Razones en Defensa de Dios
Sermón predicado
Por Charles Haddon Spúrgeon
En El Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres
“Todavía tengo razones en defensa de Dios”. Job 36: 2
Esto dijo Eliú, y ciertamente muchos de nosotros podríamos tomar una resolución semejante. Hemos gustado la benignidad del Señor. Cuando venimos a Él por primera vez, cargados de culpa y llenos de ayes, lo encontramos dispuesto al perdón. Es un Dios en quien hay abundante redención.
“Muchos días han pasado desde entonces,
Muchos cambios hemos visto”.
Con todo, hemos de contar la misma historia. Dios ha sido fiel con nosotros bajo toda circunstancia. Él ha pasado por alto nuestras rebeldías, ha sido paciente con todos nuestros defectos y ha sido indulgente con nuestros descarríos. Su merced no se ha agotado hasta este día, Su promesa no ha sido abandonada y Su pacto está intacto. No nos ha fallado nunca. Por un deber necesario, pero con jubilosa gratitud, nos vemos constreñidos a decir que el Señor es bueno, y para siempre es Su misericordia. Entonces, debemos decir palabras en favor de Dios. Tenemos muchas razones para hacerlo. Mientras el mundo se mofa o desprecia, mientras algunos dudan y otros blasfeman, mientras la idolatría y la infidelidad cuentan con sus respectivos paladines, nosotros ofreceremos nuestro testimonio personal en presencia de todos los adversarios del Señor.
Bienaventurado sea Su nombre, porque Él es un Dios fiel y verdadero, y aunque todos los moradores de la tierra lo contradigan y lo abandonen, Su amor nos sujeta con firmeza. No podemos permitir ahora, ni en el futuro, que nuestra confianza en Él sea desplazada o que nuestro testimonio en favor de Él sea silenciado. Me parece que la ocupación principal del cristiano mientras viva en la tierra, es hablar en favor de Dios. ¿Por qué ha sido colocado aquí? Fines rastreros o ruines propósitos no me parecieran responder a esta pregunta. Un peregrino en ruta a la ciudad celestial, que simplemente trabaje y se esfuerce arduamente y cumpla sus días como un asalariado en común con el resto de sus semejantes, rendiría muy pobres cuentas. ¿Acaso no se le concede una residencia temporal aquí para que glorifique a su Dios hablando en Su favor? ¿Acaso cada uno de nosotros no es destinado a permanecer en estas tierras bajas, para dar personalmente testimonio de lo que hemos visto y oído, gustado y palpado, probado y comprobado como verdadero, de la buena Palabra de Vida? Esta sagrada obligación podría ser un buen examen de conciencia para algunos de ustedes. Me temo que hay algunas lenguas mudas que no hablan en favor de Dios. ¿Y quién de nosotros podría evitar una severa reprimenda por este motivo? Pues quienes hablan entre nosotros, no hablan como deberían hacerlo; no siempre proporcionamos la evidencia ni damos el testimonio que conviene que demos en favor de Dios.
Esta noche me propongo mencionar algunas de las ocasiones en las que todavía debemos hablar en favor de Dios; algunas prevalecientes excusas para guardar silencio; algunas razones imperativas para dar testimonio; y algunas conspicuas sugerencias para quienes se sienten constreñidos a abrir valientemente su boca para la honra de Dios. Para mi mente pareciera obvio que:
I. HAY CIERTAS OCASIONES EN LAS QUE CADA PERSONA SALVADA DEBERÍA HABLAR EN FAVOR DE DIOS.
¿Acaso no nos incumbe hacerlo especialmente inmediatamente después de haber encontrado la paz al poner nuestra confianza en el Señor Jesucristo? Quien cree con su corazón, inevitablemente lo confesará también con su boca, de acuerdo a la regla evangélica. ¿Has oído las buenas nuevas del camino de salvación, has creído en él y has recibido la plenitud de su bendición? Entonces tienes la prohibición de ocultar tu luz bajo un almud; tienes la advertencia de hacerla visible para todos los que están en la casa. No debes ocultar tu lealtad a tu Señor como un cobarde, antes bien, cual guerrero, debes portar la librea del Rey, debes unirte a las filas e integrarte con el resto de Su pueblo. ¿Acaso no es éste el mensaje que se nos pide que divulguemos: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”? ¿No deberías, por tanto, declarar tu fe y confesar a tu Señor en el bautismo? Entonces, habiendo creído en Su Palabra y habiendo obedecido Su precepto, toma Su cruz como alguien que está muerto y enterrado con Él, en el tipo externo y en el símbolo, para seguirlo a partir de ahora adondequiera que te guíe.
