SANA DOCTRINA - Ministerio de Difusión Bíblica

El Fin del Pecador

 

Sermón predicado la mañana del domingo 28 de diciembre, 1862

Por Charles Haddon Spúrgeon

En el Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres

 

 

“Hasta que entrando en el santuario de Dios, comprendí el fin de ellos. Ciertamente los has puesto en deslizaderos; en asolamientos los harás caer”   Salmo 73: 17, 18

 

La carencia de entendimiento ha destruido a muchos. El sombrío abismo de la ignorancia ha engullido a sus miles. Allí donde la falta de entendimiento ha sido insuficiente para matar, ha sido capaz de lesionar gravemente. La carencia de entendimiento respecto a la verdad doctrinal, a los tratos providenciales o a la experiencia interior, ha provocado con frecuencia una vasta cuantía de perplejidad y de aflicción en el pueblo de Dios, gran parte de las cuales podría haberse evitado si hubiese sido más cuidadoso para considerar y entender los caminos del Señor. Hermanos míos, si nuestra visión es débil y nuestros corazones son olvidadizos en cuanto a las cosas eternas, nuestra mente se verá vejada y atormentada, tal como se vio David cuando no podía entender el fin del pecador, pues ciertamente es un gran misterio para la razón ordinaria ver que los impíos prosperan y se sacian, mientras que los justos reciben disciplina y aflicción. Sin embargo, nosotros hemos de tener un claro entendimiento en relación a la muerte, al juicio y a la condenación del engreído pecador, pues entonces nuestras preocupaciones y sospechas son suprimidas de inmediato y la petulancia da lugar a la gratitud. Vean al buey al tiempo que desfila por las calles, cubierto de guirnaldas; ¿quién envidiaría su suerte si recordara el hacha y el altar que le esperan? El niño pudiera ver sólo las flores, pero ningún ornamento pueril podría ocultar del hombre de entendimiento la miseria de la víctima.

 

El mejor lugar para recibir la instrucción de la sabiduría celestial es el santuario de Dios. Mientras David no había subido allí, estaba sumido en medio de brumas, pero cuando atravesó sus santos portales se encontró en la cima de un monte, y las nubes flotaban muy por debajo de sus pies. Ustedes me preguntarán qué pudiera haber habido en el antiguo santuario que consiguió iluminar a David respecto al fin de los inicuos. Pudiera ser, hermanos míos, que cuando se puso delante de Dios en oración, su espíritu tuvo tal comunión con el Dios invisible que su mirada penetró en las cosas invisibles y vio, como en una clara visión, la ruina definitiva de las personas carentes de gracia; o pudiera ser que los himnos sagrados de la congregación de Israel profetizaran la derrota de los enemigos de Jehová, y conmovieran el alma del rey. Tal vez en aquel santo día los sacerdotes leyeran en las escasas páginas de la obra hasta entonces escrita, alguna antigua historia como las que habían reconfortado al Salmista en sus tiempos más dichosos. Pudo haber sido que repasaran a oídos del pueblo los años anteriores al diluvio y la muerte universal que arrastró a un mundo de pecadores a sus prisiones eternas con un diluvio de ira; o pudo ser que leyeran acerca de Sodoma y Gomorra, y la lluvia de fuego que consumió completamente a las ciudades de la llanura. No es imposible que el tema de la meditación transportara al devoto monarca de regreso a las plagas de Egipto y al día de la venganza del Señor, cuando derrotó al altivo Faraón y a sus huestes en medio del Mar Rojo. ‘El libro de las guerras del Señor’ está lleno de notables registros y todos revelan de manera sumamente clara que la diestra del Señor ha quebrantado tarde o temprano a todos Sus enemigos.

 

Posiblemente cuando David entró en el santuario de Dios leyeron la Ley a oídos suyos. Oyó las bendiciones para la obediencia y las maldiciones para la rebelión, y mientras escuchaba los estruendosos anatemas de la ley, que no maldice en vano a nadie, pudiera ser que dijera: “Ahora yo entiendo su fin”. Ciertamente un debido entendimiento de la ley de Dios y de la justicia que mantiene su dignidad, eliminará todos los temores concernientes al escape final de los impíos. Esa ley y ese juez no permiten la más mínima sospecha de que el pecado prosperará siempre. Es más, hermanos, David no podía subir al santuario sin presenciar un sacrificio, y al ver que el cuchillo se alzaba y se hundía en el cuello de la víctima, y al recordar que él mismo era preservado de la destrucción por los sufrimientos de un sustituto representado por aquel cordero, pudo haber aprendido que los impíos, no teniendo un sacrificio como ese en el cual confiar, tienen que ser conducidos como ovejas al matadero, y así como el buey es derribado por el hacha, así tienen que ser completamente asolados. Por alguno de esos medios -ya sea por presenciar el sacrificio, o por sus propias meditaciones, o por la palabra leída y las explicaciones dadas por los profetas o por los sacerdotes en el santuario- fue que en la propia casa de Dios entendió David el fin de los malvados.

 

Amados, yo confío en que si carecieran de entendimiento en cualquiera de los asuntos espirituales, subirán a la casa del Señor para inquirir en Su templo. La palabra de Dios es para nosotros como el Urim y el Tumim del sumo sacerdote; la oración pide consejo de la mano del Señor, y a menudo el labio del ministro es el oráculo de Dios para nuestros corazones. Si estás turbado en cualquier momento porque la Providencia pareciera tratar indulgentemente con los viles pero duramente contigo, acércate al lugar donde se practica la oración, y habiendo entendido la justicia de Dios y la derrota que ciertamente infligirá sobre los impenitentes, tú regresarás a tu hogar con una mente apaciguada y un espíritu disciplinado. Esperemos que canten a la manera del doctor Watts:

 

“Vi a los malvados progresar

Y sentí que mi corazón respingaba,

Viendo que necios presuntuosos, con ojos despectivos,

Brillan con vestiduras de honor.

