eunice de tener a Timoteo por hijo! Esta es la sucesión apostólica en la que creemos, y por la que oramos. En los años venideros, ¿cómo habremos de ver una simiente de piedad floreciendo en la tierra, y el mundo siendo conquistado para Cristo? Pues lo veremos por medio de los jóvenes de Israel. Nosotros estaremos durmiendo en paz bajo el verde césped del cementerio; otras voces serán oídas en medio de las asambleas de los santos, y otros hombros transportarán el arca del Señor a través del desierto. ¿Dónde están nuestros sucesores? ¿De dónde vendrán esas voces sucesoras, y de dónde provendrán esos indispensables hombros vigorosos? Nosotros creemos que surgirán de entre nuestros hijos, y si Dios nos concede que así sea, no necesitaremos ningún otro gozo mayor.

 

Les diré por qué éste es peculiarmente el gran gozo de algunos padres cristianos: es porque han hecho de él un tema de oración importuna. Lo que nos llega a través de la puerta de la oración entra en la casa con música y danzas. Si lo han pedido con lágrimas, lo recibirán con sonrisas. El gozo de una respuesta a la oración va en gran medida en proporción a la lucha que se incorporó a la oración. Si tú has sentido algunas veces como si tu corazón fuera a romperse por tus vástagos a menos que fueren convertidos pronto a Dios, entonces, te diré que cuando sean convertidos sentirás como si tu corazón fuera a romperse en sentido opuesto, de puro gozo al pensar que han sido salvados. Tus ojos, que han enrojecido de llanto a causa de sus insensateces juveniles, un día resplandecerán de deleite a causa de las santas acciones que marcarán la obra de la gracia en sus corazones. No nos sorprende que Ana cantara tan dulcemente, pues había orado muy sinceramente; el Señor la había oído, y el gozo de la respuesta fue incrementado por la angustia previa que acompañó a su oración. No tenemos mayor gozo que este, que nuestros hijos anden en la verdad; y se trata de un gozo recto y permisible, y brota de buenas fuentes, y no tenemos que tener miedo de entregarnos a él.

 

Este gozo es vivificador en su efecto. Todos los que lo han sentido alguna vez saben qué energía bulle en ellos. Aquellos de ustedes que no lo han recibido todavía, pero están deseándolo, yo así confío, serán vivificados por el deseo. Esto es lo que quiere decir. ¿Ha sido convertido a Dios algún hijo de la familia? Nos regocijamos por ese hecho, pero no podemos quedarnos con el gozo por un solo hijo, y nos vemos forzados a pensar en los demás hijos. Si le agradó a Dios llamar a la mitad de su hogar a la salvación, hay hambre y sed en el corazón de los padres por más de ese grato deleite, y ese padre clama: “Señor, que todos sean llevados adentro, y no se quede ninguno afuera.”

 

¿Tienen algunos de ustedes la dicha esta mañana de ver convertidos a todos sus hijos? Yo sé que algunos de ustedes tienen esa dicha. Oh, cuán santas y cuán celestiales deberían ser sus familias cuando Dios les ha favorecido de tal manera por encima de muchos miembros de Su propio pueblo. Sean muy agradecidos, y al tiempo que están gozosos, arrojen la corona de su gozo a los pies del Salvador; y si tienen ahora una iglesia en su hogar, mantengan la ordenanza de la adoración familiar con el mayor celo y santidad, y oren por otros para que el Señor, de igual manera, los visite también.

 

Amados, ¿han sido convertidos algunos de sus hijos mientras otros permanecen siendo inconversos? Entonces los exhorto a que lo que el Señor ha hecho ya por algunos, les dé ánimo en relación a los demás. Cuando estén de rodillas en oración, díganle a su Padre celestial: “Señor, Tú me has escuchado en cuanto a una parte de mi casa, por tanto, te imploro que mires con favor sobre toda mi casa, pues no podría soportar que alguno de mis amados hijos eligiera permanecer siendo Tu enemigo, y siga la senda que conduce al infierno. Tú me has alegrado mucho con la plena creencia que una porción de mis seres queridos anda en la verdad, pero estoy triste porque puedo ver, por la conducta de otros, que su corazón no ha sido cambiado, y, por tanto, no guardan tus estatutos. Seños, haz que toda mi casa coma del Cordero Pascual, y que salgan de Egipto conmigo, por medio de Tu gracia.”