Conforme leo la Palabra de Dios, me parece a mí que éste ha sido el derrotero de todos los primeros cristianos. Ellos creyeron y fueron bautizados. No lo pospusieron ni le dieron largas, sino que tan pronto fueron cristianos, confesaron su cristianismo en el bautismo. ¿Y por qué no es así ahora? Quiera Dios que Su pueblo regrese a los simples métodos de las primeras iglesias, y sienta que, habiendo sido salvado, su siguiente paso es dar la respuesta de una buena conciencia para con Dios, hablando así en Su favor y declarando ser ellos mismos elementos del pueblo de Dios.
Este es un prefacio apropiado para una vida de testimonio. La carrera entera de un cristiano debería resonar con poder espiritual. Por la permanencia de Dios el Espíritu Santo en su interior, debería hacer resonar con plateadas notas, en toda su conversación, un testimonio hermoso, agradecido y lleno de gracia tanto en la Iglesia como en el mundo: “Todavía tengo razones en defensa de Dios. Aun si he hablado durante los últimos veinte años, me es necesario hablar en favor de Dios”. Pudiera tener mis cabellos grises, pudiera apoyarme en mi bastón, pudiera acercarme a los propios límites de la breve duración de la vida del hombre en esta pobre etapa, pero “Todavía tengo razones en defensa de Dios”. Aun cuando las almohadas sostuvieran mi doliente cabeza y mi carne y mi corazón fallaran al punto de que el pulso de mi vida decayera, y me faltara el habla, nuestro testimonio para los hijos de los hombres nunca debería vacilar, ni menos llegar a un innoble fin. “Todavía tengo razones en defensa de Dios”.
Cuando conocí por primera vez al Señor, me sentí constreñido a hablar. Yo quisiera que todo hombre convertido fuera inducido instantáneamente a confesar a su Señor. Pero si tenemos algo que lamentar en cuanto al pasado, no debemos estar indecisos ahora. Dilo, decídelo, decláralo. Todavía tengo y todavía tendré razones en defensa de Dios, hasta que el habla me falte, hasta que, agonizante: “Estreche en mis brazos a mi Salvador, el antídoto de la muerte”.
Y, ¡oh, cuán especialmente obligado está el cristiano a expresar palabras en favor de Dios cuando se encuentra en medio de hombres y mujeres impíos! En la casa donde vives podría no haber ningún amante de Jesús excepto tú mismo. Pon cuidado para que tu conversación dé a conocer a los demás que tú has estado con Jesús, y que has aprendido de Él. No hay ningún otro cirio en la casa; ¡oh!, entonces no le apliques el extintor a ese único cirio. Tú eres la única sal; entonces pon cuidado para que seas rociado sobre la masa. Que el olor de tu caminar y de tu conversación se difunda entre tus asociados. Tal vez, algunas veces el nombre de Cristo pudiera ser blasfemado en tu presencia; o, pudiera ser que alguna conversación profana e incluso depravada embistiera tus oídos. Te corresponde expresar tu disgusto por cualquier cosa que fuere desagradable para Aquel a quien sirves. Debes expresar una palabra -aunque la declares débilmente, de pasada- en favor del Cristo a quien calumnian las lenguas impías. No te puedes quedar quieto si oyeras que hablan mal de tu mejor amigo; eso sería ser ingrato en extremo. Bien podría preguntarte: “¿Es esta tu amabilidad para con tu amigo?” Si sonrieras, ellos pensarían que eso te divierte, pero si te rieras con ellos por alguna broma profana, ellos dirían que disfrutas eso. “Tú también eras como uno de ellos” fue una acusación levantada antaño en contra de un profesante. ¡Oh!, que nunca sea levantada en contra de ninguno de nosotros. Si vemos que nuestro vecino peca, y no lo censuramos cuando se presente la oportunidad, nos volvemos partícipes de su pecado. Recuerda esto: en tales ocasiones es nuestro deber imprescindible hablar en favor de Dios.
Y además, nos encontramos con hermanos sumidos en la aflicción. Se afligen y se lamentan por ellos mismos y por sus adversidades. El propio pueblo de Dios descubre comúnmente que en todas sus aflicciones es asediado con tentaciones. ¡Cuán propensos son a hablar imprudentemente porque piensan adversamente del orden de la providencia de Dios y de la expresión de Su amor! Yo desearía que esta malsana condición del corazón y este mal hábito de los labios fuera menos predominante de lo que infelizmente es. Hablan como si sirviesen a un duro Señor, y murmuran como si Su providencia fuera peculiarmente severa para con ellos.
