Las Inescrutables Riquezas de Cristo
Sermón predicado la mañana del domingo 14 de abril, 1867
Por Charles Haddon Spúrgeon
En Agricultural Hall, Islington, Londres
“A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo”. Efesios 3: 8
El apóstol Pablo consideraba que era un gran privilegio que se le permitiera predicar el Evangelio. Él no pensaba que su llamamiento fuera un trabajo monótono y fatigoso, o una esclavitud, sino que se entregaba a la tarea con intenso deleite. Todos los siervos enviados por Dios han experimentado mucho deleite en la proclamación del Evangelio de Jesús, y es natural que así sea, pues el mensaje que han llevado es de misericordia y de amor. Si un heraldo fuera enviado a una ciudad sitiada con las noticias de que no se negociaría ningún término de capitulación, antes bien, que cada rebelde, sin excepción, debía morir, me parece que iría con pasos vacilantes, deteniéndose en el camino para desahogar su corazón con sollozos y gemidos. Pero, si en lugar de eso, fuera comisionado para presentarse a las puertas de aquella ciudad con una bandera blanca para proclamar un perdón gratuito, un acto general de amnistía y de olvido, seguramente correría como si tuviera alas en sus tobillos, con una gozosa prontitud, para transmitirles a sus conciudadanos la buena disposición de su misericordioso rey.
¡Heraldos de la salvación, ustedes son portadores del más gozoso de todos los mensajes para los hijos de los hombres! Cuando los ángeles fueron comisionados, por una sola ocasión, para que se convirtieran en predicadores del Evangelio, y no fue sino por una sola ocasión, hicieron que la bóveda celeste resonara a la medianoche con sus cánticos corales: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” Ellos no musitaron gimiendo una doliente endecha como las de quienes proclaman la muerte, sino que las buenas nuevas de gran gozo fueron acompañadas de música y anunciadas con gran júbilo y cánticos celestiales. “Paz en la tierra; gloria a Dios en las alturas”, es la nota gozosa del Evangelio, y con ese tono debería ser proclamado siempre.
Encontramos que los más eminentes siervos de Dios ensalzaban frecuentemente su oficio como predicadores del Evangelio. Whitefield solía llamar a su púlpito: ‘su trono’, y cuando estaba sobre algún promontorio para predicar a las miles de personas que se congregaban al aire libre, era más feliz que si hubiese asumido la púrpura imperial, pues gobernaba los corazones de los hombres más gloriosamente que un rey. Cuando el doctor Carey se encontraba laborando en la India, y su hijo Félix decidió aceptar el oficio de embajador ante el rey de Birmania, Carey dijo: “El nombramiento de embajador hizo babear a Félix y terminó aceptándolo”, como si considerara que el más elevado oficio terrenal fuera una completa degradación si a cambio de ello el ministro del Evangelio abandonara su excelsa vocación. Pablo bendice a Dios porque le fue dada esta grande gracia: predicar en medio de los gentiles las inescrutables riquezas de Cristo. El apóstol consideraba que esa tarea no era un trabajo pesado, sino una gracia.
Jóvenes cuyas almas están llenas de amor por Jesús, aspiren a este oficio. Inflamados por un sagrado entusiasmo, procuren los dones mejores, y por amor a Jesús, en la medida de su capacidad, esfuércense para contarles a sus semejantes la historia de la cruz. Hombres de celo y habilidad, si ustedes aman a Jesús, hagan del ministerio su objetivo; entrenen sus mentes para ello; ejerciten sus almas para ese fin, y que Dios el Espíritu Santo los llame al ministerio, para que ustedes también prediquen la Palabra de reconciliación a los miles de moribundos. Los obreros son pocos todavía; que el Señor de la mies los envíe a ustedes a Su obra.
Pero mientras Pablo agradecía de esta manera por su oficio, su éxito en el ejercicio del mismo lo humillaba grandemente. Entre más llena esté una vasija, más profundamente se hundirá en el agua. Una plenitud de gracia es una cura para el orgullo. Quienes están vacíos, y especialmente quienes tienen poco o nada que hacer, pueden entregarse a un acariciado engreimiento por sus habilidades, porque no han sido probadas; pero quienes son llamados a la rigurosa obra de ministrar en medio de los hijos de los hombres, lamentarán con frecuencia su debilidad, y sintiendo esa debilidad e indignidad, acudirán delante de Dios y confesarán que son menos que el más pequeño de todos los santos. Prescribo a cualquiera de ustedes que esté buscando humildad, que intente el trabajo duro; si quieres conocer tu nada, intenta hacer algo grande a favor de Jesús. Si quieres sentir cuán completamente impotente eres aparte del Dios viviente, intenta especialmente la gran obra de proclamar las inescrutables riquezas de Cristo. Regresarás agradecido de la proclamación porque te fue permitido intentarla, pero vendrás dando voces: “¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Y sobre quién se ha manifestado el brazo de Jehová?”, y tú sabrás, como nunca lo supiste antes, cuán débil e indigno eres.
