SANA DOCTRINA - Ministerio de Difusión Bíblica

Los Albores del Avivamiento

o

La Oración Respondida con Presteza

 

Sermón predicado la mañana del domingo 10 de febrero de 1867

Por Charles Haddon Spúrgeon

En el Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres.

 

 

“Al principio de tus ruegos fue dada la orden, y yo he venido para enseñártela, porque tú eres muy amado”.      Daniel 9: 23.

 

La oración es útil de mil maneras. Es, en el plano espiritual, lo que en el plano natural buscaban conseguir los médicos de la antigüedad, es decir, un catolicón, un remedio de aplicación universal. No hay ningún caso de necesidad, de dilema o de infortunio en el que no se compruebe que la oración es una ayuda muy real. En el caso que estamos considerando, Daniel había estado  estudiando el libro de Jeremías y había aprendido que habían de  cumplirse las desolaciones de Jerusalén en setenta semanas, pero  tenía la convicción de que le faltaban más cosas por aprender y se  propuso saberlas. La suya era una mente noble y sagaz, y con todas sus energías procuró penetrar en el significado profético; pero Daniel no confió en su propio juicio; se entregó de inmediato a la oración. La oración es esa grandiosa llave que abre los misterios. ¿A quién acudiremos en busca de una explicación cuando no podemos entender un escrito, sino al autor del libro? Daniel recurrió de inmediato al Grandioso Autor en cuya mano Jeremías había fungido como la pluma. El profeta se puso de rodillas en solitario retiro y clamó a Dios pidiéndole que le abriera el misterio de la profecía para poder conocer el pleno significado de las setenta semanas y lo que Dios tenía la intención de hacer al término de ellas, y cómo quería que se comportara Su pueblo para obtener la liberación de su cautiverio. Daniel hizo su petición al Señor rogándole que desatara los sellos y abriera el volumen del libro, y fue oído y fue favorecido con el conocimiento que habría buscado en vano por cualquiera de otros medios. Lutero solía decir que algunas de sus mejores comprensiones de la Santa Escritura no eran tanto Un resultado de la meditación como de la oración; y todos los estudiosos de la palabra les dirán que cuando los martillos del aprendizaje y de la exégesis bíblica no han podido desentrañar algún texto impenetrable para ellos, la oración a menudo lo ha logrado y se han encontrado pepitas de oro ocultas ahí. A cada estudioso de la palabra de Dios  que quiera convertirse en un escriba bien aleccionado le diríamos: ‘junto con todos los medios que utilices, junto con todas las  revisiones de los comentarios y con todos los cotejos con los  originales y con todas tus investigaciones entre los doctos teólogos,  combina mucha oración ferviente’. Así como el Señor le dijo a Israel: “En toda ofrenda tuya ofrecerás sal”, así la sabiduría nos dice a nosotros: “Junto con todas tus investigaciones y todos tus estudios practica muchas oraciones”. Tengan la seguridad de que la antigua máxima: “Haber orado bien es haber estudiado bien”, es digna de ser inscrita no sólo en las paredes de nuestros estudios sino en las tablas de nuestros corazones. Si tú colocas el libro de la inspiración ante tu ojo atento y le pides al Señor que te abra su significado, el ejercicio mismo de la oración será bendecido por Dios para poner a tu alma en el mejor estado en el cual penetrar en el significado que permanece oculto al ojo del sabio mundano, pero que es claramente manifestado a las almas mansas y humildes cuando buscan reverentemente la guía de su Padre celestial.

 

El punto particular en el texto al cual quisiera dirigir la atención de ustedes en esta mañana es que la oración de Daniel fue respondida de inmediato, mientras aun hablaba; sí, en cuanto comenzó a orar.  No siempre es así. La oración se detiene a veces cual suplicante a la puerta hasta que sale el rey para llenar su pecho con las bendiciones que busca. Se ha sabido que cuando el Señor ha dado una gran fe la ha probado mediante largas demoras. Ha permitido que las voces de Sus siervos regresen a sus propios oídos cual eco proveniente de un cielo de bronce. Han llamado a la puerta de oro que se ha mantenido inamovible como si estuviera oxidada en sus goznes. Han clamado como Jeremías: “Te cubriste de nube para que no pasase la oración nuestra”. Algunos verdaderos santos han continuado así en paciente  espera durante meses, y ha habido casos en los que sus oraciones  han esperado incluso años sin respuesta, no porque no hayan sido  vehementes ni porque no hayan sido aceptadas, sino porque así le  agradó a Aquel que es soberano y que da según Su buena voluntad.  Si le agrada ordenarle a nuestra paciencia que se ejercite, ¿no hará lo que quiera con lo Suyo? Los mendigos no deben ser selectivos en lo que respecta a tiempo, lugar o forma. Hermanos, no debemos tomar los retrasos en las respuestas a la oración como negativas: los cheques posdatados de Dios serán honrados puntualmente; no debemos permitir que Satanás debilite nuestra confianza en el Dios de la verdad, señalando nuestras oraciones fallidas. Estamos tratando con un Ser cuyos años son sin término, para quien un día es como mil años; lejos esté de nosotros considerar que el Señor se retarda si medimos Sus actos por la norma de nuestra diminuta hora. Las peticiones sin respuesta no son peticiones desoídas. Dios guarda un expediente para nuestras oraciones que no se lleva el viento sino que son atesoradas en los archivos del rey. Hay un registro en la corte del cielo donde cada oración queda anotada. Oh  atribulado creyente, tus suspiros y tus lágrimas no son infructuosos;  Dios tiene un vaso lacrimatorio donde se guardan las costosas gotas  del sagrado dolor y un libro en el que son contados tus santos  gemidos y dentro de poco tu petición prevalecerá. ¿No puedes contentarte con esperar un poco? ¿Acaso no es mejor el tiempo de tu Señor que tu tiempo? En su momento Él aparecerá consoladoramente para gozo de tu alma, y hará que te despojes de tu cilicio y de la ceniza de la larga espera y que te vistas de carmesí y del lino fino de la plena fruición.