Yo les suplico que aprovechen el momento propicio para hablar en favor de Dios. ¡Hija de la pobreza!, tú has experimentado el aguijón de la carencia; entonces cuenta la fidelidad de Dios que te sustentó. ¡Hijo del dolor!, habla tú que te has revolcado durante tanto tiempo sobre un lecho de aflicción, cambiando tu postura una y otra vez, hasta que tus huesos comenzaron a mostrarse a través de la piel; hablen ustedes, pacientes sufridores -y hay muchos entre ustedes cuyos dolores son punzantes y cuyas heridas son incurables- y cuenten cómo los ha socorrido Dios. No se queden callados, ustedes que han andado en medio del fuego y del agua, del horno y de la inundación. Testifiquen ustedes, padres en la Iglesia, y ustedes, madres en Israel; hablen en defensa de Dios acerca de la benignidad, de la guía, y de la gracia que han probado. No permitan que los jóvenes reclutas alberguen duros pensamientos acerca de su Señor y Maestro. Díganles que la batalla de la vida, aunque sea dura, no logra desconcertar el consejo o el cuidado del Señor. Aquel que te ha sostenido a ti los llevará a ellos a través de diez mil olas, y los mantendrá vivos en medio de ardientes aflicciones como un horno recalentado siete veces, y demostrará que es su Dios benigno hasta el fin. Todavía tienes que hablar en favor de Dios.
Ahora, hermanos y hermanas, algunos de ustedes no sólo tendrán que hablar así en los aposentos donde están confinados los afligidos, y en la escuela dominical donde los niñitos se juntan alrededor de sus rodillas, y en sus propias familias y talleres, sino que podrían tener un llamado para hablar en las calles, o en los púlpitos de sus santuarios. Yo les ruego, entonces, que si tienen la habilidad para un trabajo así en este día de blasfemia y censura, pasen al frente. Estoy persuadido de que algunos de mis hermanos esperan mayores talentos antes de hablar por Cristo, de los que tienen derecho a esperar al principio. Si a nadie se le permitiera hablar en favor de Dios excepto quienes tuvieran diez talentos, seguramente el reino de Dios debe de estar profundamente endeudado con la educación y la erudición de los hombres letrados. Pero si leo esta Palabra correctamente, no es así. Más bien le agradó a Dios escoger lo débil y lo necio para avergonzar a los poderosos y a los sabios. Por tanto, que el hermano de baja condición no reprima su testimonio.
Si tú puedes decir sólo unas escasas buenas palabras, dilas. ¿Quién le negaría unas cuantas gotas de humedad a las flores del jardín sólo porque no tuviera abundantes torrentes bajo su control? ¿Acaso cada rutilante estrella debería cesar de brillar por no ser un sol? ¡Cuán negra sería la noche! ¡Cómo quedaría desprovisto de belleza el firmamento! ¡Si cada gota de lluvia rehusara caer sólo por ser una gota, tendríamos carencia de lluvias refrescantes que alegren el suelo sediento! Haz lo que puedas si es que no pudieras hacer lo que quieres, pues tú, sí, tú, tienes que hablar todavía en favor de Dios. Y es posible que tengas más talento del que piensas; un poco de ejercicio podría revelar tus poderes latentes. Los hombres no crecen para llegar al estado adulto en una semana o en un año. Roma no se hizo en un día. ¿Cómo puedes esperar estar calificado para servir con mucho éxito a tu Dios, a menos que recibas entrenamiento con ejercicios repetidos y disciplina? Si comienzas a caminar, o incluso a andar a gatas, posteriormente puedes aprender a correr. Debes contentarte con usar los poderes que tienes, al máximo de su capacidad, pues Él ha dicho: “No te desampararé, ni te dejaré”. No reserves tu fuerza, antes bien consagra toda la que tengas, “Pues él da mayor gracia”; cultiva diligentemente cada facultad, sabiendo que Él da gracia sobre gracia. “Todavía tengo razones en defensa de Dios”.
Yo no sé si soy ahora precisamente como el serafín que voló con un carbón encendido tomado del altar con unas tenazas, para tocar algunos labios, para ponerlo en la boca de cualquier persona, y decirle: “He aquí que esto tocó tus labios”. Pudiera ser. Algún hijo de Dios que ha estado mudo hasta ahora, pudiera ser llamado en adelante a hablar en favor de su Maestro. Si tú oyes ahora una voz diciendo: “¿Quién irá por nosotros? ¿A quién enviaremos?”, tu respuesta debe ser: “Heme aquí, envíame a mí”. Responde, en las palabras de nuestro texto: “Todavía tengo razones en defensa de Dios”. Ahora vamos a considerar:
