SANA DOCTRINA - Ministerio de Difusión Bíblica

Cristo: el Fin de la Ley

 

Sermón predicado la mañana del domingo 19 de noviembre, 1876

Por Charles Haddon Spúrgeon

En El Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres

 

 

“Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree”.  

Romanos 10: 4

 

Recordarán que el domingo pasado por la mañana hablamos de “los días del Hijo del Hombre”. Oh, que cada día de guardar, en el sentido más espiritual, fuera un día de ese tipo. Yo espero que nos esforzaremos por hacer de cada Día del Señor, conforme lleguen, un día del Señor en que pensemos mucho en Jesús, en que nos regocijemos mucho en Él, en que trabajemos para Él y en que de manera creciente elevemos una oración importuna pidiendo que para Él sea la reunión de la gente. ¡Pudiera suceder que ya no pasemos muchos domingos juntos pues la muerte puede separarnos pronto; pero mientras seamos capaces de reunirnos como una asamblea cristiana no hemos de olvidar nunca que la presencia de Cristo es nuestra necesidad primordial, y debemos orar pidiéndola, y debemos suplicar al Señor que nos conceda siempre esa presencia en torrentes de luz, vida y amor! Yo procuro cada vez más solícitamente que cada tiempo de predicación sea un tiempo de salvación de almas. Puedo identificarme profundamente con lo que dijo Pablo: “Ciertamente el anhelo de mi corazón, y mi oración a Dios por Israel, es para salvación”. Hemos gozado de una abundante predicación, pero, comparativamente hablando, de muy poca fe en Jesús, y, si no hay fe en Él, ni la ley ni el Evangelio responden a su fin y nuestra labor es completamente en vano. Algunos de ustedes han oído, y oído y oído repetidamente, pero no han creído en Jesús. Si no hubieran oído el Evangelio no serían culpables de rechazarlo. “¿No han oído?”, pregunta el apóstol. “Sí, verdaderamente”, -pero aun así- “no todos obedecieron al evangelio”. En el caso de muchas personas que amamos, hasta este preciso momento no ha habido una audición con el oído interior ni ninguna obra de fe en el corazón. Queridos amigos, ¿ha de ser siempre así? ¿Cuánto tiempo ha de durar esto? ¿No habrá de venir pronto un fin a esta recepción de los medios externos pero a este rechazo de la gracia interna? ¿Acaso tu alma no se acercará pronto a Cristo para una salvación presente? ¡Despunta, despunta, oh día celestial, sobre los que están asentados en tinieblas pues nuestros corazones sufren por ellos!

 

La razón por la que muchos no vienen a Cristo no es porque carezcan hasta cierto punto de un serio interés, ni porque no sean precavidos ni tengan deseos de ser salvados, sino porque no pueden aceptar la manera en que Dios salva. “Tienen celo de Dios, pero no conforme a ciencia”. Los encaminamos tanto con nuestra exhortación que tienen deseos de obtener la vida eterna, pero “no se han sujetado a la justicia de Dios”. Observen que dice: “no se han sujetado”, pues se precisa de la sujeción. El hombre altivo quiere salvarse a sí mismo; cree que lo puede hacer y no cederá la tarea mientras no descubra su propia impotencia a través de infelices fracasos. La salvación por gracia, que debe ser solicitada in forma pauperis, (en carácter de indigencia), que debe ser pedida a la gracia libre e inmerecida como una bendición inmérita, eso es a lo que la mente carnal no quiere llegar en tanto que pueda evitarlo; yo le suplico al Señor que obre de tal manera en algunos de ustedes que no puedan evitarlo. Y oh, mientras esta mañana procuro exponer a Cristo como el fin de la ley, he orado para que Dios bendiga la exposición para algunos corazones y les haga ver la obra de Cristo y percibir que es muchísimo mejor que cualquier cosa que ellos pudieran hacer; que puedan ver lo que Cristo consumó, y que se cansen de lo que ellos mismos han procurado realizar durante tanto tiempo pero que ni siquiera en este día han podido comenzar bien. Tal vez le agrade al Señor embelesarlos con la perfección de la salvación que es en Cristo Jesús. Como diría Bunyan: “Tal vez se les haga agua la boca”, y una vez que se desarrolla un sagrado apetito no tardará mucho para que disfruten el festín. Pudiera ser que cuando vean el traje de brocado de oro que Jesús coloca tan gratuitamente sobre las almas desnudas, se desharán de sus propios trapos de inmundicia que ahora abrazan tan estrechamente.

 

Esta mañana voy a hablar de dos cosas, conforme el Espíritu de Dios me ayude, y la primera es, Cristo con respecto a la ley: Él es “el fin de la ley para justicia”; y en segundo lugar, nosotros mismos con respecto a Cristo: “a todo aquel que cree Cristo es el fin de la ley para justicia”.