Aunque nuestro apóstol conocía y confesaba esa debilidad, hay algo que nunca lo turbó: nunca experimentó perplejidad en lo tocante al tema de su ministerio. En ninguno de sus escritos encuentro al apóstol haciéndose la pregunta: “¿qué voy a predicar?” No, hermanos míos, él había sido instruido en el colegio de Cristo, y había aprendido concienzudamente su único tema, de tal manera que, prefiriéndolo sobre todos los demás, decía con una decisión solemne: “Me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado”. Desde su primer sermón hasta el último, cuando colocó su cuello sobre el tajo del verdugo para sellar su testimonio con su sangre, Pablo predicó a Cristo, y solamente a Cristo. Él enarboló la cruz, y ensalzó al Hijo de Dios que se desangró allí. Su único y exclusivo llamamiento aquí abajo fue clamar: “¡He aquí el Cordero! He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.
Hago una pausa para solicitar, una vez más, por cuenta propia, las oraciones del pueblo de Dios pidiendo que el Espíritu Santo sea mi ayudador en esta mañana. ¡Oh, no denieguen mi sincera petición! Solicito la atención de todos ustedes para este grandioso tema importantísimo, que monopolizó todos los poderes y los sentimientos de alguien como Pablo, y les voy a rogar que noten, primero, que se menciona a una gloriosa persona: el Señor Jesucristo; en segundo lugar, que se habla de inescrutables riquezas; y, en tercer lugar, lo cual constituirá nuestra conclusión práctica: que está implicada una regia intención, la intención que Jesús tenía en Su corazón cuando mandó a Sus siervos que predicaran Sus inescrutables riquezas.
I. Primero, entonces, pedimos que el Espíritu de Dios nos fortalezca en nuestra debilidad mientras tratamos de hablar acerca de ESTA GLORIOSA PERSONA, el Señor Jesucristo.
El Señor Jesucristo fue la primera promesa que Dios hizo a los hijos de los hombres después de la caída. Cuando nuestros primeros padres fueron desterrados del huerto, todo estaba oscuro delante de ellos. No había ni una sola estrella que dorara la sombría medianoche de sus almas culpables y desesperanzadas hasta que su Dios se les apareció, y les dijo en misericordia: “La simiente de la mujer herirá la cabeza de la serpiente”. Esa fue la primera estrella que Dios puso en el cielo de la esperanza del hombre. Los años se sucedieron a los años, y los fieles miraban a esa estrella en lo alto y eran consolados; esa única promesa sustentó el alma de muchos fieles, de tal manera que murieron en la esperanza no habiendo recibido la promesa, pero habiéndola visto de lejos y habiéndose regocijado en sus rayos. Transcurrieron siglos enteros, pero la simiente de la mujer no venía. El Mesías, el grandioso heridor de la cabeza de la serpiente, no aparecía. ¿Por qué se demoraba? El mundo estaba corrompido por el pecado y estaba lleno de dolor. ¿Dónde estaba el Siloh que debía traer la paz? Las tumbas eran cavadas por millones y el infierno estaba lleno de espíritus perdidos, pero, ¿dónde estaba el Ser prometido, grande para salvar? Él esperaba hasta que viniera el cumplimiento del tiempo; no lo había olvidado, pues tenía la voluntad de Dios en lo más íntimo de Sus entrañas; Su deseo de salvar almas consumía Su corazón; sólo esperaba que la palabra fuera dada. Y cuando fue dada, ¡he aquí!, vino con deleite para hacer la voluntad del Padre. ¿Le buscas? He aquí, Emanuel ha nacido en el pesebre de Belén; Dios está con nosotros. Ante tus ojos está Aquel que fue tanto el Hijo de María como el Hijo del Bendito, un infante y, sin embargo, infinito, de un palmo de longitud y, sin embargo, llenando toda la eternidad, envuelto en pañales y, sin embargo, demasiado grande para ser contenido por el espacio. Vivió en la tierra treinta y pico de años; la última parte de su vida la pasó en un ministerio lleno de sufrimiento para Él, pero cargado de bien para otros. “(Y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad”. ¡Jamás hombre alguno habló como ese hombre! Era un hombre que ardía de amor; un hombre sin imperfecciones humanas, pero con todas las simpatías humanas; un hombre sin los pecados de la condición de hombre, pero cargando con algo más que las aflicciones de la condición humana. Nunca hubo un hombre como Él, tan grandioso y tan glorioso en Su vida y, sin embargo, Él es el modelo