Los tumultos de mi pensamiento

Me retenían en sombrío suspenso,

Hasta que mis pies fueron conducidos a Tu casa,

Para aprender allí sobre Tu justicia.

Tu palabra con luz y poder

Corrigió en verdad mi error;

Antes contemplaba la vida del pecador,

Pero aquí comprendí su fin”.

 

Esta mañana hemos seleccionado nuestro tema con muchos fines en mente, pero más especialmente con el ardiente deseo de ganar almas para Cristo, de que podamos ver una fiesta de recolección al final del año, de que este sea el mejor de los días para muchos, el cumpleaños de muchas almas inmortales. La carga del Señor doblega mi alma esta mañana; mi corazón está repleto hasta reventar con una agonía de deseo que los pecadores sean salvados. Oh, Señor, desnuda Tu brazo en este día, en este preciso día.

 

Desarrollando nuestro solemne tema, primero, entendamos el fin del pecador; en segundo lugar, saquemos provecho del hecho de que lo entendamos; en tercer lugar, habiéndolo entendido, advirtamos ansiosa y sinceramente a aquellos que tendrán ese fin a menos que se arrepientan.

 

I. Primero, entonces, haciendo acopio de todos nuestros poderes de mente y pensamiento, ESFORCÉMONOS POR ENTENDER EL FIN DEL PECADOR. Permítanme repetirlo a oídos de ustedes.

 

El fin del pecador, como el fin de todo otro hombre en este mundo, es la muerte. Cuando muere, pudiera ser que muera apaciblemente, pues con frecuencia no hay ataduras en su muerte, sino que su fuerza es firme. Una conciencia cauterizada aporta la quietud de la estupidez tal como un pleno perdón del pecado proporciona una serenidad que es producto de un reposo perfecto. Hablan del otro mundo como si no tuviesen ningún terror; hablan de presentarse delante de Dios como si no tuviesen ninguna transgresión. “Como a rebaños que son conducidos al Seol”; “Se quedó dormido como un niño”, dicen sus amigos; y otros exclaman: “Estaba tan feliz que debe de ser un santo”. ¡Ah!, ese es sólo su fin aparente. Dios sabe que el reposo mortecino de los pecadores no es sino la terrible calma que presagia el huracán eterno. El sol se pone con radiantes colores, pero, oh, detrás está la oscuridad de la negra noche tempestuosa. Las aguas refulgen como plata cuando el alma se sumerge en su seno, pero quién podría decir los múltiples horrores que se agrupan en el interior de sus terribles profundidades. Por otro lado, la muerte de los impíos no es frecuentemente así de apacible. No siempre el hipócrita puede completar su juego hasta el fin; la máscara se desprende con demasiada prontitud y la conciencia dice la verdad. Aun en este mundo, para algunos hombres, la tormenta de la ira eterna comienza a golpear en el alma antes de que abandone el abrigo del cuerpo. ¡Ah, entonces son los gritos y los gemidos! ¡Qué terribles presentimientos de los espíritus inquietos! ¡Qué visiones del juicio! ¡Qué ansiosos atisbos de la medianoche de la futura proscripción y de la ruina! Ah, entonces llegan las ansias de un lapso un poco mayor de vida y el asirse de cualquier cosa para tener una simple oportunidad de esperanza. Que sus oídos no tengan que oír el terrible grito del espíritu cuando siente que ha sido sujetado por la mano invisible y que es arrastrado en su descenso hacia su segura ruina. Yo preferiría estar encerrado en una prisión durante meses y años antes que estar junto a algunos lechos mortuorios tales como los que me ha tocado presenciar. Han escrito su memorial en mi joven corazón; las cicatrices de las heridas que me provocaron están ahí todavía. Los semblantes de algunos seres humanos, cual espejos, reflejan las llamas del infierno mientras viven aún. Sin embargo, todo esto es sólo de secundaria importancia comparado con lo que sigue a la muerte. Para los impíos hay una terrible significación en ese versículo del Apocalipsis: “Miré, y he aquí un caballo amarillo, y el que lo montaba tenía por nombre Muerte, y el Hades le seguía”.

 

El primer ay pasó, pero hay otros ayes que han de venir. Si la muerte fuera todo, yo no estaría aquí esta mañana, pues poco importa de qué manera muere un hombre, si no fuera porque vivirá de nuevo. La muerte del pecador es la muerte de todo lo que lo deleitaba. No habrá más copas de ebriedad para ti otra vez, ninguna viola, ningún laúd, ni sonido de música, no habrá más una danza alegre, no habrá más un sonoro canto lascivo, no habrá más una jovial compañía ni habrá más blasfemias altisonantes pues todo eso habrá desaparecido para siempre. Epulón, has sido despojado de tu vestido de púrpura y las rojas llamas serán ahora tu manto. ¿Dónde está ahora tu lino fino; por qué motivo tu desnudez es revelada así para tu vergüenza y confusión? ¿Dónde están ahora tus mesas bien surtidas, oh tú, que comías suntuosamente cada día? Tus labios resecos ansiarán en vano la gota bendita que refresque tu lengua. ¿Dónde están ahora tus riquezas, tú que fuiste un rico insensato? Tus establos han sido ciertamente derribados, pero ya no necesitas construir establos más grandes, pues tu grano, tu vino y tu aceite se han desvanecido como un sueño, y tú eres pobre en verdad, maldecido con un nivel de penuria tal que ni Lázaro, a quien lamían los perros, jamás conoció. La muerte suprime todo deleite de la gente carente de gracia. Arrebata de su ojo, de su oído, de su mano y de su corazón todo lo que pudiera producirle solaz. ¡Los crueles moabitas de la muerte derribarán todo árbol hermoso de esperanza, y taparán con piedras gigantescas todo pozo de consuelo, y no quedará nada para el espíritu sino un terrible yermo -desprovisto de todo gozo o esperanza- que el alma tiene que atravesar con pies cansados por los siglos de los siglos!