 

Yo estoy seguro de que así es como se sienten, amados, pues todo verdadero cristiano anhela ver que todos sus hijos sean llamados por el Señor. Supongan que se nos dijera que un hijo de nuestra familia habrá de perderse, y que nos hemos de ver obligados a hacer la terrible elección de aquel que debe ser desechado; nunca podríamos llevarlo a cabo, ya que sería una tarea demasiado terrible; Dios nunca decretaría tal miseria para nosotros. Nos hemos enterado de una pobre familia irlandesa que iba a bordo de un barco, y que era muy numerosa y muy necesitada: un amable amigo le propuso al padre de la familia que renunciara enteramente a uno de sus pequeñitos para adoptarlo y proveerlo de alimentos y ropa. Debía renunciar enteramente a él, y no le vería nunca más, ni podría ser reclamado en el futuro como propio, y los padres tenían que hacer la selección. Es una larga historia, pero ustedes podrán imaginarse cómo progresaría la discusión entre los padres. Obviamente no podían renunciar al mayor, por la sencilla razón de que era el primogénito. El segundo era muy semejante a la madre; el tercero era demasiado débil y enfermizo para verse privado del cuidado de una madre. Así que las excusas prosiguieron y recorrieron a toda la familia hasta llegar al último, y nadie se atrevió ni siquiera a sugerir que la madre se privara de su amado hijo. No podían separarse de ningún hijo; preferían morir de hambre todos juntos que renunciar a alguno de los hijos.

 

Ahora, yo estoy seguro de que si el simple hecho de dar a un hijo en adopción a un amable amigo sería algo muy doloroso, y no podríamos llegar a ninguna decisión en cuánto a quién daríamos en adopción, seríamos mucho menos capaces de ceder a un hijo amado a la destrucción eterna. Dios no quiera que ni siquiera soñemos con algo así. Clamaríamos día y noche: “No, Señor, no podemos verlos morir. ¡Sálvalos, te lo imploramos!” Casi podríamos emular el espíritu de Moisés: “Borra mi nombre del libro de la vida antes de que mis hijos sean réprobos. ¡Sálvalos, Señor! Salva a cada uno de ellos sin excepción, ¡sálvalos por Tu misericordia!” No deberíamos establecer diferencias en nuestras oraciones entre un hijo y otro. Ahora, estoy seguro de que haríamos muy bien teniendo tales deseos y emociones, y estaríamos muy equivocados si fuéramos capaces de sentarnos y contemplar la ruina eterna de nuestros propios vástagos con quieta indiferencia. Dios los ha convertido en padres, y Él no espera que actúen de otra manera que la requerida por las relaciones paternas. Aquello que sería antinatural, no puede estar bien. Como un Padre también, el Señor anhela vivamente a sus hijos descarriados, y nunca podría estar molesto con nosotros si hacemos lo mismo.

 

En ninguna parte te encuentras con reproches al amor natural de los padres a menos que disimule el pecado. Incluso la amarga lamentación de David: “¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!”, no es censurada por el Señor; tampoco le vemos reprochando a Abraham por decir: “Ojalá Ismael viva delante de ti.” Estos deseos son tan consistentes con los instintos naturales que Él mismo ha implantado, que, incluso si no son concedidos siempre, nunca son reprendidos. Aun si nuestro hijo se convirtiera en un Esaú, o en un Ismael, o en un Absalón, las oraciones del padre por ese hijo no están prohibidas. ¿Cómo podrían estarlo? No tengan miedo en ningún momento cuando están pidiendo por las almas de sus hijos; sean importunos, sean vehementes, sean denodados, no por la vida del hijo, pues eso han de dejarlo en manos de Dios; no por la salud del hijo, pues pueden considerar eso un asunto secundario; sino por el alma del hijo. No escatimen en esto, y luchen tan denodadamente como quieran, y digan: “¡No te dejaré, si no bendices a mis hijos, a cada uno de ellos! Su estado irredento es mi más profunda aflicción: oh Señor, te pido que te dignes rescatarlos de ese estado.”