 

Sin embargo, en el caso de Daniel, el varón muy amado, no hubo ninguna espera. En el caso de Daniel esta promesa fue cierta, “Antes que clamen, responderé yo; mientras aún hablan, yo habré oído”. Al varón Gabriel se le ordenó que volara con presteza, Como si aún el vuelo de un ángel no fuera lo suficientemente raudo para la misericordia de Dios. ¡Oh, cuán rápidamente viaja la misericordia de Dios y cuánto tiempo se demora Su ira! ¡“Vuela” –dijo- “espíritu  fulgurante, prueba el poder supremo de tus alas! Desciende a mi siervo que espera, y cumple su deseo”. Hermanos, los deseos de mi corazón y mis ardientes anhelos son que al principio de nuestros ruegos tengamos una respuesta del trono. Este es el principio de nuestras oraciones sólo en un cierto sentido, pues la oración no ha cesado nunca aquí -fervientes hermanos y hermanas han celebrado una reunión pública para orar cada mañana y cada noche durante los últimos meses- pero ahora estamos al comienzo de un mes de oración más especial, y yo anhelo vehementemente una pronta visitación de la gracia. Sería un muy bendito incentivo para nosotros,  un estímulo para un ardor más intenso y un argumento para una  mayor confianza en Dios, si fuésemos favorecidos igual que Daniel  para recibir respuestas positivas a nuestros ruegos en cuanto  comenzamos a orar.

 

Hablando de tal misericordia, es indispensable que consideremos dos puntos: primero, razones para esperar justamente una bendición tan temprana; y en segundo lugar, formas en las que deseamos ardientemente la bendición y la esperamos  confiadamente.

 

 

I. Primero, ¿TENEMOS ALGUNAS RAZONES PARA ESPERAR QUE AL PRINCIPIO DE NUESTROS RUEGOS SALDRÁ EL  MANDAMIENTO DE MISERICORDIA?

 

Tengan la seguridad de que las tenemos si somos encontrados en la  misma postura de Daniel, pues Dios actúa para con Sus siervos  según una regla determinada. Pongamos en práctica un vigilante  autoexamen mientras nos comparamos con el exitoso profeta.

 

Dios oirá a Su pueblo al principio de sus oraciones si la condición  del suplicante es apropiada para ello. Es posible deducir la  naturaleza de la idoneidad del estado mental de Daniel y de su modo  de proceder. Sobre esto nuestra primera observación digna de  consideración es que Daniel estaba resuelto a obtener la bendición  que buscaba. Noten cuidadosamente la expresión que usó en el  tercer versículo: “Y volví mi rostro a Dios el Señor, buscándole en  oración y ruego”. Este volver del rostro expresa un propósito  decidido, una firme determinación, una concentrada atención, una  resuelta perseverancia inflexible. “Volví mi rostro a Dios”. Nosotros  no haremos nada en este mundo mientras no volvamos  completamente nuestro rostro a ese asunto. Los guerreros que ganan  batallas son aquellos que están resueltos a vencer o morir. Los  héroes que emancipan naciones son aquellos que no consideran los  riesgos y no calculan las probabilidades, sino que han resuelto que  deben quitar el yugo de la cerviz de su país. Los comerciantes que  prosperan en este mundo son aquellos que realizan sus actividades  de todo corazón y velan por la riqueza con entusiasmo. El hombre  poco entusiasta no está en ninguna parte en la carrera de la vida; es  usualmente despreciable a los ojos de los demás, y es una desgracia  para sí mismo. Si hay algo que valga la pena hacer, vale la pena que  se haga bien; y si no vale la pena que se haga cabalmente, los  varones sabios prefieren no involucrarse. Esto es especialmente  cierto en la vida espiritual. Los hombres que duermen en sus lechos  o que siguen estando dormidos fuera de sus lechos, no realizan  maravillas para Dios. Los hombres que a duras penas saben que son  salvos o a quienes no les importa serlo, no salvan almas. Los errores  no son derribados de sus pedestales por quienes son descuidados  con respecto a la verdad y la valoran poco. Las reformas no han sido  realizadas en este mundo por personas de espíritu tibio y política  contemporizadora. Un fogoso Lutero es de mayor valor que veinte  varones semejantes al indiferente Erasmo, que sabía infinitamente  más de lo que sentía, y que tal vez sentía más de lo que se atrevía a  expresar. Si alguien quisiera hacer algo por Dios, por la verdad, por la cruz de Cristo, tiene que volver su rostro y resolver servir a Dios  con toda la fuerza de su voluntad. El soldado de Cristo tiene que  poner su rostro como un pedernal contra toda oposición, y al mismo  tiempo tiene que volver su rostro hacia el Señor con el ojo atento de  la sierva que mira hacia su señora. Si somos llamados a sufrir por la  verdad, tenemos que volver nuestro rostro hacia el conflicto al igual  que Jesús afirmó Su rostro para ir a Jerusalén. ¡Quien quiera ganar  en esta gloriosa guerra y vencer al Señor en el propiciatorio, tiene  que tener resolución! Tiene que estar resuelto con toda su alma -después de considerar el asunto seriamente- resuelto por razones  que son demasiado perentorias para ser evada, resuelto a que no  se alejará del trono de la gracia sin la bendición. Nunca, nunca será  infructuoso en la oración el hombre que esté resuelto a ganar la  misericordia prometida. Suponiendo que están buscando lo que  deberían buscar, que lo están buscando a través de Jesucristo y por  fe en Él, el único requisito recomendado para el éxito, hermanos, es  que afirmen sus rostros hacia su logro. Si hubiese una docena  de varones en esta iglesia nuestra que hubieren vuelto sus rostros a  tener un avivamiento, con seguridad lo tendremos; mi corazón no  alberga ninguna duda al respecto. Aunque sólo hubiese una media  docena, como los hombres de Gedeón que lamieron, si no hubiese  sino seis que no vacilan y que no se desanimarán por las dificultades  ni huirán por las desilusiones, tan ciertamente como que Dios es  Dios, Él oirá las oraciones de tales personas. Es más, si sólo fueran  dos o tres, la promesa es para dos de nosotros que estemos de  acuerdo en lo tocante a algo concerniente al reino; sí, más aún, si no  pudieran encontrarse dos personas y sólo quedara un santo fiel,  siempre y cuando estuviere provisto del espíritu y del ardor de  Daniel, aun así prevalecería como lo hizo Daniel en la antigüedad.  No debemos dejar de volver nuestro rostro hacia el Señor. Amados  míos en el Señor Jesús, yo les pido humilde pero devotamente a Dios, que  el Espíritu Santo, dé tanto a los hombres como a las mujeres  miembros de esta iglesia la solemne resolución de que en la obra en  la que estamos comprometidos para Dios no estarán satisfechos a  menos que nos sean concedidas las más grandes respuestas. Esta fue  la primera prueba de que Dios podía dar a Daniel la bendición de  inmediato pues el corazón del profeta había adoptado una inmutable  resolución y no había forma de que cambiara de opinión; entonces,  si un menesteroso está resuelto a recibir su petición, harías bien en  darle de inmediato lo que te pida, pues es una pérdida de tiempo  tanto para él como para ti darle dilaciones con retrasos; pensamos que lo  mejor es darle la ayuda de inmediato, y lo mismo hace nuestro Padre  celestial con nosotros.