 

I.   Primero, entonces, veremos a CRISTO CON RESPECTO A LA LEY. Como pecadores, lo que más hemos de temer sobre todas las cosas es a la ley, pues el aguijón de la muerte es el pecado y la fuerza del pecado es la ley. La ley lanza contra nosotros llamas devoradoras pues nos condena y en términos solemnes nos fija un lugar entre los malditos, según está escrito: “Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas”. Con todo -¡extraña infatuación!- con la misma fascinación con que es atraído el mosquito a la vela que quema sus alas, los hombres vuelan por naturaleza a la ley en busca de salvación y no pueden alejarse de ella. La ley no puede hacer otra cosa que revelar el pecado y pronunciar una condenación sobre el pecador, y sin embargo, no podemos alejar a los hombres de ella aun cuando les mostremos cuán dulcemente se interpone Jesús entre la ley y ellos. Están tan enamorados de la esperanza legal que se sujetan a ella aun cuando no tienen nada a qué aferrarse; prefieren el Sinaí al Calvario aunque el Sinaí no tiene nada para ellos sino truenos y trompetas que advierten del juicio venidero. Oh, que por un tiempo escucharan ávidamente mientras les expongo a Jesús mi Señor para que puedan ver a la ley en Él.

 

Ahora, ¿qué tiene que ver nuestro Señor con la ley? Él tiene que ver con la ley en todos sentidos pues Él es su fin para el más noble propósito, es decir, para justicia. Él es el “fin de la ley”. ¿Qué significa eso? Me parece que significa tres cosas: primero, que Cristo es el propósito y objetivo de la ley; en segundo lugar, que Él es el cumplimiento de ella; y en tercer lugar, que Él es su terminación.

 

Primero, entonces, nuestro Señor Jesucristo es el propósito y objetivo de la ley. La ley fue dada para que nos condujera a Él. La ley es nuestro ayo para llevarnos a Cristo, o más bien nuestro acompañante que nos conduce a la escuela de Jesús. La ley es la gran red en la que son encerrados los peces para que puedan ser extraídos fuera del elemento del pecado. La ley es el viento tormentoso que lleva a las almas al puerto de refugio. La ley es el oficial del alguacil que encierra a los hombres en prisión por sus pecados, concluyendo que todos ellos están bajo condenación con el objeto de que pongan su mirada únicamente en la gracia inmerecida de Dios para liberación. Ese el objetivo de la ley: vacía para que la gracia pueda llenar y hiere para que la misericordia pueda sanar. La intención de Dios para con nosotros, como hombres caídos, no ha sido jamás que la ley sea considerada como un camino de salvación para nosotros, pues no puede ser jamás un camino de salvación. Si el hombre no hubiese caído nunca, si su naturaleza hubiese permanecido como Dios la hizo, la ley habría sido sobremanera útil para él para mostrarle el camino en que debería andar, y guardándola habría vivido, pues “El que hiciere estas cosas vivirá por ellas”. Pero desde que el hombre cayó, el Señor no le ha propuesto nunca un camino de salvación por obras pues sabe que eso es imposible para una criatura pecadora. La ley ya ha sido quebrantada y, sin importar lo que pudiera hacer el hombre, no puede reparar el daño que ya ha hecho; por tanto, en lo que respecta a la esperanza de mérito, eso está fuera de toda consideración. La ley exige perfección, pero el hombre ya ha resultado deficiente, y, por tanto, aunque hiciera su mejor esfuerzo no podría cumplir con lo que es absolutamente esencial. La ley tiene por objeto conducir al pecador a la fe en Cristo mostrándole la imposibilidad de cualquier otro camino. Es el perro negro que sirve para llevar a las ovejas al pastor, es el calor ardiente que lleva al viajero a la sombra del gran peñasco en tierra calurosa (Isaías 32: 2).

 

Miren cómo se adapta la ley para eso pues, primero que nada, le muestra al hombre su pecado. Lean los diez mandamientos y tiemblen al hacerlo. ¿Quién podría colocar su propio carácter, lado a lado, con las dos tablas del precepto divino sin verse convencido de inmediato de que no ha cumplido con la norma? Cuando la ley se hace clara para el alma es como una luz en un cuarto oscuro que revela el polvo y la suciedad que de otra manera habrían pasado desapercibidos. Es la prueba que detecta la presencia del veneno del pecado en el alma. “Yo sin la ley vivía en un tiempo” –dijo el apóstol- “pero venido el mandamiento, el pecado revivió y yo morí”. Nuestra belleza se desvanece por completo cuando la ley sopla sobre ella. Miren los mandamientos, les digo, y recuerden cuán grande amplitud tienen, cuán espirituales son y cuál es su gran alcance. No tocan simplemente el acto externo, sino que se sumergen en el motivo interno y tratan con el corazón, con la mente y con el alma. Hay un significado más profundo en los mandamientos del que pareciera haber en la superficie. Fijen la mirada en sus profundidades y vean cuán terrible es la santidad que exigen. Conforme entiendan lo que la ley exige, percibirán cuán lejos están de cumplirla y cómo abunda el pecado allí donde pensaban que era muy escaso o inexistente. Pensabas que eras rico y que te habías enriquecido y que no necesitabas nada, pero cuando la ley quebrantada te visita, tu bancarrota espiritual y tu total penuria te miran en la cara. Una verdadera balanza descubre un faltante en el peso y ese es el primer efecto de la ley en la conciencia del hombre.