y el tipo de la condición humana. Alcanzó Su mayor grandeza cuando se humilló hasta lo más bajo. Fue prendido por sus enemigos una noche cuando luchaba en oración, habiendo sido traicionado por el hombre que había comido pan con Él; fue arrastrado de un tribunal a otro a lo largo de aquella larga y aflictiva noche, y fue acusado injustamente de blasfemia y sedición. Lo azotaron y aunque ninguna de Sus obras merecía un castigo, los aradores grabaron profundos surcos sobre Sus espaldas. Se burlaron de Él y aunque Él merecía el homenaje de todos los seres inteligentes, con todo, le escupieron en el rostro, y le asestaron golpes con sus puños protegidos con metales, y le decían: “Profetízanos… quién es el que te golpeó”. Fue envilecido más que un esclavo; incluso los individuos abyectos abrieron sus bocas para reírse de Él, y los esclavos se mofaban de Él. Para concluir la escena, lo llevaron a lo largo de las calles de Jerusalén por las que había llorado; lo acosaron a lo largo de la Vía Dolorosa y luego, a través de la puerta, hasta el monte donde cumpliría la condena. Me parece verle con los ojos muy rojos de llanto, al momento de voltear a mirar a las matronas de Salem, y alzar la voz diciendo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos”. ¿Pueden verlo cargando esa pesada cruz, a punto de desmayarse bajo su peso? ¿Pueden tolerar verle, cuando, habiendo alcanzado el montículo fuera de la ciudad, lo empujaron para que cayera de espaldas, y hundieron el cruel hierro en Sus manos y pies? ¿Pueden soportar ver el espectáculo de sangre y angustia al momento que lo izaban entre cielo y tierra, convertido en un sacrificio por el pecado de Su pueblo? Mis palabras serán escasas, pues la visión es demasiado triste para ser descrita por medio del lenguaje. Él sangra, tiene sed, gime, da voces y al final muere una muerte cuyos desconocidos dolores son inimaginables, y si fueran conocidos, estarían más allá del poder de expresión de una lengua humana.
Ahora, Pablo se deleitaba en predicar la historia de la crucifixión –Cristo crucificado era su tema- esa vieja, vieja historia, que ustedes han oído desde su niñez, la historia del Hijo de Dios que nos amó y se entregó por nosotros. Todos ustedes saben que nuestro Señor, después de que fue bajado de la cruz y colocado en el sepulcro, permaneció allí sólo unas cuantas horas cortas, y luego, al tercer día resucitó de los muertos, siendo el mismo y a la vez no siendo el mismo, un hombre que ya no era más despreciado y desechado. Tuvo comunión con Sus siervos de una manera familiar pero gloriosa durante cuarenta días, y animó y consoló sus corazones, y luego, desde la cima del Olivar y a la vista del grupo, ascendió al trono de Su Padre. Síganlo con sus corazones, si no pueden hacerlo con sus ojos. Contémplenlo al ser recibido por los ángeles:
“Traen Su carruaje desde lo alto,
Para llevarlo hasta Su trono;
Baten sus triunfantes manos, y claman:
‘La gloriosa obra ha sido consumada’”.
Allá se sienta –la fe lo ve en este preciso día- a la diestra de Dios Padre, y allí intercede con autoridad por Su pueblo; gobierna el cielo, la tierra y el infierno, pues las llaves de esos lugares cuelgan de Su cinturón; y espera hasta descender, sobre la nube voladora, para juzgar a los vivos y a los muertos y para distribuir la venganza o la recompensa. Pablo hablaba de esta gloriosa persona con deleite. El apóstol predicaba las doctrinas del Evangelio, pero no las predicaba aparte de la persona de Cristo. ¿Acaso muchos predicadores no cometen un grave error al predicar doctrinas en vez de predicar al Salvador? Ciertamente las doctrinas han de ser predicadas, pero deben ser consideradas como los ropajes y las vestimentas del hombre Cristo Jesús, y no como si estuvieran completas en sí mismas. Yo amo la justificación por la fe y espero no dudar nunca acerca de esa grandiosa verdad, pero la mejor manera de expresarla me parece que es por medio de la eficacia limpiadora de la sangre preciosa. Yo me deleito en la santificación por el Espíritu, pero ser conformado a la imagen de Jesús es todavía una manera más dulce y más contundente de verla. Las doctrinas del Evangelio son un trono de oro sobre el que se sienta Jesús como rey, y no una dura piedra fría rodada a la puerta del sepulcro en el que Cristo permanece oculto.