 

A continuación, Daniel sentía profundamente la miseria del pueblo  por el que intercedía. Lean esa expresión, “Nunca fue hecho debajo  del cielo nada semejante a lo que se ha hecho contra Jerusalén”. La  condición de aquella ciudad que yacía en ruinas, sus habitantes  cautivos, sus hijos más selectos desterrados hasta los confines de la  tierra le afligían muy duramente. No tenía un ligero  conocimiento superficial de los sufrimientos de su pueblo, sino que  lo más íntimo de su corazón estaba amargado con el ajenjo y la hiel  de la copa de ellos. Hermanos, si Dios tiene la intención de darnos  almas, Él nos preparará para ese honor haciendo que sintamos la  profunda ruina de nuestros semejantes y la terrible condenación que  implicará esa ruina a menos que escapen de ella. Yo quisiera que  ustedes se prepararan hasta ser dominados por un horror del pecado  del pecador; ¡seguramente esa no es una tarea tan extraña si  recuerdan su estado previo y sus tendencias presentes! ¡Cuán  ardiente era aquel horno a través del cual pasó tu espíritu cuando la  mano de Dios se agravó sobre ti tanto de día como de noche!  Hermanos y hermanas míos en el Señor Jesús, quiero que ustedes  tengan una clara visión de la ira de Dios que amenaza a sus propios  hijos, a sus propios amigos, a sus compañeros de asiento en la  iglesia, a sus vecinos y a su parentela, a menos que sean salvados. Si  pudieran insertar en su corazón así como en su credo la sincera  convicción de que “los malos serán trasladados al Seol, todas las  gentes que se olvidan de Dios”; si pudieran recordar que aun  aquellos que oyen el Evangelio no tienen vía de escape si  permanecen en la impenitencia, y que si rechazan a Cristo no queda  nada para ellos sino “una horrenda expectación de juicio, y de hervor  de fuego”; si tu alma pudiera ser conducida a derretirse por el  abatimiento por causa de los ayes de los espíritus perdidos y por  causa de que tantos de tus semejantes se perderán en breve, que  estarán irrevocablemente perdidos como los otros lo están, más allá  de toda esperanza o de todo sueño de alivio, seguramente te  volverías pasmosamente denodado por las almas.

 

Oiríamos  oraciones de una naturaleza poderosa si los creyentes se  identificaran con los hombres en su ruina; entonces las lágrimas y  los gemidos no serían tan escasos; entonces sería algo muy ordinario  que el alma se derramara en gemidos inefables. Cuando sintamos  intensamente la necesidad del pecador prevaleceremos con Dios  merced a la sangre preciosa de Jesús. Si hubiera algunos aquí que  realmente sienten los terrores del mundo venidero y están atados  por esos terrores y son llevados a esperar y a luchar en el  propiciatorio hasta que las almas sean rescatadas de sus pecados,  tenemos la confianza de que en cuanto comencemos a orar saldrá el  mandamiento para bendecirnos.

 

Además, Daniel estaba listo para recibir la bendición porque sentía  profundamente su propia indignidad al respecto. Yo no creo que ni  aun el Salmo cincuenta y uno sea más penitencial que el capítulo en  el que está contenido nuestro texto. Yo les pedí que observaran,  mientras lo leíamos, cómo confiesa el profeta el pecado del pueblo y  lo designa por medio de tres, cuatro, cinco o más epítetos  descriptivos, todos expresivos de su profundo sentido de su negrura.  Lean el capítulo y noten cómo reconoce humildemente pecados de  comisión, pecados de omisión, y especialmente pecados contra las  advertencias de la palabra de Dios y las súplicas de los siervos de  Dios. El profeta es muy explícito. Desnuda su corazón delante del  Señor; arranca cada membrana de la corrupción de la gente; expone  la herida para la inspección del Gran Cirujano y le pide que le envíe  salud y alivio. Yo creo que Dios está a punto de bendecir  personalmente al hombre a quien le ha dado un profundo sentido de  pecado; y ciertamente aquella iglesia que esté dispuesta a hacer una  confesión de su propia pecaminosidad e indignidad está en vísperas  de una visitación de amor. Acudamos, entonces, a nuestro Dios –yo  oro pidiendo que el Espíritu Santo nos capacite para acudir a Él cada hombre y cada mujer haciendo una confesión por sí mismo  aparte. Se necesita la confesión individual. Yo tengo pecados que tal  vez ustedes no descubran en mí, pecados que no sería posible que  ustedes cometieran porque no están ubicados en mi esfera.