 

Además, este excelso gozo del que hemos hablado es muy solemne en su entorno, pues involucra esta alternativa: “¿Qué pasa si mis hijos no andan en la verdad?” Bien, eso significa para nosotros muchas aflicciones en esta vida, noches de desvelo y días de ansiedad. He visto a hombres buenos y a grandes hombres aplastados bajo el problema diario causado por sus hijos. “Los hijos” ―dijo alguien― “son bendiciones dudosas”, y estaba cerca de la verdad. Son bendiciones, y pueden ser convertidos por Dios en las más selectas bendiciones; pero si crecen y llegan a ser disolutos, impuros, impíos, harán sangrar nuestros corazones.

 

“Cuánto más agudo que el colmillo de una serpiente

Es tener un hijo ingrato.”

 

Ninguna cruz es tan pesada de llevar como una cruz viviente. A la par de una mujer que está ligada a un esposo impío, o de un hombre que está uncido desigualmente a una esposa desprovista de la gracia, compadezco al padre cuyos hijos no andan en la verdad, aunque él mismo sea un cristiano ferviente. ¿Ha de ser siempre así, que el padre asista a la casa de Dios y su hijo a la cantina? ¿Cantará el padre los cánticos de Sion, y el hijo y la hija entonarán las baladas de Belial? ¿Hemos de ir solos a la mesa de la comunión y nuestros hijos han de permanecer separados de nosotros? ¿Hemos de seguir adelante en la senda hacia la santidad y el camino de la paz, y contemplar a nuestros seres más queridos mientras viajan con la multitud en el espacioso camino, despreciando aquello que valoramos, y rebelándose en contra de Aquel que adoramos? Que Dios nos conceda que no suceda así, pero se trata de una solemne reflexión.

 

Más solemne es todavía la visión ante nosotros cuando volvemos la mirada al otro lado del río de la muerte, al eterno más allá. ¿Qué pasaría si nuestros hijos no anduvieren en la verdad, y murieran siendo irredentos? No habrá lágrimas en el cielo, pero si hubiere lágrimas, los seres celestiales mirarían por encima de los muros de la nueva Jerusalén y llorarían desconsoladamente a la vista de sus hijos en medio de las llamas del infierno, condenados para siempre, desprovistos de esperanza para siempre. ¡Qué terrible sería si aquellos a quienes les dimos el ser estuvieran gimiendo y crujiendo sus dientes en medio de tormentos mientras nosotros contemplamos el rostro de nuestro Padre en el cielo! Recuerden que el tiempo de la separación ha de llegar.

 

¡Oh, ustedes, jóvenes irreflexivos, entre ustedes y sus padres tiene que existir una separación eterna! ¿Pueden soportar esta idea? Tal vez sus padres dejarán primero este mundo. ¡Oh, que su partida pudiera tocar sus conciencias y llevarlos a seguirlos al cielo! Pero si ustedes se fueran primero, siendo pecadores impenitentes y sin perdón, sus padres tendrían un doble dolor en su hora. Cuán tristemente he observado la diferencia cuando he asistido al funeral de diferentes jóvenes. He sido recibido por la madre que dijo alguna dulce historia acerca de la muchacha, y lo que hizo en vida y lo que dijo en la muerte, y hemos compartido antes de ir al sepulcro con un dolor atenuado casi parecido al gozo, y no he sabido si condolerme o congratular.

 

Pero en otros casos, cuando he entrado en la casa del luto mi boca ha estado cerrada, he hecho pocas preguntas, y poco me ha sido comunicado; casi no me he atrevido a tocar el punto. Al rato el padre me ha susurrado: “señor, lo peor de todo es que no tuvimos ninguna evidencia de conversión. Nos habríamos separado alegremente del ser querido si hubiéramos podido tener alguna muestra positiva. Eso rompe el corazón de mi esposa, señor. Consuélela si puede.” He sentido que yo era un consolador muy pobre, pues afligirse sin esperanza es en verdad una aflicción. Elevo mis oraciones para que el llanto junto a nuestros hijos e hijas de edad adulta, muertos y muertos dos veces, no sea jamás la porción de ninguno de nosotros. Mejor sería que no hubieran nacido nunca, mejor sería que hubieran muerto como un fruta prematura, en vez de que vivieran para deshonrar al Dios de su padre y al Salvador de su madre, y, luego, que murieran para recibir un: “Apartaos de mí, malditos”, de aquellos mismísimos labios que dirán a sus padres: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros.” El terror provocado por el contraste es proporcional a la grandiosidad del gozo que está delante de nosotros. Oro con devoción para que tal calamidad sobrecogedora nunca le ocurra a nadie vinculado con cualquiera de nuestras familias.