Hermanos, yo creo que ésta es la marca del verdadero ministro de Dios: que él predica a Cristo como su único tema deleitable. En un antiguo relato se nos informa que a la puerta de un cierto salón noble, colgaba un cuerno, y nadie podía hacer sonar ese cuerno sino el verdadero heredero del castillo y de sus vastos dominios. Muchos lo intentaron. Podían producir una dulce música con otros instrumentos; podían despertar los ecos con otras cornetas, pero aquel cuerno estaba mudo, sin importar cómo lo soplaran. Apareció al final el verdadero heredero, y cuando puso sus labios en la boquilla del cuerno, agudo fue el sonido e indisputable el reclamo de su derecho.
Quien puede predicar a Cristo es un ministro verdadero. Si predica cualquier otra cosa en el mundo, no ha corroborado su llamamiento, pero si predica a Jesús y la resurrección, entonces está en la sucesión apostólica. Si Cristo crucificado es el gran deleite de su alma, si es la propia médula de su enseñanza y la grosura de su ministerio, ha comprobado su llamamiento como un embajador de Cristo.
Hermanos, el ministro cristiano debería ser como esas flores doradas de la primavera que nos alegra tanto ver. ¿Las han observado cuando el sol está brillante? ¡Cómo abren sus cálices de oro y cada una le susurra al gran sol: “Lléname con tus rayos!”, pero cuando el sol se oculta detrás de una nube, ¿dónde están ellas? Cierran sus cálices e inclinan sus cabezas. Así debería sentir el cristiano las dulces influencias de Jesús; así debería estar sometido el ministro cristiano a su Señor. Jesús debe ser su sol, y el ministro debe ser la flor que se entrega al Sol de Justicia. Felices seríamos si nuestros corazones y nuestros labios pudieran convertirse en el arpa de Anacreonte que estaba casada con un solo tema y no tocaba ningún otro. Anacreonte quería cantar acerca de los hijos de Atreo y las poderosas hazañas de Hércules, pero su arpa sólo resonaba amor; y cuando hubiera querido cantar acerca de Cadmo, su arpa rehusaba hacerlo, pues sólo cantaría acerca del amor.
¡Oh!, hablar de Cristo únicamente, estar atado y ligado eternamente a este único tema, hablar únicamente de Jesús y del amor asombroso del glorioso Hijo de Dios, que “por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico”. Éste es el tema que da a la vez “Semilla al que siembra, y pan al que come”. Éste es el carbón encendido para el labio del predicador, y la llave maestra para el corazón del oyente. Ésta es la tonada para los trovadores de la tierra y el cántico para los arpistas del cielo. Señor, enséñanos esto más y más, y nosotros se lo diremos a otros.
Antes de dejar este tema, me siento obligado a hacer uno o dos comentarios adicionales. Ustedes percibirán que el apóstol Pablo predicaba las inescrutables riquezas de Cristo, no la dignidad de la condición humana o la grandeza de la naturaleza humana. Pablo no predicaba al hombre, sino al Redentor del hombre. Hagamos nosotros lo mismo. Además, él no predicaba ni al clero ni a la iglesia, sino únicamente a Cristo. Algunos de los caballeros que reclaman pertenecer a la sucesión apostólica, no tendrían el descaro de reclamar que son sucesores de Pablo. Yo creo que nuestros modernos sacerdotes están en la sucesión apostólica, pues nunca he dudado de que sean los sucesores lineales de Judas Iscariote, quien traicionó a su Señor; pero ninguno de los demás apóstoles los soportaría ni siquiera por una hora. Miren ustedes, si Pablo hubiera sido su líder, ¿acaso no habría predicado sobre las inescrutables riquezas de la superchería sacerdotal, como lo hacen ellos? ¿Acaso no predican acerca de su propio poder sacerdotal? ¿Hizo eso Pablo? ¿No son los únicos grandes temas de ellos las inescrutables riquezas del bautismo, las inescrutables riquezas de la Eucaristía, el pan consagrado y el vino consagrado, las inescrutables riquezas de su confesión y absolución, las inescrutables riquezas de sus albas, de sus dalmáticas y de sus casullas, y no sé qué otros andrajos de la ramera de Babilonia? ¡Un excelente día es éste en que tenemos que regresar a las supersticiones de la ‘edad de las tinieblas’ –tan oscuras tinieblas que nuestros antepasados no pudieron soportarlas- y por la inescrutable astucia de los sacerdotes debemos renunciar a las inescrutables riquezas de Cristo! Se nos dice que la Reforma fue un error; pero nosotros les decimos a estos falsos sacerdotes en su cara que mienten, y que no conocen la verdad.