 

La ley también muestra el resultado y la maldad del pecado. Miren los tipos de la antigua dispensación mosaica y vean cómo tenían el propósito de conducir a los hombres a Cristo, haciéndoles ver su condición inmunda y su necesidad de una limpieza que sólo Él puede proporcionar. Cada tipo apuntaba a nuestro Señor Jesucristo. Si los hombres eran apartados por motivo de enfermedad o inmundicia, eran conducidos a ver cómo el pecado los separaba de Dios y de Su pueblo; y cuando eran llevados de regreso y eran purificados con ritos místicos en los que había lana escarlata e hisopo y cosas semejantes, eran conducidos a ver cómo podían ser restaurados únicamente por Jesucristo, el grandioso Sumo Sacerdote. Cuando el ave era sacrificada para que el leproso pudiera ser purificado, se exponía la necesidad de la purificación mediante el sacrificio de una vida. Cada mañana y cada tarde era inmolado un cordero para declarar la necesidad cotidiana del perdón si es que Dios ha de morar con nosotros. Algunas veces incurrimos en culpa por hablar demasiado acerca de la sangre; sin embargo bajo el antiguo testamento la sangre parecía serlo todo, y no sólo se hablaba de ella, sino que era realmente visible a los ojos. ¿Qué nos dice el apóstol en la Carta a los Hebreos? “De donde ni aun el primer pacto fue instituido sin sangre. Porque habiendo anunciado Moisés todos los mandamientos de la ley a todo el pueblo, tomó la sangre de los becerros y de los machos cabríos, con agua, lana escarlata e hisopo, y roció el mismo libro y también a todo el pueblo, diciendo: Esta es la sangre del pacto que Dios os ha mandado. Y además de esto, roció también con la sangre el tabernáculo y todos los vasos del ministerio. Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre; y sin derramamiento de sangre no se hace remisión”. La sangre estaba sobre el velo y sobre el altar, sobre las cortinas y sobre el suelo del tabernáculo; nadie podía evitar ver la sangre. Yo he resuelto que mi ministerio sea del mismo carácter y pretendo rociarlo más y más con la sangre de la expiación. Ahora bien, la abundancia de la sangre en la antigüedad tenía el fin de mostrar claramente que el pecado nos ha contaminado de tal manera que Dios no es accesible sin una expiación; tenemos que acercarnos por la vía del sacrificio o no podemos acercarnos. Somos tan inaceptables en nosotros mismos que a menos que el Señor nos vea cubiertos con la sangre de Jesús, debe acabar con nosotros. La antigua ley, con sus emblemas y figuras, expone muchas verdades respecto a la personalidad de los hombres y del Salvador que vendría, teniendo por fin en cada uno de ellos predicar a Cristo. Si alguno dejaba de predicarlo, se perdían de la intención y el designio de la ley. Moisés conduce a Josué y la ley termina en Jesús.

 

Volviendo nuestros pensamientos a la ley moral más que a la ley ceremonial, esa ley tenía el fin de enseñar a los hombres su completa impotencia. Les muestra cuán deficientes resultaban respecto a lo que deberían ser, y también les muestra, cuando lo consideran cuidadosamente, cuán completamente imposible es para ellos alcanzar la norma. Nadie puede alcanzar por sí mismo la santidad que la ley exige. “Amplio sobremanera es tu mandamiento”. Si un hombre dice que puede cumplir la ley, es porque no sabe lo que es la ley. Si se imagina que puede llegar al cielo alguna vez trepando por los trepidantes costados del Sinaí, seguramente no ha podido ver nunca ese monte ardiente en absoluto. ¡Guardar la ley! Ah, hermanos míos, mientras todavía estamos hablando acerca de ella la estamos quebrantando; mientras estamos pretendiendo que podemos cumplir su letra estamos violando su espíritu, pues el orgullo quebranta la ley tanto como la lujuria o el asesinato. “¿Quién hará limpio a lo inmundo? Nadie”. “¿Y cómo será limpio el que nace de mujer?” No, alma, tú no puedes ayudarte a ti misma en este asunto ya que sólo por la perfección tú puedes vivir por la ley, y como esa perfección es imposible, no puedes encontrar ayuda en el pacto de obras. En la gracia hay esperanza, pero como pago de una deuda no hay ninguna esperanza pues no ameritamos nada sino ira. La ley nos dice eso, y entre más pronto sepamos que así es, mejor, pues más pronto acudiremos con premura a Cristo.