 

Ustedes,  también, tienen en sus familias, en sus negocios, en sus vidas  privadas y públicas, pecados con los que no estoy familiarizado.  Cada ser humano tiene un punto de pecado donde es separado de  sus congéneres; por tanto, cada individuo tiene que hacer su propia  confesión, aparte, con la máxima honestidad, con la más profunda  humillación; y cada uno tiene que agregar a sus reconocimientos la  humilde oración: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón;  pruébame y conoce mis pensamientos”. Mis queridos compañeros,  miembros de la iglesia, ¿está consciente cada uno de ustedes de su  propia iniquidad personal para con el Señor su Dios? Entonces no  permitan que transcurra este día sin que hubieren hecho una plena  confesión; y queridos hermanos, si hubiera aún en nosotros, como  iglesia, alguna transgresión inconfesada, yo espero que el Señor nos  conduzca a confesarla. Si hemos estado orgullosos de nuestros  números, si hemos sido exaltados por el éxito, si hubiese algunos  altercados entre nosotros, si algún cristiano aquí presente sintiera  algún resentimiento hacia otro miembro de la iglesia, que no pase  este día sin que se haya quitado ese mal. Yo estoy muy consciente de  que mucho pecado puede permanecer encubierto en una iglesia tan  grande. ¡Oh, que hubiese grandes propósitos del corazón!

 

Amados, ustedes ciertamente frustrarán nuestras esperanzas y  harán que nos perdamos de la bendición a menos que todo mal sea  quitado. Sea este un día de purificar la vieja levadura para que  podamos celebrar la fiesta, no con la levadura de malicia, sino en  santidad, como conviene a los discípulos de Jesús. Los ídolos tienen  que ser abolidos por completo y mientras no los hayamos quitado a  todos, no podemos esperar recibir una bendición del Señor nuestro  Dios. “Venid, adoremos y postrémonos; arrodillémonos delante de  Jehová nuestro Hacedor”. Bendigamos Su nombre por Su bondad  grande sobremanera para con nosotros como iglesia, y cantemos a  todas Sus misericordias que ha mostrado para nosotros estos trece  años. Confesemos nuestra indignidad, nuestra frialdad, nuestra  insensibilidad y letargo y descarríos del corazón y la rebelión de  muchos entre nosotros, y luego, habiendo confesado nuestras faltas,  podemos esperar que Dios nos visite cuando comenzamos a orar.  Cuando el cántaro esté vacío, la fuente del cielo lo llenará; cuando el  suelo esté seco y agrietado y comience a abrir su boca por la sed,  caerá la lluvia que enriquece a la tierra. Cuando sintamos un sentido  de necesidad, profundo y aplastante, entonces saldrá una refulgente  bendición procedente de la presencia del Altísimo. “Al principio de  tus ruegos fue dada la orden”.

 

Pero además, queridos amigos, no hemos agotado los puntos en que  Daniel merece nuestra imitación; notarán que Daniel tenía una  clara convicción del poder de Dios para ayudar a su pueblo en su  aflicción; su vital sentido del poder divino se basaba en lo que Dios  había hecho en la antigüedad. ¡Es interesante advertir en la historia  de los judíos cómo en cada oscura y tormentosa hora sus mentes  revertían a un punto en particular de su historia! Tal como los  griegos recordaban las Termópilas y Maratón en los días cuando  Grecia era la Grecia viviente, y sentían que sus ojos chispeaban y que  cada músculo se fortalecía ante el pensamiento del heroico día  cuando sus padres derrotaron a los persas y quebrantaron el yugo  del gran rey, así también, con emociones más nobles por ser más  celestiales, los israelitas pensaban siempre en el Mar Rojo y lo que el  Señor hizo a Egipto cuando dividió las aguas que permanecieron  erguidas como una pared para que Su pueblo atravesara por allí.  Daniel dice en la oración: “Ahora pues, Señor Dios nuestro, que  sacaste tu pueblo de la tierra de Egipto con mano poderosa, y te  hiciste renombre cual lo tienes hoy”. Se aferra a ese acto de la  antigua proeza y argumenta en efecto algo parecido a esto: “Oh Dios,  Tú puedes hacer lo mismo, y glorificar Tu nombre de nuevo, y enviar  liberación a Tu pueblo”.

 

Hermanos y hermanas míos en los lazos del Señor Jesús, ustedes y  yo podemos extraer consuelo en este momento del hecho de que este  Dios que dividió el Mar Rojo es nuestro Dios por los siglos de los  siglos, y es tan poderoso en esta hora como cuando echó en el mar al  caballo y al jinete. Adoramos al Dios que ama ahora a Sus elegidos  igual que lo hizo en la antigüedad. Escrito está: “Hizo salir a su  pueblo como ovejas”, y así nos conduce a nosotros. Él los condujo a  través del desierto y los llevó al reposo prometido y de igual manera  nos llevará a nuestro hogar eterno. ¡Oh Dios, Tú que saliste delante  de Tu pueblo, sal delante de nosotros de la misma manera! ¡Aunque  el vaivén de las dudas y de los temores sea delante de nosotros como  un mar, suprímelo, te suplicamos! ¡Aunque nuestras iniquidades  clamen detrás de nosotros, húndelas en el Mar Rojo de la sangre de  Jesús! ¡Aunque marchemos a través del yermo, danos el maná del  cielo y que la roca destile vivos torrentes! Aunque no merezcamos  ser visitados por Tu amor, ¿acaso no somos pueblo Tuyo y ovejas de  Tu prado? ¿No llevamos Tu nombre? ¿No nos compraste con Tu  sangre? ¡Llévanos a la tierra prometida! Danos la herencia de Tu  pueblo, y bendícenos con las bendiciones de Tus elegidos. Nosotros  también, si somos sensibles a las pasadas misericordias para con la  Iglesia de Dios, y para con nosotros mismos personalmente,  estaremos listos entonces para recibir una misericordia presente.