Amados, Pablo no le daba ninguna importancia a la superchería clerical, y este Libro tampoco contiene ni una sola palabra en favor de la superchería clerical. Tanto Pablo como este Libro declaran que todos los creyentes en Jesús son sacerdotes y constituyen el único clero de Dios. Pablo nunca pegó carteles sobre las paredes de Jerusalén, con cruces negras en ellos, advirtiendo a los hombres que no serían capaces de conocer a Cristo en el Día del Juicio si no guardaban el Viernes Santo. Pero yo les diré lo que hizo Pablo: escribió a los gálatas: “Guardáis los días, los meses, los tiempos y los años. Me temo de vosotros, que haya trabajado en vano con vosotros”. El apóstol aborrecía por completo toda esta abominación del ritualismo que bajo su primera forma de judaísmo sacudía a su alma entera con indignación; hacía que sus mejillas se encendieran; nunca era más poderoso en denunciar algo que cuando asestaba duros golpes al ceremonialismo; Pablo decía: “Ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe que obra por el amor”. Pablo no predicaba a ningún sacerdote, ya fuera que viviera en Roma o en Canterbury; él no exaltaba a ninguna clase de hombres que arrogantemente pretendieran tener el poder para salvar. Él no hubiera tenido ninguna paciencia con un conjunto de ilusos ataviados espléndidamente como Guys (1), y vestidos como si tuvieran el propósito de divertir a los niños de una guardería infantil. Pablo nunca enseñó la adoración de esos becerros, antes bien, su tema era únicamente Jesús y las inescrutables riquezas de Su gracia.
Por otra parte, observen que Pablo no predicaba las inescrutables riquezas de la filosofía, como hacen algunos. “Sí” –dirá alguien- “debemos agradar a esta edad pensante, a estos señores que reflexionan; tenemos que educar a unas personas que rechazarían cualquier testimonio porque no quieren ser crédulos, que no creerían nada sino aquello que pueden entender, porque, ¡increíblemente, su entendimiento es tan asombrosamente claro, tan perfecto, que sólo le falta ser divino!
No sucedía así con el apóstol. Él les habría dicho a esos caballeros filósofos: “No se acerquen; no tengo absolutamente nada que me empariente con ustedes; yo predico las inescrutables riquezas de Cristo y no las incertidumbres de la especulación filosófica; yo le doy a la gente algo para creer, algo tangible a lo que aferrarse, algo que no es supersticioso, es verdad, pero que es acreditado divinamente; algo que no es urdido por la sabiduría del hombre, sino revelado por la sabiduría de Dios”.
Mis queridos amigos, debemos regresar al Evangelio de Pablo y pedimos que Dios lleve de regreso a ese Evangelio, de manera cada vez más clara, a todos Sus siervos que ministran, para que no prediquemos ninguna otra cosa excepto aquello que se reúne en torno a la cruz, que resplandece y brilla intensamente como un halo de luz sobre la cabeza del Crucificado, para que no enarbolemos nada sino a Jesús, y digamos: “Lejos esté de nosotros gloriarnos, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”.
II. En segundo lugar, Pablo predicaba LAS INESCRUTABLES RIQUEZAS DE CRISTO. Pablo no les presentaba a unos cuantos un Cristo escatimado, a un Cristo con un corazón estrecho que fuera cabeza de una camarilla exclusiva, a un Redentor débil que podía perdonar a esos leves ofensores que escasamente necesitaban el perdón, sino que predicaba a un grandioso Salvador para las grandes masas, un grandioso Salvador para grandes pecadores; Pablo predicaba al Vencedor con vestidos rojos, que marcha en la grandeza de Su poder, cuyo nombre es “grande para salvar”.