 

La ley nos muestra también nuestra gran necesidad: nuestra necesidad de limpieza, de una limpieza con el agua y con la sangre. Nos descubre nuestra inmundicia y esto nos conduce naturalmente a sentir que debemos ser limpiados de ella si hemos de acercarnos alguna vez a Dios. La ley nos conduce entonces a aceptar a Cristo como la única persona que puede limpiarnos y hacernos aptos para estar dentro del velo en la presencia del Altísimo.  La ley, por sí misma, sólo barre y levanta el polvo, pero el Evangelio rocía agua limpia sobre el polvo y todo queda bien aplacado en la habitación del alma. La ley mata, pero el Evangelio hace vivir; la ley desnuda y entonces Jesucristo entra y viste al alma de belleza y de gloria. Todos los mandamientos y todos los tipos nos dirigen a Cristo si prestamos atención a su evidente intención. Nos destetan del yo, nos sacan de la falsa base de la justicia propia y nos conducen a saber que sólo en Cristo se encuentra nuestra ayuda. Entonces, primero que nada, Cristo es el fin de la ley en el sentido de que Él es su gran propósito.

 

Y ahora, en segundo lugar, Él es el cumplimiento de la ley. Es imposible que alguno de nosotros fuera salvo sin justicia. Por una inmutable necesidad, el Dios del cielo y de la tierra exige justicia de todas Sus criaturas. Ahora bien, Cristo ha venido a darnos la justicia que la ley exige pero que nunca confiere. En el capítulo que estamos considerando leemos acerca de la “justicia que es por la fe”, que es llamada también “la justicia de Dios”; y leemos sobre aquellos que “no serán avergonzados” porque son justos por creer, “porque con el corazón se cree para justicia”. Jesús ha hecho lo que la ley no podía hacer. Él provee la justicia que la ley exige pero que no puede producir. Qué asombrosa justicia ha de ser aquella que es tan amplia y profunda y de tan gran longitud y altura como la ley misma. El mandamiento es sobremanera amplio pero la justicia de Cristo es tan amplia como el mandamiento y llega hasta sus límites. Cristo no vino para suavizar la ley, o para hacer posible que nuestra agrietada y maltratada obediencia sea aceptada como una suerte de compromiso. La ley no es forzada a rebajar sus términos como si originalmente hubiera exigido demasiado; es santa y justa y buena, y no ha de ser alterada en una sola jota o tilde, ni podría serlo. Nuestro Señor le da a la ley todo lo que requiere, no una parte, pues eso sería una admisión de que hubiera podido contentarse justamente con menos al principio. La ley reclama completa obediencia sin tacha, o mancha, o falla o defecto, y Cristo ha traído una justicia como esa y se la da a Su pueblo. La ley exige que la justicia sea sin omisión de deber y sin comisión de pecado, y la justicia que Cristo ha traído es precisamente tal que por su causa el grandioso Dios acepta a Su pueblo y lo considera como que no tiene ni mancha ni arruga ni cosa semejante. La ley no estará contenta sin una obediencia espiritual y los simples cumplimientos externos no satisfarían. Pero la obediencia de nuestro Señor fue tan profunda como amplia, pues Su celo para cumplir la voluntad de Aquel que lo envió lo consumía. Él mismo dice: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón”. Él pone esa justicia en todos los creyentes. “Por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos”; plenamente justos, perfectos en Cristo. Nos regocijamos usando el costoso manto de hermoso lino blanco que Jesús ha preparado, y sentimos que podemos vestirlo delante de la majestad del cielo sin un trémulo pensamiento. Esto es algo que debemos meditar, queridos amigos. Sólo como justos podemos ser salvos, pero Jesucristo nos hace justos, y por tanto, somos salvos. El que cree en Él es justo, así como Abraham creyó a Dios y le fue contado por justicia. “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”, porque son hechos justos en Cristo. Sí, el Espíritu Santo por boca de Pablo reta a todos los hombres, ángeles y demonios a que presenten alguna acusación en contra de los elegidos de Dios, puesto que Cristo ha muerto. Oh ley, cuando tú me exiges una perfecta justicia, yo, siendo un creyente, te la presento, pues por medio de Cristo Jesús la fe me es contada por justicia. La justicia de Cristo es mía pues yo soy uno con Él por la fe, y este es el nombre con el que Él será llamado: “Jehová, justicia nuestra”.

 

Jesús ha cumplido así con las exigencias originales de la ley, pero ustedes saben, hermanos, que como nosotros hemos quebrantado la ley, hay otras exigencias. Para la remisión de pecados pasados se pide ahora algo más que la obediencia presente y futura. Por culpa de nuestros pecados, sobre nosotros ha sido pronunciada la maldición y hemos incurrido en un castigo. Está escrito que Él “de ningún modo tendrá por inocente al malvado”, y cada transgresión e iniquidad tendrán su justo castigo y su recompensa. Admiremos entonces que el Señor Jesucristo es el fin de la ley en cuanto al castigo. Pensar en esa maldición y en ese castigo es algo terrible, pero Cristo ha terminado con todo su mal y nos ha exonerado así de todas las consecuencias del pecado. En lo que se refiere a cada creyente, la ley no exige ningún castigo y no pronuncia ninguna maldición. El creyente puede señalar a la Gran Fianza sobre el madero del Calvario y decir: “Mira allí, oh ley, allí está la vindicación de la justicia divina que yo te ofrezco. Jesús que derrama la sangre de Su corazón por Sus heridas y que muere por mí, es mi respuesta a tus reclamos y yo sé que seré librado de la ira por medio de Él”. Cristo ha cumplido los requerimientos tanto de la ley quebrantada como de la no quebrantada. Tanto las exigencias positivas como las penales son satisfechas en Él. Esa era una labor digna de un Dios, y he aquí, el Dios encarnado lo ha logrado. Él ha terminado con la transgresión, ha puesto un fin a los pecados, ha hecho la reconciliación por la iniquidad y ha traído la justicia eterna. Toda gloria sea a Su nombre.