 

Pero, además, el punto más aparente acerca de la oración de Daniel  es su peculiar denuedo. Multiplicar expresiones tales como: “¡Oh  Señor! ¡Oh Señor! ¡Oh Señor!”, pudiera no ser siempre correcto.  Pudiera haber mucho pecado en tales repeticiones por ser  equivalentes a tomar el nombre de Dios en vano. Pero no sucede así  con Daniel. Sus repeticiones salen con fuerza desde las  profundidades de su alma: “¡Oh Señor, escucha! ¡Oh Señor,  perdona! ¡Oh Señor, oye y responde!” Estas son las ardientes  erupciones volcánicas de un alma que se quema, que está  terriblemente agitada. Es simplemente el alma del hombre que  necesita un escape. Jesús mismo, cuando oraba más  vehementemente, oraba tres veces usando las mismas palabras. La  variedad de expresión muestra algunas veces que la mente no está  completamente enfocada en el objetivo, sino que todavía es capaz de  considerar su modo de expresión; pero cuando el corazón queda  sumergido enteramente en el deseo no puede detenerse para pulir y  dar forma a sus palabras, sino que se apodera de las expresiones más  cercanas a su disposición y continúa sus súplicas con ellas. La mente  turbada no tiene ansiedad acerca de sus usos del lenguaje en tanto  que Dios los entienda. Daniel, con lo que los viejos teólogos habrían llamado múltiples reiteraciones, gime aquí a lo alto hasta ganar la  cima de sus deseos. ¿A qué asemejaré los ruegos del varón muy  amado? Me parece como si tronara y lanzara rayos a la puerta del  cielo. Estuvo allí delante de Dios y le dijo: “Oh Altísimo, Tú me has  traído a este Ulai(1) como llevaste a Jacob, y contigo pretendo  quedarme toda la noche y luchar hasta que raye el alba. No puedo  dejarte y no te dejaré si no me bendices”. Ninguna oración tiene una  probabilidad de hacer descender una respuesta inmediata si no es  una oración ferviente. “La oración eficaz del justo puede mucho”;  pero si no es ferviente no podemos esperar encontrar que sea eficaz  o prevalente. Tenemos que deshacernos de los trozos de hielo que  penden de nuestros labios. Tenemos que pedirle al Señor que derrita  las cavernas de hielo de nuestra alma y que haga que nuestros  corazones sean como un horno de fuego calentado siete veces más de  lo acostumbrado. Si nuestros corazones no arden en nuestro interior  haríamos bien en cuestionarnos si Jesús está con nosotros. Él ha  amenazado con vomitar de Su boca a los que no son ni fríos ni  calientes; ¿cómo podemos esperar Su favor si caemos en una  condición tan odiosa para Él? Nuestro Dios es un fuego consumidor  y no tendrá comunión con nosotros hasta que nuestras almas  crezcan para ser también como fuegos consumidores. A menos que  tengamos el calor del amor a Dios no podemos esperar que el amor  de Dios se manifieste en nosotros en su máximo grado. Ahora bien,  yo sé que algunos de ustedes son muy fríos. Le doy gracias a Dios  porque contamos con un gran número de cristianos denodados de  cálido corazón, vinculados con esta iglesia, cristianos de quienes  tendré el valor de decir aquí que nunca creí vivir para ver a unos  santos tan verdaderos y amables. He visto en esta iglesia una vital  piedad apostólica; diré como delante del trono de Dios que he visto  una piedad tan sincera y verdadera como la que hubieren  testimoniado jamás Pablo o Pedro. He visto en algunos que están  presentes aquí tal piadoso celo, tal santidad, tal devoción para los  negocios del Maestro, que Cristo mismo miraría con gozo y  satisfacción. Pero hay otros que son miembros de la iglesia que  nunca entran de corazón en nuestros proyectos de trabajo, ni se  unen todavía a nuestras solemnes asambleas de oración. ¿Qué diré  de ellos? Si fuera a hablar rigurosamente sólo dirían que los reprendí  con severidad y eso no me serviría pues deseo sus mejores intereses.  Sería mejor que les dijera: “Mis queridos hermanos y hermanas, si  en verdad están con nosotros, si tienen comunión con nosotros, y  verdaderamente nuestra comunión es con el Padre y con Su hijo  Jesucristo, les suplicamos que le pidan al Señor que los haga más  denodados de lo que haya sido jamás el más denodado de nosotros, y  si han ido rezagados, que los haga tomar la vanguardia. Si han sido tibios, ya sea en la generosidad de sus dádivas o en el fervor de sus  ruegos, pídanle al Señor que a partir de ahora redoblen su paso, y  que en el tiempo que les queda de vida hagan más que lo que  pudiera hacer otros que previamente no han sido tan lentos como  ustedes.  

 

Este es un resumen de las cosas que hemos hablado: si la iglesia  entera en este lugar fuera conducida a afirmar su rostro, a estar  consciente de la profunda necesidad de los pecadores, a confesar su  propio pecado, a tener presente la misericordia de Dios, y a estar  vehementemente, apasionadamente resuelta a perseverar pidiendo  una bendición, no veo por mi parte la más mínima razón por la que  al principio de los ruegos no deba salir el mandamiento.