Indaguemos en qué sentido podemos atribuir a nuestro Señor Jesús la posesión de inescrutables riquezas. Nuestra respuesta es, primero, que Él tiene inescrutables riquezas de amor hacia los pecadores tal como son. Jesús amó de tal manera a las almas de los hombres, que sólo podemos usar el ‘de tal manera’ pero no podemos encontrar la palabra que corresponda a eso. En la revolución francesa, un joven había sido condenado a la guillotina y se encontraba encerrado en una de las prisiones. Ese joven era muy amado por muchos, pero había uno que lo amaba más que la totalidad de todas las demás personas. ¿Cómo podemos saber eso? Era su propio padre; y el amor que sentía por su hijo fue demostrado de esta manera: cuando se pasó lista, el padre, cuyo nombre era exactamente el mismo que el de su hijo, respondió al nombre, y fue transportado en la sombría carreta al lugar de la ejecución, y su cabeza rodó bajo el hacha en lugar de la de su hijo, como una víctima del amor poderoso.
Vean allí una imagen del amor de Cristo por los pecadores, pues Jesús así murió por los impíos, visto como uno de ellos. Si no hubieran sido impíos, ni ellos ni Él habrían tenido que morir; si ellos no hubieran pecado, no habría habido necesidad de un sufriente Salvador, mas Jesús demostró Su ilimitado amor en “que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”. Tu nombre estaba en la lista de los condenados, compañero pecador, pero, si tú crees en Jesús, descubrirás que tu nombre ya no está más allí, pues el nombre de Cristo es sobrepuesto en tu lugar, y sabrás que Él sufrió por ti, el justo por los injustos, para llevarte a Dios.
¿No es éste el mayor portento del amor divino: que sea derramado sobre nosotros como pecadores? Yo puedo entender que Dios ame a pecadores reformados y a pecadores arrepentidos, pero he aquí la gloria de ello: “Dios muestra su amor para con nosotros, que siendo aún pecadores (aún pecadores), Cristo murió por nosotros”. Oh, mis oyentes, desde lo más íntimo de mi corazón elevo un ruego para que esta ilimitada riqueza de amor de parte de Jesús hacia quienes eran rebeldes y enemigos, gane sus corazones para que amen a cambio al Amante celestial.
Luego, Jesús tiene riquezas de perdón para quienes se arrepienten de sus pecados. Mi Señor Jesús, por Su muerte, se ha vuelto inmensamente rico en poder de perdón, tan rico, en verdad, que ninguna culpabilidad tendría la posibilidad de trascender la eficacia de Su sangre preciosa. Hay un pecado que Él nunca va a perdonar –solamente hay uno- y yo estoy convencido de que tú no has cometido ese pecado contra el Espíritu Santo si tuvieras algún sentimiento de arrepentimiento o algún deseo hacia Dios, pues el pecado que es para muerte acarrea con él muerte para la conciencia, de tal manera que, una vez cometido, el hombre deja de sentir. Pecador, si tú deseas el perdón, no hay razón por la cual no debas recibirlo y tenerlo ahora. La sangre de Cristo puede limpiar la blasfemia, el adulterio, la fornicación, la mentira, la calumnia, el perjurio, el robo y el asesinato. Aunque tú has escarbado en las propias cavernas del infierno y te has ennegrecido hasta adquirir el color de un demonio, con todo, si vienes a Cristo y pides misericordia, Él te absolverá de todo pecado. Sólo debes bañarte en el baño que Él ha llenado con sangre y “si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana”.
No me malentiendan pues sólo quiero decir esto: que el Evangelio de Jesucristo no está dirigido exclusivamente a ustedes, personas respetables, que parecieran ser siempre tan religiosas, sino a ustedes, que no tienen religión, y a ustedes, que ni siquiera son morales, o sobrios u honestos. Yo les digo que el Evangelio de Cristo está dirigido a la escoria de la población; está dirigido a los más viles de los viles, a los peores de los peores. No hay ningún escondrijo en Londres donde el Salvador no pueda obrar; no hay ninguna guarida abominable de pecado que sea demasiado inmunda para que Él no la pueda limpiar. Los paganos imaginaron fábulas acerca de su Hércules diciendo que limpió los establos de Augías desviando un río y haciéndolo correr a través de los establos, y así lavó una inmundicia que se había acumulado durante mucho tiempo. Si tu corazón fuera un establo como ése, Cristo es más grande que el muy poderoso Hércules; Él puede hacer que el río de Su sangre limpiadora fluya precisamente a través de tu corazón y entonces, aunque tus iniquidades constituyan un cúmulo de abominaciones, serán quitadas para siempre. En el Señor Jesús hay almacenadas riquezas de amor para los pecadores, y riquezas de perdón para los pecadores arrepentidos.