 

Y eso no es todo. Entendamos un poco más el fin de ellos. Tan pronto como el pecador ha muerto, se presenta delante del tribunal de Dios en su estado incorpóreo. Ese espíritu impuro es colocado delante del ojo llameante de Dios. Sus obras son harto conocidas para él mismo; no necesita que se abran todavía los grandes libros. Un movimiento del dedo eterno le indica que prosiga su camino. ¿Adónde puede ir? No se atreve a subir al cielo. Sólo hay un camino abierto: se hunde hasta el lugar que le ha sido asignado. La expectativa del tormento futuro invade el alma con un infierno que es autocombustible y la conciencia se convierte en un gusano que nunca muere y que roe eternamente. La conciencia, digo, grita en las almas de los hombres: “¿Dónde estás ahora? Estás perdido, y este perdido estado tú mismo lo provocaste. Todavía no has sido juzgado”, dice la conciencia, y “sin embargo, estás perdido, pues cuando se abran esos libros, tú sabes que sus registros te condenarán”. La memoria se despierta y confirma la voz de la conciencia. “Es cierto” –dice- “es cierto”. Ahora el alma recuerda sus miles yerros y delitos. El juicio también se libera de su sopor, sostiene en alto sus balanzas, y le recuerda al hombre que la conciencia no clama indebidamente. La esperanza ha sido aniquilada pero todos los temores siguen vivos y llenos de vigor; como serpientes de cien cabezas punzan el corazón integralmente. El corazón postrado con incontables miedos gime en su interior: “La terrible trompeta sonará en breve; mi cuerpo resucitará; he de sufrir tanto en cuerpo como en alma por todas mis maldades; no hay ninguna esperanza para mí; ninguna esperanza para mí. ¡Ojalá hubiera escuchado cuando me advirtieron! ¡Ah, ojalá que me hubiera arrepentido ante el fiel reproche; que hubiese creído en Jesucristo cuando me fue presentado en el Evangelio! Pero no, yo desprecié mi propia salvación. Yo escogí los placeres pasajeros del momento, y por ese pobre precio me he ganado la eterna ruina. Escogí más bien ahogar a mi conciencia antes que permitir que me condujera a la gloria. Le di la espalda a lo recto, y ahora heme aquí, esperando como un prisionero en una celda de condenado hasta que llegue el gran juicio y yo me presente delante del Juez”.

 

Prosigamos en la consideración del fin de ellos. El día de los días, aquel día terrible ha llegado. El reposo milenial ha concluido y los justos han tenido sus mil años de gloria sobre la tierra. ¡Escuchen!, la pavorosa trompeta, más fuerte que mil truenos, sobresalta a la muerte y al infierno. Su espantoso sonido sacude a la tierra y al cielo; cada tumba se abre y queda vacía. Desde el fecundo vientre de la tierra -esa fructífera madre de la humanidad- se levantan multitudes tras multitudes de cuerpos, como si fueran recién nacidos; he aquí del Hades vienen los espíritus de los seres perdidos, y cada uno de ellos entra en el cuerpo en el que una vez pecó, mientras que los justos se sientan sobre sus tronos de gloria con sus cuerpos transformados hechos semejantes al glorioso cuerpo de Cristo Jesús el Señor del cielo. El sonido de la bocina va aumentando en extremo y se va haciendo prolongado, el mar ha entregado a sus muertos, y toda carne mortal ha sido restaurada salida de lenguas de fuego, de las mandíbulas del león y del gusano de la corrupción; átomo con átomo, hueso con hueso, al fíat de la Omnipotencia, todos los cuerpos son remodelados. Y ahora el gran trono blanco es colocado con pompa por unos ángeles. Todo ojo lo contempla. Los grandes libros son abiertos, y todos los seres humanos oyen el crujir de sus terribles hojas. El dedo de la mano que una vez fue crucificada pasa una hoja y otra hoja, y los nombres de los hombres, tanto para gloria como para destrucción, son anunciados: “Venid, benditos”; “Apartaos, malditos”; esos son los árbitros definitivos de la gloria o de la ruina. Y ahora, ¿dónde estás tú, pecador, pues tu turno ha llegado? ¡Tus pecados son leídos y publicados! La vergüenza te consume. Tu rostro altivo se cubre ahora con mil bochornos. Tú quisieras cubrirte, pero no puedes, y, sobre todo, tienes miedo del rostro de Aquel que hoy te mira con ojos de piedad, pero que entonces te mirará con miradas de ardiente ira, el rostro de Jesús, la faz del Cordero, del Cordero agonizante, entonces entronizado en juicio. ¡Oh, cuán avergonzado estarás cuando pienses que le has despreciado, cuando pienses que aunque Él murió por los pecadores, tú lo escarneciste y te burlaste de Él, difamaste a Sus seguidores y calumniaste a Su religión! Cuán lastimosamente ansiarás un velo de granito que oculte de Él tu cara avergonzada. “¡Peñas, escóndanme! ¡Montes, caigan sobre mí! Ocúltenme del rostro de Aquel que se sienta en el trono”. Pero no es posible, no ha de ser así.

 

“¿Dónde, oh, dónde buscarán ahora los pecadores

Un albergue de la ruina general?

¿Serán sepultados por las rocas que caen?