 

Hasta este momento les he concedido el texto a los padres, y ahora voy a tomarlo para mí y para mis hermanos.

 

II.   Pueden ver el texto, queridos amigos, como especificando la mayor recompensa del PASTOR. “No tengo mayor gozo que este, que el oír que mis hijos andan en la verdad.” El ministro que es enviado por Dios, tiene hijos espirituales; son tan verdaderamente sus hijos como si hubieren nacido literalmente en su hogar, pues, en cuanto a su naturaleza inmortal está para con Dios en la relación de progenitor. Parecería que tendremos en el cielo sólo vagos recuerdos de las relaciones terrenales, en vista de que ‘ni se casarán ni se darán en casamiento, sino serán como los ángeles de Dios’, y, por tanto, la relación de hijo y padre no existirá en el cielo, aunque no puedo evitar pensar que los espíritus que están agrupados en la tierra estarán asociados en la gloria; pero los deberes y los vínculos de relación habrán terminado. Las relaciones que tienen que ver con el alma y el espíritu permanecerán. Puede ser que no mire en el cielo a mis hijos como a mis hijos, pero he de reconocer a muchos de ustedes como son, pues es a través de su alma, o más bien, de su espíritu nacido de nuevo que estoy relacionado con ustedes.

 

Ningún ministro ha de quedarse tranquilo a menos que vea que su ministerio produce efectivamente fruto, y que hombres y mujeres nacen para Dios por la predicación de la palabra. Con este fin somos enviados a ustedes, no para ayudarles a pasar los domingos respetablemente, no para tranquilizar sus conciencias conduciendo la adoración a nombre de ustedes. No, señores, los ministros son enviados al mundo para un propósito más elevado, y si sus almas no son salvadas, hemos laborado en vano en lo que concierne a ustedes. Si en las manos de Dios no somos utilizados como los instrumentos de su nuevo nacimiento, nuestros sermones e instrucciones habrían sido un mero desperdicio de esfuerzo, y su atención a los mensajes habría sido un mero desperdicio de tiempo para ustedes, si no es que algo peor. Lo grandioso es ver hijos nacidos para Dios. De aquí que todo predicador anhela ser capaz de hablar acerca de hijos e hijas espirituales. Juan así lo anhelaba.

 

El predicador conoce con frecuencia a quienes son sus hijos; Juan los conocía, de lo contrario no habría podido hablar de ellos como “mis hijos”, y no habría podido tener gozo en ellos como sus hijos. De esto deduzco que es un deber de cada quien que reciba de cualquiera de los siervos de Dios un beneficio espiritual, y, en especial, el de la conversión, hacérselos saber. Juan habla acerca de sus hijos; pero suponiendo que hubiere habido personas convertidas y Juan no se hubiera enterado de ellas, suponiendo que nunca hubieren hecho alguna profesión, y nunca se hubieren unido a la iglesia, Juan habría podido vivir y morir sin el consuelo de conocerlos, y sin el gozo de haberse enterado de que andaban en la verdad.  Por esto, permítanme recordarles a algunos de ustedes que, yo así confío, conocen realmente al Señor pero nunca han confesado Su nombre, que ustedes nos causan un doloroso mal. Hemos buscado su bien, y Dios nos ha bendecido en cuanto a ustedes, y ustedes nos niegan el fruto de nuestra labor, que consiste en que deberíamos saber que Dios ha reconocido nuestro ministerio en sus conciencias. No continúen defraudando al obrero contratado por Él. Ustedes saben cuán refrescante es para el predicador recibir la información de que ha ganado un alma para Jesús. Como agua fría para un alma sedienta en un desierto abrasador es tal buena nueva para nosotros. Yo he tomado muchos vasos de agua de ese tipo. Yo estoy agradecido cuando el Señor obra como lo acaba de hacer el otro día, y me entero de ello.