Además, Cristo tiene riquezas de consuelo para todos los que lloran. ¿Tengo la dicha de tener ante mí algunas personas que lloran delante del Señor? Bienaventurados son ustedes, pues serán saciados. ¿Cuál es la causa de su llanto? ¿Es acaso su pecado? Cristo tiene un pañuelo que puede enjugar esas lágrimas. Él puede deshacer sus pecados como una nube, y como niebla sus iniquidades. Si vienen a Él, su dolor más profundo desaparecerá bajo la influencia de Su amor compasivo. ¿Estás afligido porque has perdido un amigo? Él será un amigo para ti. ¿Has sido engañado y traicionado? Mi Señor puede satisfacer esa hambre insaciable de amistad y simpatía de tu naturaleza. Confía en Él, y nunca te desamparará. ¡Oh!, yo no puedo decirte cuán rico es Él en consuelo, pero el Espíritu Santo puede decírtelo. Si tienes a Jesús, como solía decir Bernardo, encontrarás que Él es “miel para la boca, música para el oído, y el cielo para el corazón”. Gana a Cristo, y no necesitarás nada fuera de Él; aférrate a Él, y dirás con el apóstol: “He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación”, -pues Él ha dicho- “No te desampararé, ni te dejaré”.
Las inescrutables riquezas de mi Señor son también de otro tipo. ¿Tienes sed de conocimiento? Jesús tiene riquezas de sabiduría. El deseo de saber ha enviado a los hombres a deambular por todo el mundo, pero aquel que encuentra a Jesús puede quedarse en casa y ser sabio. Si te sientas a Sus pies, sabrás lo que Platón no podría enseñarte, y lo que Sócrates nunca aprendió. Cuando los antiguos escolásticos no podían responder y defender una proposición, solían decir: “Acudiré a Aristóteles; él me ayudará”. Si aprendieras de Cristo, Él te ayudaría a salir de todas tus dificultades y Cristo te enseñaría lo que es más útil para tu alma: el conocimiento que te durará para toda la eternidad. No pienses que el Evangelio de Cristo, por ser sencillo, es un mero juego de niños. ¡Oh, no!, contiene aquello que el intelecto de un ángel que no hubiere sido iluminado por el Espíritu Santo se vería imposibilitado de dominar; los más excelsos rangos de los serafines lo contemplan todavía sumidos en asombro. Vengan a mi Señor, y serán hechos sabios para salvación.
No permitan que los agote con un mensaje tan grandioso. Tal vez lo declare torpemente, pero el contenido del mensaje es digno de sus oídos y digno de sus corazones. Mi Señor tiene riquezas de felicidad para otorgarlas a ustedes. Después de todo, Él es el hombre rico que lleva un ‘pensamiento’ en el ojal. El hombre que puede decir: “tengo lo suficiente”, es más rico que el ‘par’ del reino que está descontento. Créeme, mi Señor puede hacerte descansar en lugares de delicados pastos, y puede conducirte junto a aguas de reposo. No hay música como la música de Su gaita, cuando Él es el Pastor y tú eres la oveja, y reposas junto a Sus pies. No hay amor como el suyo, ni tierra o cielo que se le comparen. Con sólo que supieras eso, lo valorarías más allá de todos los gozos de los mortales, y dirías con nuestro poeta:
“Quienes te encuentran a Ti encuentran una dulzura
Profunda, misteriosa y desconocida;
Muy por encima de todos los placeres mundanos,
Si pudieran reunirse en uno;
Amado mío,
Apresúrate sobre los montes”.
Hablo por experiencia propia. Yo he tenido más gozo en una comunión con Cristo de media hora, del que he encontrado en meses de otros consuelos. He tenido muchas cosas que pudieran haberme hecho feliz, diversos éxitos y sonrisas de la providencia que han animado y consolado mi corazón; pero todos ellas son como espumarajo en la copa, meras burbujas, como la espuma de la vida y no sus verdaderas profundidades de bienaventuranza. ¡Conocer a Cristo y ser encontrado en Él, oh, eso es la vida, eso es el gozo, eso es la médula y la grosura, y vinos purificados! Mi Señor no trata a Sus siervos groseramente; Él les da como un rey le daría a otro rey; Él les da dos cielos: un cielo abajo por servirle a Él aquí, y un cielo arriba para deleitarse en Él eternamente.