II. AQUELLOS ARGUMENTOS QUE SURGEN NATURALMENTE EN ALGUNAS MENTES EN FAVOR DE GUARDAR SILENCIO.
¿Tengo todavía razones en defensa de Dios? “No” –dice alguien- “perdóname, pero decir palabras en favor de Dios no puede ser considerado esencial para la salvación. ¿No hay algunas personas que vienen, como Nicodemo, de noche? ¿No podría haber muchos creyentes en Jesús que no tienen el valor de hablar sin tapujos lo proveniente de la plenitud de su corazón? ¿Por qué no podría ser yo uno de esos creyentes secretos y, sin embargo, entrar en el cielo? Tú piensas ir a la ciudad celestial por un atajo, sin ser visto ni advertido, esperando estar seguro al final. Suponiendo que sea cierto que declarar tu fe no fuera absolutamente esencial para la salvación, yo te pregunto: ¿acaso no es absolutamente esencial para la obediencia, y pregunto de nuevo si la obediencia no es esencial para todo creyente como una vindicación de su fe? Aunque me dijeras que hay muchos creyentes secretos, me aventuro a afirmar que no conociste nunca a ninguno, o si piensas que lo has conocido, el secreto no fue guardado debidamente, puesto que llegaste a saberlo. Obviamente, si hubiera sido un secreto genuino, habría estado fuera del alcance de tu conocimiento, o también del mío, por lo que no podemos argumentar justamente al respecto, y como no sabemos que tal cosa haya existido, no tenemos ningún hecho sobre el cual elucubrar. Ciertamente ese gracioso secreto se le tuvo que dar a conocer a una persona u otra; o lo que trataste de ocultar, alguien lo habría descubierto. Yo pensaría que si tu carácter y tu conducta cristianos no fueran palpables, tu cristianismo difícilmente podría ser genuino. ¿Quién podría ocultar al fuego en su pecho? ¿Acaso no habría de manifestarse tarde o temprano? Entre más malvadas fueran las personas que te rodean, más fácilmente descubrirían la diferencia entre un cristiano y ellas mismas. Muy difícilmente podrías ocultar la luz; tiene que revelarse. Entonces, ¿por qué deberías intentar ocultarla? Hacer simplemente lo que es absolutamente necesario para la salvación, es algo mezquino y egoísta. Estar pensando siempre si esto o aquello es necesario para que seas salvo, ¿es así como quisieras mostrar tu lealtad al Salvador? ¿Acaso la abnegación de nuestro bendito Señor y Maestro habría de ser correspondida con el egoísmo de los seguidores que siempre están mascullando: “Cui bono? ¿Qué provecho puedo obtener de Su servicio?”
¡Oh, que pudiéramos ser liberados de esa disposición tan poco generosa! Sabiendo que Cristo ha hecho tanto por nosotros, y sintiendo el poder estimulante del amor, hemos de alegrarnos de servirle, independientemente de que el servicio sea grato para nuestro gusto, o mortificante para nuestro orgullo; haciendo eso, descubriremos pronto que, en guardar Sus mandamientos, hay una gran recompensa.
“Pero, ¿por casualidad eres tú de una disposición muy retraída?” Esa es una hermosa disposición, no lo dudo, y bastante rara en algunos círculos selectos como para reclamar la admiración, pero es indeseable, en verdad, en algunos campos particulares y en algunas coyunturas críticas. Para un soldado, cuando la batalla arrecia, ser de una disposición retraída no sería ni patriótico ni algo digno de elogio. Si este temperamento delicado hubiese sido la principal virtud de los ejércitos de donde surgieron los héroes británicos, la trompeta de la fama habría cesado de resonar, desde hace mucho tiempo, las gestas de proezas de las que todo ciudadano inglés está orgulloso. Un soldado de Cristo hace bien en ser modesto cuando se valora a sí mismo, pero tiene que ser poderoso cuando sirve al Señor. Si fuera demasiado modesto al profesar a su Maestro, esta desvergonzada modestia revelaría un espíritu pusilánime, ante el cual sus compañeros bien podrían estremecerse.
“¡Avergonzado de Jesús! ¿De ese amado Amigo
De quien dependen mis esperanzas del cielo?
¡No!, si me sonrojo, que esta sea mi vergüenza,
Que ya no reverencio más Su nombre”.
¡Avergonzado de Jesús! Realmente las palabras parecen tan duras que implican un insulto. Sin embargo, esta hermosa disposición de retraimiento, cuando es traducida de las finas palabras con las que la envuelves, significa ni más ni menos una deslealtad que es casi equivalente a una traición. ¡Avergonzado de Jesús, que derramó Su sangre por ti! ¡Ah!, todos ustedes deben confesar que no hay ninguna violación de la modestia genuina cuando se profesa el intenso apego y la lealtad personal para con el Señor Jesucristo. Esto podría ser un verdadero retraimiento, después de todo, pues podrías renunciar por ello a las loas del mundo, repudiar sus honores, atraer sobre ti su más sonora censura, y ser correspondido con un frío recibimiento cuando tomas tu cruz y le sigues.