Vean a las peñas, como nieve, cómo se disuelven”.

 

Oh, pecador, esto es sólo el comienzo del fin, pues ahora es leída tu sentencia, es pronunciada tu condenación; el infierno abre sus gigantescas fauces y tú te desplomas hacia tu destrucción. ¿Dónde estás ahora? El cuerpo y el alma se desposan nuevamente en una unión sempiterna. Habiendo pecado juntos, ahora tienen que sufrir juntos, y tienen que hacerlo eternamente. No puedo figurármelo; el tinte más profundo de la imaginación no puede pintar esa noche que se prolonga múltiples veces. No puedo describir la angustia que tanto el alma como el cuerpo han de sufrir; cada nervio es un sendero por el que viajan los pies ardientes del dolor y cada poder mental es un horno de fuego ardiendo calentado siete veces más de lo acostumbrado con rabiosas llamas de miseria. ¡Oh, Dios mío, líbranos de conocer alguna vez esto en nuestras propias personas!

 

Hagamos ahora una pausa y revisemos el asunto. Nos incumbe recordar con respecto al fin definitivo del pecador, que es absolutamente cierto. La misma “palabra” que dice: “el que creyere… será salvo”, establece de manera igualmente cierta y clara que “el que no creyere, será condenado”. Si Dios es veraz, entonces los pecadores tienen que sufrir. Si los pecadores no sufren, entonces los santos no tienen ninguna gloria, vana es nuestra fe, vana fue la muerte de Cristo, y podemos permanecer cómodamente en nuestros pecados. Pecador, sin importar lo que la filosofía pueda exponer con sus silogismos, sin importar lo que el escepticismo pueda declarar con su risa y sus escarnios, es absolutamente cierto que, muriéndote cómo estás, la ira de Dios caerá sobre ti en sumo grado. Aunque sólo hubiese la diezmilésima parte de un miedo de que tú o yo pudiéramos perecer, sería sabio acudir presurosamente a Cristo; pero cuando no es un “quizá”, o un “por ventura”, sino una absoluta certeza que quien rechaza a Cristo va a estar perdido eternamente, yo los conjuro, si son hombres racionales, a que sean diligentes y pongan sus casas en orden pues Dios seguramente castigará, por más que parezca tardarse demasiado. Aunque durante noventa años evites las flechas de Su arco, Su rayo te encontrará a su debido tiempo y te traspasará por completo, y ¿dónde estarás entonces?

 

Y a la vez que es seguro, recordemos también que para el pecador es a menudo de pronto. A la hora menos pensada viene a él el Hijo del hombre. Como el dolor en una mujer que está de parto, como el torbellino sobre el viajero, como el águila sobre su presa, así de veloz llega la muerte. Comprando y vendiendo, casándose y dándose en casamiento, fornicando y lleno de lascivia, el hombre impío dice: “Ahora vete; pero cuando tenga oportunidad te llamaré”; pero así como la helada viene a menudo cuando los capullos están creciendo y alistándose para la primavera y los mordisquea de pronto, cuán a menudo la helada de la muerte mordisquea toda la felicidad ilusionada de los impíos que se marchita de una vez por todas. ¿Tienes un contrato de arrendamiento de tu vida? ¿Vive alguien que pueda asegurarte que tú respirarás otra hora? Si tu sangre se congelara en sus venas, si tu aliento se detuviera por un instante, ¿dónde estarías tú? Una telaraña es un cable fuerte si se compara con el hilo del que depende la vida de un mortal. Les hemos dicho mil veces, hasta que el dicho se ha vuelto tan trillado que ustedes se sonríen cuando lo repetimos, que la vida es frágil, y, sin embargo, ustedes viven, oh hombres, como si sus huesos fueran de bronce y su carne fuera como el diamante y sus vidas como los años del Dios Eterno. Así como se corta el sueño del que duerme, así como se disuelve la nube delante del viento, así como se derrite la espuma en el rompiente, así como se extingue el meteoro en el cielo, así de súbito los gozos del pecador desaparecerán para siempre, ¿y quién medirá la grandeza de su sorpresa?

 

Recuerden, oh hijos de los hombres, cuán terrible es el fin de los impíos. Ustedes creen que a mí me resulta fácil hablar ahora sobre la muerte y la condenación, pues a ustedes no les resulta muy difícil oír; pero cuando ustedes y yo lleguemos a la hora de nuestra muerte, ¡ah!, entonces cada palabra que hayamos dicho tendrá un mayor significado del que está tranquila hora pudiera extraer de él. Imaginen al pecador al momento de su muerte. Unos amigos que derraman lágrimas lo rodean; él se da vueltas de un lado a otro sobre aquel lecho agotador. El hombre fuerte está doblegado. El último combate ha llegado. Los amigos contemplan sus ojos vidriosos y limpian el sudor pegajoso de su frente. Por fin murmullan: “¡Se ha ido! ¡Se ha ido!” ¡Oh, hermanos míos, que susto se apoderará del profano espíritu entonces! Ah, si su espíritu pudiera hablar entonces, diría: “Es muy cierto lo que yo solía oír. Hablé mal del ministro el último domingo del año porque trató de asustarnos, según decía yo, pero no habló ni la mitad de lo denodado que debió haber hablado. Oh, me pregunto por qué no cayó de rodillas y no me pidió que me arrepintiera, pero aun si lo hubiese hecho, yo habría rechazado sus súplicas. ¡Oh, de haber sabido! ¡De haber sabido! Si yo hubiera sabido todo esto; si lo hubiera podido creer; si no hubiese sido tan necio como para dudar de la palabra de Dios y considerar que todo era un cuento para asustar a los niños. ¡Oh, de haberlo sabido! ¡Pero ahora estoy perdido! ¡Perdido! ¡Perdido para siempre!” Me parece que oigo el gemido de total desaliento de ese espíritu cuando exclama: “Sí, han llegado; las cosas de las que me hablaban han llegado a suceder. ¡Decidido está mi estado eterno; no hay ahora ofrecimientos de misericordia; no hay ahora ninguna sangre rociada; ahora no hay ninguna trompeta de plata del Evangelio; no hay ahora invitaciones para acercarse al pecho de un amoroso Salvador! Dios se ha alzado en armas en mi contra. Sus terrores me han quebrantado y como una hoja arrastrada por el torbellino así soy arrastrado yo no sé adónde; pero esto sí sé: estoy perdido, perdido, perdido más allá de toda esperanza”. Horrible es el fin del pecador. Me estremezco al tiempo que hablo brevemente de esto. Oh, creyente, asegúrate de entender muy bien esto.