 

“¡Oremos! El Señor está dispuesto,  

Esperando siempre para oír la oración;  

Listo, cumpliendo Sus misericordiosas palabras,  

Para ayudar y animar a los corazones fogosos”.

 

Hasta aquí llegamos con esa primera razón. Podemos esperar una  pronta respuesta a la oración cuando la condición del suplicante sea  como Dios quiere que sea.

 

En segundo lugar, yo creo que tenemos suficiente base para esperar  una bendición cuando consideramos la misericordia misma. Si  entiendo bien sus corazones y el mío propio, lo que buscamos como  iglesia es precisamente esto: queremos ver que nuestra propia  piedad personal sea vivificada y llevada a mayores profundidades, y  queremos ver que los pecadores sean salvados. Bien, ¿acaso no es  algo tan bueno en sí mismo que no podamos esperar que el dador de  toda buena dádiva y todo don perfecto nos otorgue eso? No  necesitamos pedirle al sol que brille; ¿acaso su función no es  precisamente hacerlo? Le pedimos a Dios que nos dé esta buena  dádiva: ¿acaso no es algo acorde con la naturaleza del Padre de las  luces concedernos tales misericordias? Buscamos lo que es para el  bien de Su iglesia, de la iglesia que compró con Su propia sangre.

 

Un hermano comentó en oración en una ocasión que ninguno de  nosotros dejaría que nuestro cónyuge pidiera repetidamente alguna  buena dádiva pero que se la negaríamos; si estuviera en nuestro  poder darle cualquier cosa bajo el cielo, sentiríamos que hacerlo  sería nuestro mayor deleite; ¿y acaso la novia, la esposa del Cordero,  habrá de descubrir que su esposo es menos amable de lo que somos  nosotros, pobres mortales malvados, con nuestras esposas? No. Si la iglesia de Cristo le implora algo a su propio Esposo, no puede recibir  una negativa. Tengan la seguridad de que su regio Esposo le dará  conforme a Su infinita plenitud.

 

Lo que pedimos es para la gloria de Dios. No estamos buscando una  bendición que nos glorifique o que exalte a algunos de nuestros  semejantes. No ansiamos la victoria para las armas de un guerrero;  no pedimos el éxito para las investigaciones de un filósofo; no  buscamos nada que pueda redundar en honra para algunas proezas  humanas o para la sabiduría humana; buscamos aquello que pondrá  coronas sobre la cabeza de nuestro bendito Dios, y buscamos eso con  el único y puro deseo de que Él sea glorificado. Por encima de todo  pedimos lo que es valorado por el corazón de Cristo. Él es el amigo  de los pecadores: vivió por los pecadores, murió por los pecadores,  resucitó por los pecadores, intercede por los pecadores y por los  pecadores reina en gloria; y si venimos a Dios y le decimos: “¡Por la  sangre y las heridas de Jesús, por las aflicciones de Getsemaní y por  los gemidos del Calvario, óyenos!”, ¿cómo es posible que nos  quedemos esperando? No, yo entiendo que si tal es la carga de la  oración, recibiremos respuesta al principio.

 

En tercer lugar, hay algo más que me anima, es decir, la naturaleza  de las relaciones que existen entre Dios y nosotros. ¿Acaso no son  estas unas palabras selectas: “Muy amado”? “Sí” –tal vez dirás- “es  fácil entender por qué Dios envía una respuesta tan rápida a Daniel,  pues él era un varón muy amado”. ¡Ah!, ¿acaso tu incredulidad te ha  hecho olvidar que tú también eres muy amado? Tú, mi querido  hermano, como un creyente en Jesucristo, no serías del todo  presuntuoso si te aplicaras a ti mismo el título de “Varón muy  amado”. Voy a hacerte unas cuantas preguntas que reivindicarán tu  título. ¿No debiste ser grandemente amado ya que fuiste comprado  con la sangre preciosa de Cristo como de un cordero sin mancha y  sin contaminación? Si Dios no perdonó a Su propio Hijo, sino que lo  entregó por ti, ¿no debiste ser grandemente amado? Déjame  preguntarte acerca de tu experiencia. Tú vivías en pecado y te  entregabas desenfrenadamente a los vicios. ¿No debiste ser  grandemente amado por Dios ya que tuvo paciencia contigo? Fuiste  llamado por la gracia y fuiste conducido a un Salvador y fuiste hecho  un hijo de Dios y convertido en un heredero del cielo. Vamos, eso  demuestra un amor muy grande y sobreabundante, ¿no es cierto?  Desde entonces ya sea que tu ruta fuera áspera con problemas o  llana con bondad, no tengo ninguna duda de que ha estado saturada  de evidencias de que eres un varón muy amado. Si el Señor te ha  disciplinado, no lo ha hecho airado; si te ha hecho pobre, has sido grandemente amado en tu pobreza. Cuando considero mi vida  pasada, sé que debo confesar mi indignidad y reconocer mi pecado  de manera sumamente sincera, y, con todo, me atrevo a sentir y a  decir que soy un varón muy amado por mi Dios, pues Él me ha dado  a gozar mercedes muy distinguidas aun cuando no he merecido ni  siquiera la más mínima de ellas, por lo que no puedo evitar decir: “Él  me corona de favores y misericordias”. Yo me glorío en la entrañable  misericordia de mi Dios con entera libertad porque estoy seguro de  que tú, amado hermano, eres también especialmente amado por el  cielo. Entre más indignos se sientan ustedes, más evidencia tienen  entonces de que nada sino un amor indecible pudo haber llevado al  Señor Jesús a salvar a unas almas tales como las suyas. Entre más  indignidad sienta el santo, mayor prueba tiene del grande amor de  Dios al haberlo elegido a él y haberlo llamado y haberlo hecho un  heredero de la bienaventuranza. Ahora, si hay tal amor entre Dios y  nosotros, pidamos con mucha osadía. No vayamos a Dios como si  fuésemos extraños, o como si Él estuviese renuente a dar. Nosotros  somos muy amados. “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino  que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él  todas las cosas?” Ven audazmente, hermano; ven audazmente,  hermana, pues a pesar de los susurros de Satanás y de las dudas de  su propio corazón, ustedes son muy amados; y Jesús dice: “Pidan lo  que quieran, y Yo se los concederé”. ¿Quién rehusaría pedir cuando  son sugeridos tales estímulos para nuestras mentes?