Pero, ¿acaso no he oído decir con frecuencia a algunas personas: “Por qué habría yo de hablar en favor de Dios, cuando ya algunos que sí hablan son hipócritas?” Esta me parece ser una razón para que hables el doble, para contrarrestar su falso testimonio, y para que hables con el mayor cuidado e integridad, haciendo de su ejemplo un faro para que no caigas en la misma condenación. Si algún amigo mío tuviera un enemigo que fuera una serpiente en la hierba, alguien que pretendiera ser amable mientras trama maldad, ¿habría yo de decir: “Voy a abandonar a mi amigo, y no voy a reconocerlo, porque otro individuo le ha traicionado”? Un tal razonamiento se refutaría a sí mismo; por tanto, no hemos de engañarnos con su sutileza. Entre más hipócritas haya, más necesidad habrá de hombres honestos que enarbolen el estandarte de la cruz. Entre más engañadores haya, mayor razón habrá para que los fieles y los verdaderos vengan y se integren a las filas, e impidan que la batalla sea entregada en manos del enemigo.
¿O dudan de hablar en favor de Dios porque tienen miedo de que su testimonio sea muy débil? ¿Pero por qué inquietarse a ustedes mismos por ese motivo? ¿Acaso las grandes cosas no son la sumatoria total de pequeñas cosas? ¿Y no podría haber algo grande involucrado en el movimiento de lo pequeño? Una buena palabra salida de tu boca podría provocar un pensamiento o una serie de pensamientos que podrían redundar en la conversión de alguien cuya elocuencia habrá de sacudir a la nación. Tú emites tan sólo una chispa, pero sólo el cielo sabe qué conflagración podrá causar; sólo el cielo lo sabe. Qué importa que sólo parezcas alguien nimio e insignificante como el insecto del coral; con todo, si haces para con tus semejantes lo que te corresponde del trabajo, podrías ayudar a apilar una isla que será abundante en fertilidad y estará adornada con belleza. Tú no eres llamado a hacer algo que exceda tu poder o tu capacidad. Basta con que hagas lo que puedas. Dios no exige según aquello que el hombre no tiene, sino de acuerdo a lo que el hombre tiene. Por tanto, que no sirva de excusa para tu silencio que no puedes hablar con una voz de trueno.
“Pero” -dice uno- “si yo fuera a hablar en favor de Dios, sentiría después y por siempre, un peso de responsabilidad del que no podría escapar. Un hombre de Dios, estando junto a la pila del bautismo no hace muchas semanas, me dijo: “No me atrevo a ser bautizado a pesar de que creo que es una ordenanza de las Escrituras, porque siento que involucra una profesión muy solemne. No podría vivir a la altura de sus exigencias”. Mi respuesta para él fue: “¿no es ésa la razón precisa de por qué deberías entregarte al Señor de inmediato, pues entre más nos sintamos obligados a la santidad es mejor?” “Sobre mí… están tus votos”. Si la profesión de nuestra fe en Cristo se vuelve una restricción para nosotros, no debemos lamentarlo por ese motivo. Necesitamos esas restricciones. Si nos sentimos obligados a ser más precisos, es porque servimos a un Dios preciso; y si nos sentimos obligados a ser más celosos, es porque servimos a un Dios celoso. Me gusta ver que los hombres estén llenos de bríos.
Miembros de esta iglesia: siempre que el mundo los denigre y los vigile, yo le agradezco al mundo que lo haga. Es bueno para nuestro bienestar que tengamos un ojo de águila vigilando sobre nosotros. Qué importa que el severo Argos use todos sus ojos; nosotros hemos de ser lo que debemos ser, y no necesitamos preocuparnos de quién nos critica o se queja de nosotros. Si no somos lo que deberíamos ser, sino somos meros hipócritas, entonces, en verdad, bien podemos desear estar ocultos. Confiesa el nombre de Jesús, conviértete en un verdadero seguidor de Sus pasos, y camina con toda humildad y esmero, conforme Su gracia te capacite, y procura ser digno de tu excelso llamamiento. Sé valeroso para confesar Su nombre mucho más, y ciertamente no mucho menos, porque esa confesión te colocará bajo solemnes obligaciones de vivir más cerca de Él que antes.
Todavía puedo imaginar que hay muchas personas aquí que están buscando una u otra excusa que no les gustaría mencionar. Dicen que van a esperar un poco; que se dilatarán un poco. Otros no dicen nada, pero simplemente están descuidando el deber. Bien, no voy a detenerme para argumentar con ellos, sino que más bien voy a orar pidiendo que Dios el Espíritu Santo los convenza, si es que han sido revividos de su muerte espiritual, y son hoy herederos de Dios, para que enfrenten el deber que les corresponde y su bendito privilegio de todos los modos y aprovechen todas las oportunidades prudentes de hablar en favor de Dios. Pero hay:
III. RAZONES CONVINCENTES PARA QUE HABLEMOS EN FAVOR DE DIOS, y les pido su atención para que las consideremos.
Ciertamente eso se exige a todos los creyentes. Se nos pide confesar con la boca si es que hemos creído con el corazón. Además, tenemos la promesa de que “con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación”; y de igual forma tenemos ésta: “A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos”. La alternativa está cargada de juicio: “Y a cualquiera que me niegue” –lo cual significa lo opuesto de una confesión- “Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos”. Entonces, si ésa es la voluntad del Señor pero la olvidas o la descuidas, has de atenerte a las consecuencias. “Aquel siervo que conociendo la voluntad de su señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes”. Date prisa, entonces, cristiano remiso. Apresúrate y no te dilates en guardar este mandamiento; has de estar convencido de que todavía tienes que hablar en favor de Dios.