 

No dejes de recordar que el horror del fin del pecador consistirá en gran medida en la reflexión de que perderá el cielo. ¿Acaso es poco eso? Las arpas de los ángeles, la compañía de los redimidos, la sonrisa de Dios, la relación con Cristo -¿es eso una nimiedad?- perder el mejor reposo del santo, esa herencia por la que los mártires vadearon ríos de sangre, esa porción que Jesús consideraba que era digna de Su muerte para así comprarla. Ellos pierden todo eso, y luego adquieren a cambio los tormentos del infierno, que son más desesperados de lo que la lengua pudiera expresar. ¡Consideren un momento! Quien inflige el castigo es Dios. ¡Qué golpes ha de asestar! Sólo extendió Su dedo y cortó a Rahab e hirió al dragón en el Mar Rojo. ¿Qué no será cuando Su pesada mano propine un golpe tras otro? ¡Oh, Omnipotencia, Omnipotencia, cuán terribles son Tus golpes! Pecador, mira y tiembla: ¿Sale el propio Dios en batalla contra ti? Vamos, cuando se clavan en tu conciencia las flechas del hombre son muy cortantes, pero ¡cómo serán las flechas de Dios! ¡Cómo se han de chupar tu sangre para infundir veneno en tus venas! Incluso ahora tienes miedo de morirte cuando sientes una leve enfermedad, y cuando oyes un sermón que escudriña tu corazón, te entristece. Pero qué será cuando Dios, vestido de trueno, salga en tu contra y Su fuego te consuma como a hojarasca. ¿Será Dios quien te castigue? ¡Oh pecador, qué castigo tiene que ser el que Él te inflija! Me estremezco por ti. Acude presuroso, te lo ruego, a la cruz de Cristo donde está preparado el refugio.

 

Recuerda, además, que será un Dios inmisericorde quien te quebrantará. Todo Él es hoy misericordia para ti, oh pecador. Con los requiebros del Evangelio Él te pide que vivas, y en Su nombre yo te digo que, vive Dios, él no quiere tu muerte, sino que quiere que te vuelvas a Él y vivas; pero si tú no quieres vivir, si tú quieres ser Su enemigo, si quieres abalanzarte contra la punta de Su lanza, entonces Él quedará a mano contigo en aquel día cuando la misericordia reine en el cielo, y la justicia celebre su corte solitaria en el infierno. ¡Oh, que fueran sabios, y creyeran en Jesús para la salvación de sus almas!

 

Quisiera que supieran, oh ustedes, que eligen su propia destrucción, que sufrirán integralmente. Si nos duele ahora nuestra cabeza, o si nuestro corazón tiene palpitaciones, o algún miembro del cuerpo sufre de algún dolor, hay otras partes del cuerpo que se quedan tranquilas; pero entonces, cada poder del cuerpo y de la mente sufrirán simultáneamente. Todas las cuerdas de la naturaleza del hombre vibrarán con la discordia de la desolación. Entonces el sufrimiento será incesante. Aquí gozamos de una pausa en nuestro dolor; la fiebre tiene sus descansos; los paroxismos de la agonía tienen sus momentos de quietud; pero allá, en el infierno, el crujir de dientes será incesante, las mordeduras del gusano no conocerán descanso pues continuarán, continuarán eternamente y eternamente habrá un ardiente trayecto de miseria.

 

Luego, lo peor de todo, es que será sin fin. Cuando hubieren transcurrido diez mil años no estarás más cerca del fin que al inicio. Cuando se hubieren apilado millones sobre millones de años, la ira será todavía venidera, venidera, como si no hubiese habido ira del todo. ¡Ah!, es terrible hablar de estas cosas, y ustedes que oyen o leen mis sermones saben que soy acusado falsamente cuando alguien dice que me detengo frecuentemente en este terrible tema, pero yo siento como si no hubiese ninguna esperanza para algunos de ustedes a menos que les hable tronando. Yo sé que a menudo Dios ha quebrantado a algunos corazones con un sermón de alarma, que tal vez no hubieran sido ganados nunca mediante un discurso motivante y atrayente. Mi experiencia tiende a mostrar que el gran martillo de Dios quebranta a muchos corazones, y algunos de mis sermones más terribles han sido aún más útiles que aquellos sermones en los que alcé la cruz y supliqué tiernamente a las personas. Ambos tienen que ser usados: algunas veces el amor que atrae, y luego la venganza que induce. ¡Oh, mis oyentes, no puedo tolerar el pensamiento que ustedes tengan que perderse! Cuando medito, me viene una visión de algunos de ustedes al momento de partir de este mundo y me digo: ¿me maldecirán ustedes? ¿Me maldecirán mientras descienden al abismo? ¿Habrán de acusarme así: “tú no fuiste fiel a mí; Pastor, tú no me advertiste; ministro, tú no lidiaste conmigo?” No, con la ayuda del Señor, a través de cuya gracia soy llamado a la obra de este ministerio, yo tengo que estar limpio y estaré limpio de la sangre de ustedes. Ustedes no harán su cama en el infierno sin saber cuán incómodo es el lugar de descanso que escogen. Ustedes habrán de oír la advertencia. Habrá de resonar a sus oídos. “¿Quién de nosotros morará con el fuego consumidor? ¿Quién de nosotros habitará con las llamas eternas?” Yo les garantizo que un verdadero amor les habla en cada severa palabra que expreso, un amor que se preocupa en extremo por ustedes como para halagarlos, un amor que tiene que decirles estas cosas sin mitigarlas de ningún modo, no vaya a ser que perezcan por jugar con esto. “El que no creyere, será condenado”. “Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por qué moriréis?” ¿Por qué habrían de rechazar sus misericordias? Que Dios les ayude, por Su Santo Espíritu, a entender el fin definitivo de ustedes y a aferrarse a Jesús ahora.