 

Pero ya es suficiente. Me temo que voy a cansarlos sobre este punto,  y necesitaría mucho tiempo para el segundo punto. Pero como el  tiempo se ha agotado, unos cuantos minutos bastarán. Oh tiempo de  raudas alas, de buena gana te detendría cuando traemos entre  manos un tema como éste.

 

  

II. Si hemos de ganar la bendición al principio, ¿DE QUÉ FORMA  PREFERIRÍAMOS TENERLA?

 

Si pudiera ver cumplidos los deseos de mi corazón, yo ansiaría una  bendición para cada uno de ustedes. Yo quisiera que la bendición  recayera sobre mí al principio para que pudiera predicar con mayor  poder y orar con más fervor, y que mi propia vida espiritual fuera de  un carácter más saludable y vigoroso. Desearía que la bendición  recayera sobre ustedes, mis queridos hermanos diáconos y ancianos,  pues en la administración de una iglesia como ésta ustedes necesitan  mayor gracia que la que les corresponde a los hombres ordinarios.  Oro pidiendo que ustedes sean constituidos en verdaderos ejemplos  para este rebaño, en verdaderos guías en este Israel nuestro. Yo deseo que el Espíritu Santo venga a todos ustedes que son obreros de  Cristo y que estén aquí esta tarde. Que el Señor los bendiga,  maestros de la escuela dominical. ¡Qué lloren hoy en sus clases!  ¡Oren por sus niños antes de que comiencen a hablar con ellos! ¡Que  mis queridos amigos que enseñan a nuestras concurridas clases de  hombres y mujeres tengan una rica bendición esta tarde! ¡Que pueda  verse en la clase de la señora Bartlett y en la clase del señor Hanks, y  en las otras clases, que el Señor esté en verdad con ustedes! Sería  una buena señal de bien si en este preciso día sintiéramos las  primeras ondas de un gran avivamiento. Yo deseo que venga el  poder del Señor sobre algunos miembros de Su pueblo que no hacen  nada, para que se sientan terriblemente miserables esta tarde, para  que sean tan infelices que no se puedan quedar en casa sino que sean  forzados a salir y hacer el bien. Ustedes que están trabajando, que  Dios les ayude a trabajar con alma y corazón, no haciéndolo  oficialmente como por rutina, sino haciéndolo con su propia vida,  como si la sangre de su corazón se calentara en la obra y el aliento de  su alma estuviera en cada palabra que hablaran. A ustedes que hacen  tan poco, oh que el Señor los constriña a enmendar sus caminos.  Sería una señal muy bendita de gracia si cada uno de nosotros  sintiera en este día lo siguiente: “Tal vez haya algo más que yo  pudiera hacer por Cristo; lo haré de inmediato. Tal vez haya algo que  yo pudiera darle a Cristo: algún departamento de la obra cristiana  recibirá una donación especial de parte mía. Tal vez tenga un talento  que no he usado nunca como una vieja espada que cuelga sin pulir, y  en este día de batalla cada arma debe ser usada y yo no he usado la  mía. Ahora, delante del Señor alzo mi mano al cielo y pido que si  tengo cualquier cosa, aunque sea el más mínimo talento, que no  haya usado, que Él me ayude a usarlo de inmediato”. Este es un  mundo tan oscuro que no debemos desperdiciar la más pequeña  linterna. La noche es tan oscura que incluso una luciérnaga no debe  rehusar proyectar su débil rayo. Cada uno de nosotros debe prestar  un servicio personal a Cristo. ¿No saben que todos los miembros del  pueblo de Dios son sacerdotes? Estos sacerdotes mentirosos de hoy  en día se ponen sus llamativos atavíos tal como los sacerdotes de  Baal, y pasan al frente diciendo: “Nosotros somos sacerdotes”. Serán  sacerdotes de Dagón, sacerdotes de Baal o sacerdotes del infierno,  pero no sacerdotes de Dios. Los sacerdotes de Dios son aquellos que  viven de entre los muertos por el poder del Espíritu Santo, y todo  varón y toda mujer aquí presentes que amen a Jesús son sacerdotes  para Dios. Oh hermanos, Dios quiere que todos ustedes actúen como  sacerdotes, y no que digan: “Tenemos un ministro, que sirva él a  Dios por nosotros”. Yo no tengo nada que ver con las  responsabilidades de ustedes. Sirvan ustedes mismos a Dios; lo mío es todo lo que puedo hacer para servirle; sólo por Su gracia soy  sustentado bajo mi propia carga; de hecho, mis propias  responsabilidades son tan pesadas que no puedo sostenerlas; pero  en cuanto a ser un sustituto para cualquiera de ustedes, no puedo ser  nada de ese tipo. Ustedes fueron comprados con sangre  personalmente; ustedes esperan entrar en el cielo personalmente;  personalmente, entonces, conságrense al Señor en este día, y si lo  hicieran, ¡oh, qué bendición sería! Que Dios envíe una nueva vida  vivificada a Su pueblo en cuanto comience a orar.