 

Les prediqué una mañana un sermón dirigido a las almas desesperadas. Dije que podría haber algunas personas presentes a quienes se podría aplicar el sermón. Fue algo digno de agradecimiento cuando descubrí, un día o dos después, que un amigo que había venido desde muy lejos había sido movido a venir aquí esa mañana, y, después de muchos años de desesperación, fue conducido a la luz y a la libertad por medio del sermón. ¡Oh, cuán dichoso me sentí! No puedes evitar predicar cuando sabes que se darán resultados salvadores. Si el Espíritu Santo de Dios ha bendecido nuestra palabra para ustedes, no repriman el reconocimiento de esa bendición. Vístanse de Cristo públicamente en el bautismo, de conformidad a Su mandato: únanse a Su iglesia, y tengan comunión con el pueblo entre quienes han nacido de nuevo para Dios.

 

Pareciera por nuestro texto que Juan tenía el hábito de recibir noticias de sus hijos espirituales: “No tengo yo mayor gozo que este, el oír”: observen ese: el oír que mis hijos andan en la verdad.” Eso implica que, si ustedes hacen una profesión de su fe, la gente hablará de ustedes. Juan no habría podido oír si otros no hubiesen hablado. El hombre que hace una profesión de religión, especialmente en una iglesia como ésta, será observado por todos los ojos del mundo, y por cierto no serán críticos muy amigables. Están aquellas personas en tu hogar que no conocen al Salvador, que, si pudieran encontrar alguna falla en tu carácter, te la echarán en cara, y dirán: “¡Así que esa es tu religión!” Serán hombres de quienes se habla mucho, y nos llegarán reportes acerca de ustedes; buenas o malas, con seguridad tendremos noticias de ustedes. No practicamos ningún sistema de espionaje entre los miembros de nuestra iglesia, y, sin embargo, en esta gran iglesia de cuatro mil quinientos miembros, de una manera u otra, raramente ocurre que un acto visible de inconsistencia sea ocultado por largo tiempo. Las aves de los cielos publican el asunto. El mundo que tiene un ojo de águila actúa como un policía para la iglesia, y se convierte en el perro guardián de las ovejas sin buenas intenciones, y ladra furiosamente tan pronto como una oveja se descarría.

 

Yo les garantizo que no tengo mayor gozo que cuando oigo que los miembros de la iglesia andan en la verdad. Cuando, por ejemplo, un joven cristiano muere, y su patrón me escribe diciendo: “¿tiene usted algún otro miembro de la iglesia que se parezca a ‘fulano de tal’? Nunca tuve un trabajador tan bueno como él. Deploro su pérdida, y sólo deseo poder encontrar otra persona de un carácter igualmente excelente.”

 

Muy diferente es nuestro sentimiento cuando nos enteramos, como sucede algunas veces, que dicen: “yo preferiría vivir con un impío que con un profesante de la religión, pues esos cristianos profesantes tienen bastante más mal carácter y son más pendencieros que las propias personas del mundo.” Es una vergüenza, es una vergüenza para cualquier persona que provoca que el mundo haga justamente esos comentarios tan negativos. Nuestro gozo es que haya otras personas contra quienes no se puede presentar justamente ninguna acusación en su contra.

 

Ustedes notaron que el apóstol habla de “que andan”. El mundo no podría reportar sus oraciones privadas ni sus emociones interiores. El mundo sólo puede hablar de lo que ve y entiende. Así que Juan oyó de su “andar”, de su carácter y de su comportamiento público. Tengan cuidado, tengan cuidado con sus vidas privadas, hermanos míos, y yo creo que sus vidas públicas con seguridad serán rectas; pero recuerden que es de su vida pública de la que dependerá mucho el veredicto del mundo; por tanto, vigilen sus pasos, sus acciones y sus palabras para que no se desvíen de la verdad en ninguna medida.