 

II. Esto nos lleva a nuestro segundo comentario: Si hemos entendido el fin del pecador, SAQUÉMOSLE AHORA PROVECHO A ESO. ¿Cómo podemos hacerlo?

 

Podemos sacarle provecho, primero, no envidiando nunca a los impíos otra vez. Si en cualquier momento sentimos, con el Salmista, que no podemos entender cómo es que los enemigos de Dios disfrutan de las dulzuras de la vida, dejemos de hacer de inmediato tales cuestionamientos porque recordamos su fin definitivo. Que la confesión de David nos sirva de advertencia: “Señor, cuán irreflexivo y desventurado era yo

 

“Lamentándome y murmurando y desconsolándome,

Al ver que los impíos eran exaltados,

¡Que brillaban con altivez cubiertos de honor!

 

¡Pero, ¡oh, su fin; su terrible fin!

Tu santuario me lo enseñó:

Veo que están sobre rocas resbalosas,

Y que olas de fuego rompen en la base.

No importa que se jacten de cuán alto ascienden,

No los voy a envidiar nunca más;

Allí pueden estarse con ojos altivos,

Hasta caer en lo profundo de un dolor sin fin”.

 

Si el fin del pecador es tan terrible, ¡cuán agradecidos debemos estar si hemos sido arrancados de esas devoradoras llamas! Hermanos y hermanas, ¿qué había en nosotros para que Dios tuviera misericordia de nosotros? ¿Podríamos atribuir el hecho de que hemos sido lavados del pecado en la sangre de Jesús, y conducidos a elegir la ruta de la justicia –podríamos atribuir esto a cualquier otra cosa que no sea la gracia- a la libre, generosa y soberana gracia? Vamos entonces, mezclemos con nuestras lágrimas por otros, una gozosa gratitud para con Dios por ese eterno amor que ha librado a nuestras almas de la muerte, a nuestros ojos de las lágrimas, y a nuestros pies de caer. Por encima de todo, valoremos los sufrimientos de Cristo más allá de todo costo. Oh, bendita cruz, que nos ha arrebatado del infierno. Oh, amadas heridas, que se han convertido en puertas del cielo para nosotros. ¿Podríamos rechazar amar a ese Hijo del hombre, a ese Hijo de Dios? ¿No nos entregaremos renovadamente a Él hoy, al pie de Su amada cruz, y no le pediremos que nos otorgue más gracia para que podamos vivir más para Su honra, y que gastemos de lo nuestro y aun nosotros mismos nos gastemos del todo en Su servicio? Salvado del infierno, tengo que amarte, Jesús, y mientras duren la vida y el ser, tengo que vivir y estar preparado a morir por Ti.

 

Además, queridos amigos, ¡un tema como este, cómo debería conducirlos a profesar ser seguidores de Cristo para hacer firme su vocación y elección! Si el fin del impenitente es tan terrible, no hemos de contentarnos con nada excepto con las certezas respecto a nuestro propio escape de este infortunio. ¿Tienen alguna duda esta mañana? No tengan ninguna paz mental hasta que todas esas dudas sean resueltas. ¿Hay algún cuestionamiento en su espíritu respecto a si tienen una fe real en el Salvador viviente? Si es así, no descansen, se los ruego, hasta que en oración y humilde fe hayan renovado sus votos y venido a Cristo de nuevo. Examínense ustedes mismos si están en la fe: pruébense ustedes mismos; edifiquen sobre roca; hagan un trabajo firme para la eternidad, no vaya a ser que suceda que después de todo hayan estado engañados. Oh, si resultara ser así, ¡ay, ay, ay!, por ustedes que habiendo estado tan cerca del cielo tengan que ser arrojados al infierno.

 