 

Le daba vueltas en mi mente a la idea de cuán temprana y dulce  bendición sería si el Señor nos diera hoy, en esta mañana, en esta  noche, en esta tarde, algunas conversiones. ¿Por quién rogaremos  especialmente? ¿Qué tipo de conversiones deseamos? Qué tal si el  Señor llamara por gracia a algunos de los hijos de los miembros de la  iglesia; ¡qué bendición sería! ¡Oh que fueran salvados nuestros hijos  y nuestras hijas! Oren por ellos, padres, oren por ellos; oren ahora, y  el Señor los oirá. O supongan que Él fuera a dar a algún querido  hermano aquí presente el alma de su esposa por quien ha estado  orando durante tanto tiempo; o que a algunas de ustedes, hermanas  mías, les dé a sus esposos que están todavía en hiel de amargura.  Consideraría como un favor especial si el Señor nos diera a nuestros  más queridos amigos. Yo albergo la esperanza de que en este mes  veamos que son salvados algunos en nuestros hogares, nuestros  sirvientes, nuestros hijos, y nuestros inconversos amigos y  conocidos. Pero no somos egoístas; debemos considerar una  bendición inapreciable si algunos de ustedes que han tenido un  asiento reservado durante años en esta iglesia fueran a ceder a la  gracia soberana. Temo por muchos de ustedes, porque han sentido  en alguna medida el poder del Evangelio, pero hay un pecado  favorito al que no pueden renunciar y ese pecado será su ruina  eterna. Recuerdo que M’Cheyne dice: “Cristo llama una última vez a  la puerta”. Ese es un pensamiento aflictivo. Él llama a la puerta, pero  hay algo así como una última vez, y algunos de ustedes recibirán la  última llamada a la puerta en breve; Él no llamará de nuevo nunca;  no tendrán ninguna otra advertencia ni otra invitación, sino que  dirá: “Dejadlo, dejadlo”. Tal vez te quedes muy despreocupado, pero  ¡ah!, si no despiertas aquí, te despertarás en el infierno; y si antes de  que pase mucho tiempo Dios no te alarma para conducirte al  arrepentimiento, te alarmarás cuando seas transportado a la eterna  desesperación. ¡Oh, que Dios nos dé sus almas en este día! No sería  una insignificante merced que el Señor nos diera a muchos de los  oyentes casuales que estarán aquí esta noche, o que están aquí esta  mañana. No puedo entender a qué se deba que estos pasillos estén siempre abarrotados, y por qué la noche del domingo las puertas  tengan que ser cerradas y miles de personas se queden fuera; por  qué los hombres se apresuran a entrar en esta casa tan ávidamente  como si vinieran a buscar oro o algún tesoro; parecen tan sinceros y  tan ávidos, y se empujan y se pisan unos a otros. Seguramente Dios  ha de bendecir a algunos de ellos. No sabemos nunca quiénes están  aquí, hombres provenientes de los últimos confines de la tierra, de  todas las naciones, razas y lenguas; muchedumbres que nunca  oyeron el Evangelio en absoluto.

Estoy muy agradecido al pensar en  ellos, porque cuando oyen el Evangelio, si no lo oyeron nunca antes,  son, tal vez, más probables de ser bendecidos que aquellos que se  han endurecido bajo su predicación. ¡Oh, que hubiera un fuerte  clamor! ¡Un clamor prevaleciente! ¡Un clamor que conmoviera al  cielo! ¡Un clamor que hiciera que las puertas del cielo se abrieran!  Un clamor que el brazo de Dios no pudiera resistir; el clamor de  todos los santos aquí presentes, entretejido en amor, emitido con  santa vehemencia, usando el gran argumento del sacrificio  expiatorio, y haciendo de esto el peso de su clamor: “Oh Jehová,  aviva tu obra en medio de los tiempos… En la ira acuérdate de la  misericordia”. Que la benéfica visitación comience en este lugar si  así le agradara a Dios, si bien estaríamos igualmente contentos si  comenzara en cualquier otra parte. Que Él lance la piedra en la  piscina estancada de Su iglesia, y puedo ver el primer círculo  extendiéndose alrededor de estos balcones y a muchos de ustedes  salvados; puedo ver el siguiente círculo ampliándose a las iglesias  vecinas; puedo verlo dispersarse sobre Londres y puedo ver que el  anfiteatro se amplía y se apodera de todo este Reino Unido; puedo  verlo cruzar el Atlántico para propagar el reino de Dios alrededor del  mundo, y puedo ver que vienen días de refrigerio procedentes de la  presencia del Señor. Ahora digamos delante de Su presencia que si  no le place oírnos al principio de los ruegos, es nuestro deseo esperar  en Él hasta que lo haga. Oh Tú, amado nuestro, si no apunta el día y  no huyen las sombras, si has de permanecer oculto detrás de los  montes de la separación, a pesar de ello nosotros esperamos más  que los vigilantes a la mañana, y anhelamos y velamos como espera  el sereno la salida del sol. ¡Pero no te demores, oh Dios nuestro!  Apresúrate, Amado nuestro; “sé semejante al corzo, o como el  cervatillo sobre los montes de Beter(2)”, por causa de Tu nombre.  Amén.

 

  

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Daniel 9: 1-23.

 

 

 

Nota:

1) Ulai: Era el nombre hebreo de un río cerca de la ciudad de Susa. Era conocido como Eulaus para los griegos. Se menciona dos veces en la Biblia: Daniel 8: 2 - "En mi visión me vi en la ciudadela de Susa en la provincia de Elam; en la visión estaba al lado del Canal de Ulai".

 

2) Beter: Aldea al SO de Jerusalén mencionada en el Cantar de los Cantares 2. 17: "Hasta que apunte el día, y huyan las sombras, Vuélvete, amado mío; sé semejante al corzo, o como el cervatillo Sobre los montes de Beter".

 

 

 

 

 

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