Ten la seguridad de que el testimonio que puedas y debas dar será un gran consuelo para el pueblo del Señor. Ustedes no saben, -algunos de ustedes que son salvos, pero que nunca han confesado su fe- qué placer le proporcionaría eso al ministro. Yo no conozco ningún gozo comparable al de oír que alguien fue convertido en el instrumento de la conversión de un alma. Eso mantiene nuestros espíritus en alto, y nuestro Maestro sabe que tenemos algunas veces una gran necesidad de algún éxito que pueda animarnos. Quien crea que el ministerio cristiano es una fácil ocupación, exenta de cuidados y libre de pruebas, sería bueno que lo experimentara. Sería mejor ser un galeote encadenado al remo, que ser un ministro del Evangelio, si no fuera por las poderosas consolaciones que nos sustentan en el presente y por la divina recompensa que habrá al final. Aquel que cumpla diligentemente esta vocación solemne, no conoce nunca el descanso ni la liberación de la ansiedad. Su mente está siempre activamente involucrada en el servicio de su Maestro; su corazón carga continuamente un peso del que no puede desprenderse. Sueña con algunos que caminan desordenadamente, y se despierta para suspirar y llorar por otros que se tornan fríos o tibios. Tiene que arar el terreno pedregoso, y tiene que lamentar la pérdida de su simiente. Él esparce la buena semilla al pasar, y si no brota pronto, conforme a la promesa, clama: “¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Y sobre quién se ha manifestado el brazo de Jehová?” Como agua refrescante para un alma sedienta, así serían las buenas nuevas de tu conversión. Por esa razón, ustedes que son salvos, tienen que hablar en favor de Dios.
¡Y cuán alentador es para la Iglesia entera! Estoy seguro de que en la asamblea de la iglesia tenemos con frecuencia una música sencilla que es más apasionante que cualquiera de los himnos entonados en sus catedrales. Hay una gozosa melodía en nuestros corazones delante del Señor, cuando nos enteramos de un penitente con un corazón quebrantado que encuentra la paz, de un desechado que es recuperado de los parajes desolados, de un pecador escandaloso que es conducido a los senderos de la obediencia y de la santidad. Incluso los ángeles consideran que se trata de una música que ha de ser disfrutada intensamente. Pienso que arrancan una melodía más noble de sus arpas de oro cuando se enteran de que algunos hijos pródigos han buscado el rostro de su Padre. Todavía tienen que hablar en favor de Dios por causa de Su Iglesia, para que sea animada.
También les incumbe grandemente hablar en favor de Dios, en bien de los indecisos. Probablemente algunos de ellos serían plenamente persuadidos si vieran su ejemplo. ¡Cuántas personas hay en el mundo que son guiadas por la influencia que otros ejercen sobre ellas! Miles han sido conducidos a Jesús tal como aquellos primeros discípulos de quienes leemos que Andrés siguió a Jesús, y pronto trajo a Jesús a su propio hermano Simón; o Felipe, el cual, después de ser encontrado por Jesús, encuentra a Natanael, y se lo dice y se lo cuenta y lo lleva al Salvador. Todos nosotros podemos ejercer una influencia de algún tipo; contemos lo que Dios ha obrado en nosotros, y más de uno que claudica entre dos opiniones podría ser inducido, por la gracia divina, a echar su suerte con el pueblo de Dios.
Mira con detenimiento al gran mundo circundante. ¡Qué cantidad de criaturas cuyas vidas descubrirán por experiencia una bendición o una maldición! ¿Acaso no hablarás en favor de Dios por el bien de ellas? ¿No te sientes constreñido a dar tu testimonio contra su negligencia, su descarrío, y su deliberada desobediencia al grandioso Padre? Con habitual negligencia y constante olvido, menosprecian a Aquel que nunca los olvida, a Aquel que, con ojos que no duermen, vigila por el bien de ellos. Pongan esto en su corazón, y salgan, se los ruego; apártense, y no toquen lo inmundo. Cuentan con la promesa de su Padre que asegura que Él será un Padre para ustedes, y ustedes serán Sus hijos. Ustedes no son del mundo, como tampoco Cristo es del mundo; ¿por qué, entonces, habrían de buscar que su nombre permanezca mezclado con el mundo? Pongan una distancia y apártense; tomen la cruz diariamente, y sigan a su Maestro.