 

Además, no sólo pagó el castigo, sino que al pagarlo, Cristo puso un gran honor especial sobre la ley. Me aventuro a decir que si toda la raza humana hubiera guardado la ley de Dios y ni uno solo la hubiera violado, la ley no estaría en una posición tan espléndida de honor como lo está hoy cuando el hombre Cristo Jesús, quien es también el Hijo de Dios, le ha rendido reverencia. En Su vida y más aún en Su muerte el propio Dios encarnado ha revelado la supremacía de la ley. Él ha mostrado que ni siquiera el amor o la soberanía pueden hacer a un lado a la justicia. ¿Quién dirá una palabra en contra de la ley a la cual se sometió el propio Legislador? ¿Quién dirá ahora que es demasiado severa cuando el propio Legislador se somete a sus castigos? Porque estaba en la condición de hombre y era nuestro representante, Dios exigió de Su propio Hijo una obediencia perfecta a la ley, y el Hijo voluntariamente se sometió a ella sin decir ni una sola palabra y sin hacer ninguna excepción a Su tarea. “Sí, tu ley es mi delicia”, dice Él, y demostró que lo era rindiéndole homenaje a plenitud. ¡Oh, la ley bajo la cual sirve Emanuel es asombrosa! Oh, ley sin igual cuyo yugo aun el Hijo de Dios no desdeña llevar, sino que estando resuelto a salvar a Sus elegidos, nacido bajo la ley, vivió bajo la ley y murió bajo la ley, “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”.

 

La estabilidad de la ley ha sido también asegurada por Cristo. Lo único que puede permanecer es lo que demuestra ser justo, y Jesús ha demostrado que la ley es justa engrandeciéndola y haciéndola honorable. Él dice: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido”. Tendré que mostrarles cómo Él ha puesto un fin a la ley en otro sentido, pero en cuanto a la conciliación de los eternos principios del bien y del mal, la vida y la muerte de Cristo han logrado esto para siempre. “Confirmamos la ley”, dice Pablo, “no invalidamos la ley por la fe”. El propio Evangelio de la fe comprueba que la ley es santa y justa, pues el Evangelio en el que cree la fe no altera o reduce a la ley, sino que nos enseña cómo fue cumplida integralmente. Ahora la ley permanecerá firme por los siglos de los siglos, puesto que aun para salvar al hombre elegido Dios no la altera. Él tenía un pueblo elegido, amado y ordenado para vida, y con todo no lo salvaría a costa de un principio de rectitud. Ellos eran pecadores, y ¿cómo podían ser justificados a menos que la ley fuera suspendida o cambiada? Entonces, ¿fue cambiada la ley? Parecía que así tenía que ser si el hombre iba a ser salvado, pero Jesucristo vino y nos mostró cómo la ley podía permanecer firme como una roca y, no obstante, los redimidos podían ser salvados justamente por la infinita misericordia. En Cristo vemos tanto la misericordia como la justicia brillando a plenitud, y no obstante ninguna de las dos eclipsa a la otra en el más mínimo grado. La ley tiene todo lo que exigió jamás, tal como debía ser, y, sin embargo, el Padre de todas las misericordias ve a todos Sus elegidos salvados tal como determinó que lo serían por medio de la muerte de Su Hijo. De este modo he procurado mostrarles cómo Cristo es el cumplimiento de la ley de manera integral.

 