 

¿Qué es “andar en la verdad”? No es andar en la verdad, o de otra manera algunos supondrían que quería decir que Juan estaba feliz porque tenían doctrina sana y poco se preocupaban de todo lo demás. Su inspección incluía ciertamente su ortodoxia en el credo, pero tenía mayores alcances. Nosotros comenzaremos en ese punto y concederemos que es un gran gozo ver que nuestros convertidos permanecen firmes en la fe; y, hermanos, me alegra en verdad cuando me entero de que ustedes sostienen firmemente las verdades esenciales, fundamentales y cardinales de nuestra santa fe. Me alegra que la insensatez del así llamado “pensamiento moderno” no posea ningún encanto para ustedes, y que no se han desviado para dudar de la deidad de Cristo, o de la caída del hombre, o del sacrificio sustitutivo, o de la autenticidad e inspiración de la Escritura, o del predominio de la oración. Estoy agradecido porque ustedes sostienen firmemente las grandes doctrinas antiguas de la gracia, y rehúsan intercambiarlas por la luz de luna intelectual tan en boga en estos momentos. Es algo grandioso oír de nuestro pueblo que permanece en la verdad que les ha sido enseñada.

 

Pero andar en la verdad quiere decir a veces algo más; significa una acción consistente con la verdad.

Si ustedes creen que han caído, anden consistentemente con esa verdad, vigilando su naturaleza caída y andando humildemente con Dios. ¿Creen que hay un solo Dios? Anden en esa verdad y reveréncienle a Él y a nadie más. ¿Creen en la elección? Demuestren que ustedes son elegidos, y anden en la verdad como el pueblo peculiar y elegido de Dios, celoso de buenas obras. ¿Creen en la redención? ¿Es esa una verdad fundamental para ustedes? Anden en ella, pues “no sois vuestros, porque habéis sido comprados por precio.” ¿Creen en el llamamiento eficaz y en la regeneración como la obra del Espíritu de Dios? Entonces, anden en el poder de Dios, y sus vidas santas han de demostrar que, en verdad, han sido renovados por la obra sobrenatural de la gracia de Dios. Anden en consistencia con lo que creen.

 

Pero andar en la verdad quiere decir todavía algo más. Significa “ser real”. Mucho del andar que es visto en el mundo es un espectáculo vano, la mascarada de la religión, el remedo de la piedad. En demasiados casos el hombre lleva dos rostros bajo un mismo sombrero, y posee una humanidad doble; nada bueno es real. Es un hábil actor y nada más. Ay, qué triste que uno deba decirlo, pero mucha de la religiosidad de nuestros días no es otra cosa que jugar a la religión. Vamos, miren al año cristiano en el grupo ritualista de nuestra iglesia nacional, mírenlo, y díganme qué es. Es un tipo de charada práctica, uno de cuyos actos es una especie de drama de la pasión. Se supone que la vida de Cristo ha de ser actuada de nuevo, y se nos pide cantar villancicos como si Jesús estuviere recién nacido, comer pescado salado porque Él ayuna, sostener palmas porque Él cabalga a través de Jerusalén, y oír realmente el llamado de las campanas que tocan a dobles como si Él estuviese muriendo. Un día nace, y otro día es circuncidado, de tal forma que se pasa el año en un solemne artificio, pues ninguna de estas cosas está sucediendo; pero el Señor Jesús está sentado en el cielo, indignado por ser hecho objeto de ese juego. Te recomiendo que no tengas que ver con nada de estas cosas. Deja las sombras y persigue la sustancia. Adora a Cristo como Él es, y entonces le considerarás “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.” Cuando los hombres te vean, han de ver que, lo que crees, lo crees realmente con plena sinceridad y que no hay ninguna simulación en ti. Entonces te llamarán fanático, por lo cual has de estar agradecido; llévate la palabra a casa, y guárdala como un título honorable, demasiado bueno para ser lanzado de regreso en contra de tu enemigo. Podrían llamarte un entusiasta indómito, pero, a cambio, tú pídele a Dios que los vuelva entusiastas a ellos también, pues en tal causa uno no puede ser demasiado devoto. No vayas por todo el mundo como una sombra respetable, rondando la tumba de un Cristo muerto, sino ten vida con la vida de Dios, vivo de pies a cabeza a las realidades divinas; así andarás en la verdad. Comprueba cómo se comportaban realmente los apóstoles; estaban preparados a morir por la verdad que sostenían, y a lo largo de su vida estaban haciendo sacrificios por ella. Haz que su veracidad sea una fuerza tan poderosa, que los demás vean que eres transportado por su fuerza y gobernado por sus impulsos. “No tengo yo mayor gozo que este.”