Para su propio beneficio, también, me aventuraré a insistirle sobre ésto a cualquiera de ustedes que esté renuente a declarar su fe. No pueden concebir qué bendición sería para ustedes si hablaran clara y persistentemente en favor de Jesús. Esa timidez que ahora hace que te sonrojes, rápidamente cesaría de reprimir tu celo. Después que hubieres profesado abiertamente a Cristo una vez, dones que ahora dormitan sin que los percibas conscientemente, serían desarrollados por su ejercicio. El servicio de Dios te brindaría entonces un abundante consuelo. Si alguna vez ganaras un alma para Jesucristo, serías más feliz que el mercader cuando encontró la valiosa perla. Tú pensarías que toda la felicidad que jamás conocieras antes era menos que nada comparada con el gozo de salvar un alma de la muerte, y rescatar a un pecador para que no caiga en el abismo. La bienaventuranza de decir una palabra que afecte a tres mundos, haciendo un cambio en el cielo, y en la tierra y el infierno, cuando los demonios crujen sus dientes en ira debido a que una de sus víctimas es arrebatada de sus fauces; cuando los hombres en la tierra se maravillan y admiran el cambio que la gracia ha obrado; y cuando los ángeles se regocijan cuando se enteran acerca de pecadores salvados.
Por causa de Aquel que te compró con Su sangre preciosa, busca a otros que han sido redimidos por el mismo precio inestimable. Por causa de ese Espíritu bendito que te llevó a Jesús, y que ahora se mueve en ti para que muevas a otros a venir a Jesús, levántate y ponte en acción, firme, inconmovible, abundando siempre en la obra del Señor, puesto que tú sabes que tu labor no es en vano en el Señor. Todavía tienes razones en defensa de Dios, y éstos son los motivos que deberían impulsarte. Y ahora permítanme concluir con:
IV. UNA O DOS SUGERENCIAS.
Si ustedes sintieran, queridos amigos, que deben hablar en favor de Dios –y yo espero que lo sientan- ya sea que se trate de hermanos en el ministerio público, o de hermanas en la privacidad de los círculos sociales, yo les aconsejaría que antes que comenzaran a hablar, buscaran la guía de Dios en cuanto a cómo han de hablar en favor de Él. Los ignorantes, cuando se apoyan en Dios, presentan mejores defensas que los sabios cuando expresan el contenido de su propia cabeza.
Es maravilloso leer las respuestas que algunos de los mártires dieron a sus acusadores. Piensen en aquella mujer, Anne Askew, cómo, después de ser atormentada en el potro y de ser torturada, dejó perplejos a los sacerdotes. Es realmente maravilloso leer cómo los venció. ¡Y allí estaba ‘su señoría el alcalde de Londres’ y ella lo hizo ver como un tonto! El alcalde le hizo esta pregunta: “Mujer, si un ratón se comiera el bendito sacramento que contiene el cuerpo y la sangre de Cristo, ¿qué piensas que le pasaría al ratón? “Su señoría –respondió ella- “ésa es una pregunta muy profunda; yo preferiría que usted mismo la responda. Mi señor alcalde, ¿qué piensa usted que le sucedería al ratón que hiciera eso?” “Yo creo verdaderamente”, dijo el señor alcalde, cuyo oídos deben de haber estado preternaturalmente largos, “¡yo creo verdaderamente que el ratón sería condenado!” ¿Y qué dijo Anne Askew? Bien, ¿qué mejor respuesta podría dar que ésta?: “¡Ay!, pobre ratón”. A menudo unas cuantas palabras breves, incluso tres o cuatro palabras, han sido las adecuadas cuando los mártires han esperado en Dios, y han hecho ver a sus adversarios tan ridículos que me parece que podrían oír de inmediato unas carcajadas provenientes tanto del cielo como del infierno, provocadas por su insensatez, pues los siervos de Dios los han declarado culpables de decir disparates y los han puesto en vergüenza. Pregunta qué es lo que debes decir, particularmente cuando los hombres quisieran tergiversar tus palabras, y cuando quisieran enredarte en tu propio discurso. Sé como tu Maestro algunas veces: inclínate hacia el suelo y escribe en tierra; espera un poco. Algunas veces una pregunta es respondida de la mejor manera por medio de otra pregunta. Pídele a tu Maestro que te enseñe esa retórica que confunde a los hombres que quisieran enredarte en tu discurso.
Y si buscas la conversión de otros, recuerda especialmente que son las palabras salidas de la boca de Dios, más bien que las palabras de tu boca, lo que lo lograrán; pregúntale al Maestro, pues Él sabe cómo disparar el arco cuando tú no puedes. Tú podrías dispararlo a la ventura, pero Él puede dispararlo con precisión, de tal forma que las flechas traspasarán entre las junturas de la armadura. Aquí está una oración para todo hombre y para toda mujer que tiene que hablar en favor de Jesús: “… Abre mis labios, y publicará mi boca tu alabanza”.