Este tema debería enseñar ahora a los cristianos a ser celosos por la salvación de otros. Si el cielo fuera algo sin mayor importancia no necesitaríamos ser celosos por la salvación de los hombres. Si el castigo del pecado fuera algún leve dolor, no necesitaríamos ejercitarnos diligentemente para librar a los seres humanos de él; pero, oh, si “eternidad” es una palabra solemne, y si la ira venidera va a ser algo terrible de soportar, ¡cómo hemos de instar a tiempo y fuera de tiempo, esforzándonos por rescatar a otros de las llamas! ¿Qué han hecho algunos de ustedes este año? Me temo, hermanos cristianos, que algunos de ustedes han hecho muy poco. Bendito sea Dios porque hay muchos corazones fervientes en medio de ustedes; no todos ustedes están dormidos; hay algunos que se esfuerzan con ambas manos por hacer la obra de su Señor, pero incluso ustedes mismos no son tan entregados como deberían serlo. El predicador se incluye en esa lista confesando con tristeza que no predica como desearía predicar. Oh, si tuviera las lágrimas y los clamores de Baxter, o el ferviente celo seráfico de Whitefield, mi alma estaría muy contenta, pero, ¡ay!, nosotros predicamos fríamente sobre temas ardientes, y descuidadamente sobre asuntos que deberían hacer que nuestros corazones fueran como llamas de fuego. Pero yo pregunto, hermanos, ¿acaso no hay hombres y mujeres aquí, miembros de esta iglesia, que no están haciendo nada por Cristo? Ningún alma ha sido salvada por ustedes este año y Cristo no ha sido honrado por ustedes. Ninguna joya ha sido colocada en Su corona. ¿Para qué han vivido, si inutilizan la tierra? ¿Para qué están en la iglesia, ustedes, que son árboles estériles? Oh, ustedes que hacen tan poco por Él, que Dios haga que se humillen delante de Él, y que comiencen el próximo año con esta determinación: que conociendo los terrores del Señor, persuadirán a los hombres y trabajarán arduamente y se esforzarán por llevar a los pecadores a la cruz de Cristo.

 

III. Pero tenemos que dejar ese punto de instrucción y tenemos que llegar a nuestro último punto que es de súplica, y que es: PREVENIR MUY FERVIENTEMENTE A AQUELLOS CUYO FIN HA DE SER ESE A MENOS QUE SE ARREPIENTAN.

 

¿Y quiénes son ellos? Por favor recuerden que no estamos hablando de gente de la calle, ni de borrachos, ni de rameras, ni de profanos blasfemos, ni de personas semejantes  -pues sabemos que su condenación es justa y segura- sino que, ay, no necesito buscar lejos. Si echara una ojeada a lo largo de estos asientos y mirara los rostros sobre los que mis ojos se posan cada día domingo, hay algunos de ustedes, sí, hay algunos de ustedes que son todavía inconversos. Si bien no son inmorales, no han sido regenerados; aunque no son hostiles, no tienen la gracia; si bien no están lejos del reino, no están en el reino. Es del fin de ustedes que hablo ahora, de ustedes hijos de madres piadosas, de ustedes hijas de padres santos, del fin de ustedes, a menos que Dios les dé el arrepentimiento. Quiero que vean dónde se encuentran hoy. “Ciertamente los has puesto en deslizaderos”. Si alguna vez ha sido tu suerte hollar los glaciares de los Alpes, habrás visto sobre ese potente río de hielo, gigantescas montañas de cristal que semejan olas, y profundas fisuras de profundidad desconocida y de un color intensamente azul. Si fuésemos condenados a permanecer sobre una de esas protuberancias de hielo con una fisura de abiertas fauces en su base, nuestro peligro sería extremo. Pecador, es sobre uno de esos deslizaderos que tú estás parado, sólo que el peligro es mucho mayor de lo que mi metáfora describe.

 

Tú estás sobre un terreno llano; el placer te acompaña; los tuyos no son los ásperos caminos de la penitencia y la contrición –el camino del pecado es llano- pero, ah, cuán resbaladizo es precisamente debido a su llanura. Oh, has de estar advertido, vas a caer tarde o temprano, por firme que estés. Pecador, tú podrías caer ahora, de inmediato. El monte cede bajo tus pies; el hielo resbaladizo se está derritiendo continuamente. Mira hacia abajo y advierte tu pronta ruina. Aquella sima con sus fauces abiertas pronto habrá de recibirte mientras nosotros nos ocupamos de ti con lágrimas desesperanzadas. Nuestras oraciones no pueden seguirte; desde el lugar resbaloso donde te encuentras te caerás y te irás para siempre. La muerte hace que el lugar donde estás sea resbaloso, pues disuelve tu vida a cada instante. El tiempo lo hace resbaloso, pues a cada instante recorta el terreno que está debajo de tus pies. Las vanidades que disfrutas hacen que tu lugar sea resbaladizo, pues todas ellas son como el hielo que se derrite bajo el sol. No tienes dónde poner tu pie, pecador, no tienes ninguna esperanza segura, ninguna confianza. Confías en algo que se está derritiendo. Si estás dependiendo de lo que tienes la intención de hacer, eso no es ningún apoyo para tu pie. Si obtienes paz de lo que has sentido o de lo que has hecho, eso no es ningún apoyo para tu pie. Tú estás sobre un deslizadero.

 

Leía ayer acerca de un cazador de gamuzas que saltaba de risco en risco tras la pieza de caza que había herido. La criatura herida brincaba hacia abajo en unos precipicios amenazantes, pero el cazador seguía intrépidamente a la presa como mejor podía. Por fin, en su febril carrera se resbaló en una roca que tenía unos salientes. El peñasco se desmoronaba al entrar en contacto con sus zapatos que tenían suelas con gruesos clavos que él trataba de hundir en la roca para detener su descenso. El cazador se esforzaba por sujetarse de cuanto pequeño saliente se encontrara, sin que le importaran los cantos cortantes; pero conforme sus dedos se doblaban convulsivamente como garras y arañaba la piedra, ésta se desmoronaba como si hubiese sido arcilla horneada, rompiendo la piel de sus dedos como listones y le provocaba profundas heridas en la carne. Habiendo soltado su bastón, oyó cuando se desplomaba a sus espaldas y su punta de hierro daba giros al caer y luego el bastón resbaló sobre un borde rebotando hasta las profundidades del precipicio. En un momento él habría de seguirle, pues a pesar de todos sus esfuerzos era incapaz de detenerse por sí mismo. Su compañero presenciaba todo poseído de un mudo horror. Pero el cielo intervino. Justo cuando esperaba ser catapultado sobre el borde hacia el precipicio, un pie fue detenido en su descenso por una ligera protuberancia. Casi no se atrevía a moverse no fuera que un movimiento pudiera romper el apoyo de su pie, pero girando cuidadosamente la cabeza para ver cuán lejos se encontraba del borde, percibió que su pie no se había detenido ni siquiera a un par de pulgadas del borde de la roca; dos pulgadas más adelante la destrucción habría sido su suerte.