 

Cómo, cuando un predicador ve a los hombres andando así en la verdad, ¿puede hacer de eso su mayor gozo? Puesto que ese es el objetivo de nuestro ministerio, a eso apuntamos. Nosotros no vivimos para convertir a la gente a esta denominación o a aquella, sino para convertirlos a una vida santa delante de Dios y a un trato honesto con los hombres. Esto es lo grandioso, y cuando vemos que esto se logra, no podríamos sentir mayor gozo. Este es el designio del Evangelio mismo. Cristo amó a la iglesia, y se entregó a Sí mismo por ella, a fin de presentársela a Sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante. Un pueblo santo es la recompensa de la pasión del Redentor, y bien puede ser el gozo de esos amigos del Esposo que le acompañan y se gozan grandemente porque el gozo del Esposo es cumplido.

 

La santidad de los cristianos es el gran instrumento para esparcir el Evangelio. Más allá de todas las otras misiones, yo recomiendo la misión de la santidad. Quienes predican mejor a Cristo son los que predican junto a la chimenea, son los que predican en el taller, son aquellos cuyas vidas son sermones, que ellos mismos son sacerdotes para Dios, cuyas ropas son vestimentas sagradas, y cuyas comidas ordinarias son sacramentos. Dennos un pueblo santo y consagrado, y ganaremos, pues estas son las legiones omnipotentes con las que el mundo será conquistado para Cristo. Nosotros nos gozamos en un pueblo santo porque glorifica a Dios. Los meros profesantes no lo hacen; los profesantes inconsistentes deshonran a Dios, de quienes les digo, incluso llorando, que son los enemigos de la cruz de Cristo. Un pueblo que anda en la verdad corona la cabeza de Jesús. Fuerzan incluso a los blasfemos a callar sus bocas, pues cuando ven a estos hombres y mujeres santos, no pueden decir nada en contra del Evangelio que produce tales personalidades.

 

Amados, si aman a su pastor, si aman a la Biblia, si aman el Evangelio, si aman a Cristo, si aman a Dios, sean un pueblo santo. Ustedes que profesan ser salvos, sean veraces, vigilen. Si no quieren afligirnos, si no quieren deshonrar el Evangelio, si no quieren crucificar a Cristo de nuevo, y someterlo a la vergüenza pública, anden como Cristo quiere que anden; aborrezcan aquello que es malo, aférrense a aquello que es bueno. Sean hombres aprobados por Dios en su conversación o en su carácter, en sus transacciones de negocios con sus semejantes, o en sus comunicaciones dentro del círculo familiar, tal como ustedes querrían haberlo sido cuando venga su Señor, pues Él está a la puerta, y bienaventurados son aquellos siervos que están preparados para Su venida.

 

Si ustedes no son lo que deberían ser, les suplico que no hagan una profesión; y si han hecho una profesión, y la han deshonrado, humíllense ante los ojos de Dios, y vayan una vez más a la fuente repleta de sangre, pues hay todavía perdón y misericordia para ustedes. Jesús les recibirá gustosamente, aunque le hayan despreciado de esa manera. Retornen como un hijo pródigo a la casa del padre, y encontrarán que los animales engordados han sido sacrificados para ustedes, y que han sido vestidos con el mejor vestido.

 

Conforme nos acercamos al cierre del año, pidan sinceramente que si algo en el tiempo pasado ha sido malo, sea suficiente para haber obrado la voluntad de la carne; y ahora, a partir de ahora, en el nuevo año, que podamos vivir en novedad de vida, y gozar juntos del dulce privilegio de oír que nuestros hijos andan en la verdad, mientras que nosotros mismos, por medio de la gracia, andamos en ella también, y la iglesia es edificada, y multiplicada por el Espíritu de la verdad. Que el Señor los bendiga a todos ustedes, por Jesucristo nuestro Señor.

 

Porciones de la Escritura leídas antes del sermón: 2ª y 3ª Epístolas de Juan.

 

 

 

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