Y mira al Espíritu Santo para que bendiga aquello que te guía a decir. Sería mejor decir cinco palabras dictadas por el Espíritu Santo, que expresar volúmenes enteros sin Su guía. Es mejor ser llenado de silenciosas reflexiones por el bendito Espíritu de Dios, que verter torrentes de palabras y frases, por ingeniosas que sean, sin Su influencia. Hay un irresistible poder en torno al hombre que tiene una unción del Espíritu Santo, que Demóstenes o Pericles, Cicerón o Sócrates, nunca soñaron. Pon al hombre que está dotado con este misterioso poder a hablarles a sus semejantes, y hará que se derritan los corazones de piedra, y abrirá paso para la verdad de Dios a través de las puertas de bronce y de barras de triple acero. Donde el Testigo Divino confirma la palabra hablada, hay una majestad en las expresiones más sencillas que transmite convicción al corazón, al tiempo que pone a temblar a Satanás y a todos sus leales seguidores. Busca este poder. Quédate en Jerusalén hasta que seas dotado de poder de lo alto, y luego habla valerosamente en favor de Dios. Independientemente de cuál sea tu llamamiento y de cuándo se presente tu oportunidad, habla como uno cuyo corazón ha sido agrandado, como uno cuya boca ha sido abierta, como uno que es llenado con el Espíritu. Quisiera advertirles muy encarecidamente a ustedes, jóvenes cristianos, que no pospongan ni se demoren en hablar, pues de otra manera carecerían de la facilidad de hacerlo que podrían adquirir rápidamente si la practicaran habitualmente.
Una aptitud para hablarle a la gente individualmente es muy deseable. Yo conozco a algunos hermanos en el ministerio a quienes envidio grandemente porque poseen un talento que yo no poseo en la misma proporción que ellos. Poseen el genio de una conversación tan santificada, con la que uno puede ser personal y sin embargo prudente; sencillo y directo, y sin embargo, agradable; administran una censura sin arriesgar una repulsa; ganan la confianza de un hombre al tiempo que hieren su orgullo, y recomiendan el Evangelio por la afabilidad con la que es expuesto; ese es un poder de predicación que ha de ser emulado por todos nosotros. Nosotros somos propensos a ser ambiciosos de hablar a los muchos, y olvidadizos del poder de expresión que puede hablarle con habilidad a un amigo. Comienza pronto, entonces, después de tu conversión, a hablarles individualmente a tus parientes y conocidos. Continúa esa práctica. Si te descubrieras que te estás volviendo haragán al punto que se hace fastidioso para ti, busca al Señor, y confiesa tu pecado delante de Él. El tacto requerido para hablarles a las personas de manera individual es digno de todo el estudio y de toda la atención que puedas brindarle. Ora pidiendo sabiduría y prudencia para saber cuándo hablar y cómo hablar. No todo pescador es capaz de pescar. Hay una destreza involucrada en ello, misma que también hay en cuanto a hablar en favor de Cristo. Hay un tiempo oportuno y hay una manera adecuada. Bien, hay algunas personas que, si fueran a intentar hablar en favor de Cristo, harían daño. Tienen tales rostros adustos, tales modales desgarbados, tal forma tosca de expresarse que, a pesar de las buenas intenciones, más bien estorban en vez de ayudar. Esperan atrapar sus moscas con vinagre, pero nunca tendrán éxito ni serían capaces de hacerlo. Si pudiesen aprender a ser amables y cordiales, afables y comprensivos, sería mucho más probable que tuviesen éxito. Hay hombres que exponen la verdad de tal forma que más bien parece una mentira. Hay otros hombres que logran mucho con tan poca delicadeza que afrentan a aquéllos con quienes quieren quedar bien. Cuando hablemos en favor de Dios, hemos de aprender a hablar de la mejor manera posible, ejercitando todas las gracias cristianas. De nuestro bendito Señor se dijo: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” Que pudiera observarse en nosotros, que somos Sus humildes seguidores, que hemos estado con Jesús y hemos aprendido de Él.
Que Dios les conceda, creyentes todos, gracia para hablar en favor de Dios; y ustedes, incrédulos, que puedan ser conducidos a confiar en el Señor, y a amarlo, y luego hablar en favor de Él; y Suya sea la alabanza y para ustedes el beneficio. Amén.
Nota del traductor:
Argos: Argos Panoptes (, Argos ‘de todos los ojos’) era un gigante con mil ojos. Era, por tanto, un guardián muy efectivo, pues sólo algunos de sus ojos dormían en todo momento.
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