 

Persona impía, mírate a ti misma en ese espejo; tú te vas resbalando hacia abajo por un deslizadero y no tienes un apoyo para tu pie ni asidero para tu mano. Todas tus esperanzas se desmoronan bajo tu peso. Sólo el Señor sabe cuán cerca estás de tu eterna ruina. Tal vez esta mañana no estés ni a dos pulgadas del borde del precipicio. Tu ebrio compañero que falleció hace unos cuantos días acaba de ser catapultado sobre el borde hacia el precipicio. ¿No lo oíste cuando caía? Y tú mismo estás a punto de perecer. ¡Dios mío! ¡El hombre casi ha partido! ¡Oh, que pudiera detenerte en tu curso descendente! Sólo el Señor puede hacerlo, pero Él obra a través de medios. Date la vuelta y divisa tu vida pasada; contempla la ira de Dios que tiene que venir por cuenta de ella. Tú vas resbalándote por deslizaderos hacia un temible fin, pero el ángel de la misericordia te llama, y la mano del amor puede salvarte. Oye cómo te suplica Jesús. “Pon tu mano en la mía”, te dice; “tú estás perdido, varón, pero yo puedo salvarte ahora”. ¡Pobre infeliz! ¿No lo harás? Entonces, estás perdido. Oh, ¿por qué razón no lo harás, cuando el amor y la ternura te cortejan; por qué razón no pondrás tu confianza en Él? Él es capaz de salvarte y está dispuesto a hacerlo, aun ahora. Cree en Jesús, y aunque estés ahora sobre deslizaderos, tu pie pronto sería colocado sobre una roca de seguridad. Yo no sé a qué se deba, pero entre más denodadamente anhelo hablar, y entre más apasionadamente quisiera exponer el peligro de los impíos, más se rehúsa mi lengua a hacerlo. Pareciera que estas pesadas cargas del Señor no han de ser confiadas al poder de la oratoria. Tengo que expresarlas entre tartamudeos y decírselas entre gemidos. Tengo que decir mi mensaje en frases breves y dejarlo a ustedes. Tengo la solemne convicción esta mañana que hay entre ustedes veintenas y centenas de personas que van camino al infierno. Ustedes lo saben. Si la conciencia les hablara verdaderamente, ustedes sabrían que nunca han buscado a Cristo, que nunca han puesto su confianza en Él, que todavía son lo que siempre fueron, impíos, inconversos. ¿Es esto una minucia? Oh, les pregunto, lo dejo a sus propios juicios, ¿es esto algo de lo cual deberían pensar descuidadamente? Les ruego que dejen hablar a sus corazones. ¿No es tiempo de que algunos de ustedes comenzaran a pensar en estas cosas? Hace nueve años teníamos algunas esperanzas en ustedes, pero esas esperanzas se han visto frustradas hasta ahora. Conforme transcurre cada año, tú te prometes que el siguiente año será diferente, pero no ha habido ningún cambio todavía. ¿No podríamos temer que continuarás enredado en la gran red de la procrastinación hasta que por fin tendrás que lamentar eternamente que te mantuviste difiriendo, y difiriendo, y difiriendo, hasta que fue demasiado tarde? El camino de la salvación no es difícil de comprender; no es ningún gran misterio, es simplemente: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo”. Confía a Cristo tu alma y Él la salvará. Yo sé que no harías eso a menos que el Espíritu Santo te constriña, pero eso no suprime tu responsabilidad. Si tú rechazaras esta gran salvación, mereces perecer. Ya que está puesta claramente delante de ti, si tú la rechazaras, ningún ojo podría apiadarse de ti entre todos los miles de seres en el infierno o todos los millones en el cielo.

 

“Cómo merecen el más profundo infierno

Los que menosprecian los gozos de lo alto;

Qué cadenas de venganza habrán de sentir

Quienes rompen las cuerdas de amor”.

 

Quisiera pedirle a todo el pueblo cristiano que se una en oración por los impíos. Cuando no puedo suplicar como un predicador, bendigo a Dios porque puedo argumentar como un intercesor. Pasemos, todos nosotros, un poco de tiempo esta tarde en intercesión privada. Quisiera solicitarles como un gran favor que ocupen un poco de tiempo esta tarde, cada hijo de Dios, orando por los inconversos entre nosotros. La obra de la conversión prosigue; siempre hay muchos que llegan a unirse a la iglesia, pero necesitamos un mayor número, y tendremos más, si oramos más.

 

Hagan de esta tarde un tiempo de alumbramiento, y si trabajamos en dar a luz, Dios nos dará la simiente espiritual. Tenemos que buscar al Espíritu Santo para toda verdadera regeneración y conversión; por tanto, oremos por el descenso de Su influencia y dependamos de Su omnipotencia, y la gran obra tendrá que hacerse y se hará. Aunque pudiera dirigirme a ustedes en los tonos de un ángel, no tendría otra cosa que decir más que ésta: “Pecador, acude presuroso a Cristo”. Me alegra sentirme débil, pues ahora el poder del Maestro será más notorio. Señor, haz que el pecador se arrepienta, y hazle sentir el peligro de su estado, y que encuentre en Cristo un rescate y una recompensa, y a Tu nombre sea la gloria. Amén.

 

 

Nota del traductor:

Gamuza: antílope del tamaño de una cabra grande que vive en los Alpes y los Pirineos.

 

 

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