Y ahora, en tercer lugar, Él es el fin de la ley en el sentido de que Él es su terminación. Él ha terminado con la ley en dos sentidos. Primero que nada, Su pueblo no está bajo la ley como un pacto de vida. “No estamos bajo la ley, sino bajo la gracia”. El antiguo pacto según estuvo vigente con el padre Adán era “Haz esto, y vivirás”; Adán no guardó el mandato, y en consecuencia, no vivió, ni tampoco vivimos nosotros en él, puesto que todos morimos en Adán. El antiguo pacto fue quebrantado, y por esa razón todos quedamos condenados, pero ahora, habiendo sufrido la muerte en Cristo, ya no estamos más bajo el pacto sino que estamos muertos para él. Hermanos, en este momento, aunque nos regocijamos haciendo buenas obras, no buscamos la vida por medio de ellas, no esperamos obtener el favor divino por nuestra propia bondad y ni siquiera esperamos mantenernos en el amor de Dios por algún mérito nuestro. Siendo elegidos, no por nuestras obras, sino según el puro afecto de Su voluntad eterna; siendo llamados, no por obras, sino por el Espíritu de Dios, deseamos continuar en esta gracia y no regresar más a la servidumbre del antiguo pacto. Puesto que hemos depositado nuestra confianza en una expiación provista y aplicada por gracia por medio de Cristo Jesús, ya no somos más esclavos sino hijos; no obramos para ser salvos sino que ya somos salvos y estamos obrando porque somos salvos. Ni lo que hacemos, y ni siquiera lo que el Espíritu de Dios obra en nosotros es para nosotros el fundamento y la base del amor de Dios por nosotros, puesto que Él nos amó desde el principio porque quiso amarnos, indignos como éramos; y Él nos ama aún en Cristo, y nos mira, no como somos en nosotros mismos, sino como somos en Él: lavados en Su sangre y cubiertos con Su justicia. Ustedes no están bajo la ley. Cristo los ha sacado de la esclavitud servil de un pacto condenatorio y los ha hecho recibir la adopción de hijos, de tal manera que ahora claman: ‘Abba, Padre’.

 

Además, Cristo ha terminado con la ley, pues ya no estamos más bajo su maldición. La ley no puede maldecir a un creyente pues no sabe cómo hacerlo; lo bendice, sí, y será bendecido, pues como la ley exige justicia y mira al creyente en Cristo y ve que Jesús le ha dado toda la justicia que exige, la ley está obligada a pronunciarlo bendecido. “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño”. ¡Oh, el gozo de ser redimidos de la maldición de la ley por Cristo, quien fue “hecho por nosotros maldición”, como está escrito: “Maldito todo el que es colgado en un madero”! Hermanos míos, ¿entienden el dulce misterio de la salvación? ¿Han visto alguna vez a Jesús ocupando el lugar de ustedes para que ustedes pudieran ocupar Su lugar? Cristo fue acusado y Cristo fue condenado y Cristo fue llevado a la muerte y Cristo fue herido por el Padre hasta la muerte, y por esa razón ustedes son absueltos, justificados y librados de la maldición, porque la maldición se ha cumplido en su Redentor. Ustedes son admitidos a disfrutar de la bendición porque la justicia que era Suya ha sido transferida ahora a ustedes para que puedan ser bendecidos por el Señor por todos los siglos. Triunfemos y regocijémonos en esto perennemente. ¿Por qué no habríamos de hacerlo? Y, sin embargo, algunos miembros del pueblo de Dios se someten a la ley en cuanto a sus sentimientos y comienzan a temer que porque están conscientes del pecado no son salvos a pesar de que está escrito: “Él justifica al impío”. En lo que a mí respecta, me encanta vivir cerca de un Salvador del pecador. Si mi condición delante del Señor dependiera de lo que yo soy en mí mismo y de qué buenas obras y qué justicia pudiera ofrecer, ciertamente yo tendría que condenarme mil veces al día. Pero si me aparto de eso y digo: “yo he creído en Jesucristo y por tanto la justicia es mía”, ¡eso es paz, reposo y el principio del cielo! Cuando uno logra esa experiencia, su amor por Jesucristo comienza a arder, y uno siente que si el Redentor le ha librado de la maldición de la ley, no continuará en el pecado, sino que se esforzará por vivir una vida nueva. Nosotros no nos pertenecemos; hemos sido comprados por precio, y por tanto, queremos glorificar a Dios en nuestros cuerpos y en nuestros espíritus que le pertenecen al Señor. Esto basta en cuanto a Cristo con respecto a la ley.

 

II.   Ahora, en segundo lugar, tenemos que vernos a NOSOTROS MISMOS CON RESPECTO A CRISTO, pues “El fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree”. Ahora vean el punto: “a todo aquel que cree”, ahí se ubica el énfasis. Vamos, varón, mujer, ¿creen ustedes? No puede hacerse ninguna otra pregunta de mayor peso bajo el cielo. “¿Crees tú en el Hijo de Dios?” ¿Y qué es lo que debe creerse? No se trata de aceptar meramente un conjunto de doctrinas y decir que tal y tal credo es tuyo, para luego ponerlo sobre el anaquel y olvidarlo. Creer es confiar, depender, descansar en, reposar en. ¿Crees tú que Jesucristo resucitó de los muertos? ¿Crees tú que ocupó el lugar del pecador, y que padeció, el justo por los injustos? ¿Crees que puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios? ¿Y pones tú, por tanto, todo el peso y el énfasis de la salvación de tu alma en Él y únicamente en Él? Ah, entonces, Cristo es el fin de la ley para justicia para ti, y tú eres justo. Si tú crees, estás vestido con la justicia de Dios. No sirve de nada presentar ninguna otra cosa si no crees, pues nada servirá. Si la fe está ausente falta lo esencial. Puedes juntar sacramentos, oraciones, lecturas de la Biblia, oír el Evangelio y apilarlos hasta las estrellas, y convertirlos en una montaña gigantesca como el alto Olimpo, pero todo eso es mera paja si la fe no está allí. Que creas o que no creas es lo que debe decidir el asunto. ¿Buscas la justicia en Jesús y lejos de tu yo? Si lo haces, Él es el fin de la ley para ti.

 

Ahora observen que no se hace ninguna pregunta en cuanto al carácter previo, pues está escrito: “El fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree”. ‘Pero, Señor, este hombre era un perseguidor y un abusivo antes que creyera, se enfurecía y despotricaba contra los santos, los arrastraba a prisión y buscaba su sangre’. Sí, querido amigo, y ese es precisamente el hombre que escribió estas palabras inspirado por el Espíritu Santo, “el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree”. Entonces si me dirijo a alguien en esta mañana cuya vida ha sido contaminada con todo pecado y manchada con toda transgresión que podamos concebir, yo le digo a tal persona que recuerde que “Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres”. Si tú crees en el Señor Jesucristo, tus iniquidades son borradas pues la sangre de Jesucristo, el amado Hijo de Dios, nos limpia de todo pecado. Esta es la gloria del Evangelio: que es un Evangelio para el pecador, buenas nuevas de bendición, no para quienes están sin pecado, sino para quienes lo confiesan y lo abandonan. Jesús vino al mundo, no para recompensar a los que no tienen pecado, sino para buscar y salvar lo que se había perdido; y aquel que estando perdido y estando lejos de Dios se acerca a Dios por Cristo, y cree en Él, encontrará que Él confiere la justicia al culpable. Él es el fin de la ley para justicia para todo aquel que cree y, por tanto, lo es para la pobre ramera que cree, para el borracho de muchos años que cree, para el ladrón y para el mentiroso y para el burlador que creen y para los que anteriormente se desbocaban en el pecado pero que ahora se apartan del pecado para confiar en Él. Pero no sé si deba mencionar casos como esos; para mí el hecho más maravilloso es que Cristo es el fin de la ley para justicia para mí, pues yo creo en Él. Yo sé a quién he creído, y estoy seguro de que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día.

 

Otro pensamiento que surge del texto es que no se dice nada a modo de calificación en cuanto a la fuerza de la fe. Él es el fin de la ley para justicia para todo el que cree, ya sea para ‘Poca Fe’ o ‘Gran Corazón’. Jesús protege la retaguardia así como la vanguardia. No hay diferencia entre un creyente y otro en cuanto a la justificación. En tanto que haya un vínculo entre Cristo y tú, la justicia de Dios es tuya. El eslabón pudiera ser tan tenue como una telilla, como un hilo de araña de fe trémula, pero, si va directamente desde el corazón hasta Cristo, la gracia divina puede fluir y fluirá a lo largo del hilo más delgado. Es maravilloso ver cuán fino puede ser el alambre que transmite el fluido eléctrico. Pudiéramos necesitar un cable para transmitir un mensaje a través del mar, pero eso es sólo para la protección del alambre; el alambre que realmente transporta el mensaje es una cosa muy delgada. Aunque tu fe fuera del tipo del grano de mostaza, aunque fuera algo que sólo toca trémulamente el borde del manto del Salvador, basta con que digas: “Señor, creo; ayuda mi incredulidad”; con sólo que fuese la fe de Pedro al momento de hundirse, o la de María en su llanto, con todo si fuera fe en Cristo, Él será el fin de la ley para justicia para ti de la misma manera que lo fue para el primero de los apóstoles.

 

Si esto es así, entonces, queridos amigos, todos los que creemos somos justos. Creyendo en el Señor Jesucristo hemos obtenido la justicia que aquellos que siguen las obras de la ley desconocen por completo. No hemos sido santificados completamente; ojalá hubiéramos sido santificados; aunque lo odiamos, no estamos libres de pecado en nuestros miembros; pero aun así, a pesar de todo eso, somos verdaderamente justos a los ojos de Dios, y siendo hechos idóneos por la fe tenemos paz con Dios. Vamos, miren a lo alto, ustedes, creyentes que están agobiados con un sentido de pecado. Mientras se disciplinan y lamentan su pecado, no duden de su Salvador ni cuestionen Su justicia. Ustedes están negros, pero no se detengan allí, antes bien prosigan a decir como lo hizo la esposa: “Morena soy, pero codiciable”.

 

“Aunque en nosotros mismos somos deformes,

Y negros, tal como se ven las tiendas de Cedar,

Con todo, cuando nos vestimos con Tu hermosura,

Somos bellos como los atrios de Salomón”.

 

Ahora, observen que el contexto de nuestro texto nos asegura que siendo justos, somos salvos, pues ¿qué dice ahí? “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo”. El que es justificado es salvado, pues si no, ¿cuál sería el beneficio de la justificación? Sobre ti, oh creyente, Dios ha pronunciado el veredicto de: “salvado”, y nadie lo revertirá. Eres salvado del pecado y de la muerte y del infierno; eres salvado aun ahora con una salvación presente; “Quien nos salvó y llamó con llamamiento santo”. Siente el embelesamiento por ello en esta hora. “Amados, ahora somos hijos de Dios”.

 

Y ahora habré concluido una vez que haya dicho justo esto. Si alguien aquí presente piensa que puede salvarse a sí mismo, y que su justicia propia le bastará delante de Dios, yo le rogaría encarecidamente que no insulte a su Salvador. Si tu justicia propia basta, entonces ¿por qué vino Cristo aquí para cumplir una? ¿Compararás por un instante tu justicia con la justicia de Jesucristo? ¿Qué semejanza hay entre tú y Él? Tanta como la que hay entre una hormiga y un arcángel. Es más, ni siquiera como esa; tanta como la que hay entre la noche y el día, como la que hay entre el infierno y el cielo. Oh, aunque yo tuviera una justicia propia que nadie pudiera criticar, yo la desecharía voluntariamente para tener la justicia de Cristo, pero como no tengo ninguna justicia propia, en verdad me regocija más tener la de mi Señor. Cuando el señor Whitefield predicó por primera vez a los mineros del carbón en Kingswood, cerca de Bristol, podía ver cuando sus corazones comenzaban a ser tocados gracias a las estrías de color blanco que formaban las lágrimas al descender por sus negras mejillas. Veía que estaban recibiendo el Evangelio, y escribió en su diario: “como estos pobres mineros del carbón no tenían ninguna justicia propia, se gloriaban en Aquel que vino a salvar a los publicanos y a los pecadores”. Bien, señor Whitefield, eso es válido en cuanto a los mineros, pero es igualmente válido en cuanto muchos de nosotros aquí, que tal vez no teníamos negros nuestros rostros, pero teníamos negros los corazones. Podemos decir en verdad que también nos regocijamos al desechar nuestra justicia propia y tenerla por escoria y estiércol para ganar a Cristo y ser hallados en Él. En Él está nuestra única esperanza y nuestra única confianza.

 

Por último, si cualquiera de ustedes rechaza la justicia de Cristo eso equivale a perecer eternamente, porque no puede ser que Dios los acepte o que acepte su pretendida justicia si han rehusado la justicia real y divina que pone ante ustedes en Su Hijo. Si pudieras subir a las puertas del cielo y el ángel te dijera: “¿Qué derecho tienes para entrar aquí?”, y tú le respondieras: “yo tengo mi propia justicia”, entonces si fueras admitido eso implicaría que tu justicia es igual a la del propio Emanuel. ¿Puede suceder eso jamás? ¿Piensas que Dios va a permitir alguna vez que sea sancionada una mentira tal? ¿Dejará que una justicia falsa de un pobre pecador desgraciado pase como legítima lado a lado con el oro fino de la perfección de Cristo? ¿Por qué fue llenada la fuente con sangre si no necesitas ser lavado? ¿Acaso es Cristo una superfluidad? Oh, no puede ser. Tienes que tener la justicia de Cristo o serás injusto, y siendo injusto no serás salvado, y no siendo salvado has de permanecer perdido por los siglos de los siglos.

 

¡Cómo! ¿Acaso todo se reduce a que debo creer en el Señor Jesucristo para justicia y debo ser hecho justo por medio de la fe? Sí, así es: en eso consiste todo. ¿Cómo; debo confiar únicamente en Cristo y entonces puedo vivir como yo quiera? No puedes vivir en pecado después de haber confiado en Jesús, pues el acto de fe conlleva un cambio de naturaleza y una regeneración de tu alma. El Espíritu de Dios que te conduce a creer, también cambiará tu corazón. Hablaste de “vivir como se te antoje”, pero entonces querrás vivir de manera muy diferente a como lo haces ahora. Cuando creas, odiarás las cosas que amabas antes de tu conversión y amarás las cosas que odiabas. Ahora tú estás tratando de ser bueno y experimentas grandes fracasos porque tu corazón está alejado de Dios; pero una vez que hayas recibido la salvación por medio de la sangre de Cristo, tu corazón amará a Dios y entonces guardarás Sus mandamientos que ya no serán onerosos para ti. Lo que tú necesitas es un cambio de corazón, y no lo tendrás nunca excepto por medio del pacto de gracia. En el antiguo pacto no hay ni una sola palabra acerca de la conversión; para eso tenemos que mirar al nuevo pacto, y esto es lo que dice: “Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra”. Esta es una de las más grandes promesas del pacto y el Espíritu Santo la cumple en los escogidos. Oh, que el Señor los persuada tiernamente a creer en el Señor Jesucristo y esa promesa y todos los otros compromisos del pacto serán cumplidos en tu alma. ¡Que el Señor los bendiga! Espíritu de Dios, envía Tu bendición sobre estas pobres palabras mías por nuestro Señor Jesucristo. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Romanos 10.   

 

 

 

 

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