Y ahora voy a concluir esta pobre plática mía acerca de estas riquezas invaluables, diciendo que las inescrutables riquezas de Cristo serán mejor conocidas en la eternidad. Las riquezas de Cristo no son tanto para ser gozadas aquí como allá. Él suplirá a la vera del camino y a lo largo del mismo todas tus necesidades; fortaleza de rocas será tu lugar de refugio; se te dará tu pan, y tus aguas serán seguras; pero es allá, allá, ALLÁ, donde tú oirás el cántico de quienes triunfan, el grito de quienes festejan.
Mi querido oyente, si tienes a Cristo, habrás obtenido riquezas que puedes llevar contigo a la hora de la muerte. El rico cargó sus maletas de dinero, y al ponerlas sobre su corazón, murmuró: “¡no servirán, no servirán; llévenselas de aquí!” Si recibes a Jesús en tu corazón, Él será el mejor antídoto contra la muerte. Cuando tu espíritu incorpóreo abandone ese pobre esqueleto de arcilla, como tendrá que hacerlo, ¿qué harán por ti entonces tu oro y tu plata? Debes dejar todo eso atrás. Incluso si los hombres te compraran un ataúd de oro, o te enterraran en un sarcófago de mármol, con todo, ¿de qué te serviría eso? Pero, ¡oh!, si tienes a Cristo, puedes volar al cielo donde está tu tesoro, y allá serás rico con todos los designios de la bienaventuranza por todos los siglos.
Ahora, queridos amigos, si hubiera podido hablar como hubiera querido, lo habría hecho, pero el tema habría sido el mismo. Pablo predicaba el Evangelio mejor que lo hago yo, pero incluso él no podría predicar un mejor Evangelio. Permítanme concluir este punto con unas cuantas palabras. Mi Señor tiene tales riquezas que ustedes no pueden contarlas ni pueden adivinarlas, ni mucho menos podrían transmitir su plenitud en palabras. ¡Son inescrutables! Podrían mirar, y escudriñar y sopesar, pero Cristo es un Cristo más grande de lo que ustedes creen, aun cuando sus pensamientos sean los más sublimes. Mi Señor es más capaz de perdonar, que ustedes de pecar, más capaz de absolver, que ustedes de transgredir. Mi Señor está más dispuesto a suplir, que ustedes a pedir, y diez mil veces más preparado para salvarlos, de lo que están ustedes para ser salvados. No toleren nunca pensamientos ruines acerca de mi Señor Jesús. Sus cálculos más elevados no le darían la honra debida; cuando ponen la corona en Su cabeza, sólo lo coronan con plata cuando Él merece oro; cuando cantan sus mejores cánticos, sólo le brindan una pobre música discordante, comparada con la música que Él merece, pero, ¡oh!, crean que Él es un grandioso Cristo, un poderoso Salvador. Acérrimo pecador, acércate a Él y dale honra confiando en Él como un grandioso Salvador. ¡Ven con tus graves pecados, tus grandes preocupaciones y tus múltiples necesidades! Ven y sé bienvenido. Ven a Él ahora, y el Señor te aceptará, y te aceptará sin reprenderte.
III. Por último, tiene que haber habido UNA REGIA INTENCIÓN en el corazón de Cristo al enviar a Pablo a predicar sobre Sus inescrutables riquezas, pues todo hombre debe tener un motivo para lo que hace, y sin duda alguna, Jesucristo tiene un motivo.
¿Oíste alguna vez acerca de un hombre que empleaba a un número de personas para que proclamaran sus riquezas por todas partes, y reunieran a cientos de personas, y a miles, como en esta ocasión, simplemente para que dijeran que Fulano de Tal era muy rico? Vamos, las muchedumbres dirían: “¿Qué nos importa eso?” Pero si a la conclusión se pudiera decir: “Mas todas estas riquezas él se las presenta a ustedes, y todo aquel de ustedes que desee ser enriquecido, puede serlo ahora gracias a su generosidad”. ¡Ah!, entonces ustedes dirían: “Ahora le vemos el sentido a todo eso. Ahora percibimos el contenido de gracia de todo eso.
Ahora, mi Señor Jesucristo es muy poderoso, pero todo ese poder está comprometido en ayudar a un pobre y débil pecador para que entre en el cielo. Mi Señor Cristo es un grandioso Rey, y Él reina con irresistible poder; pero Él jura dar todo ese poder soberano a los creyentes para ayudarles a reinar sobre sus pecados. Mi Señor Jesús está tan lleno de mérito como el mar está lleno de sal, pero Él declara que cada átomo de ese mérito lo da a los pecadores que confiesen que no tienen ningún mérito propio y que confían en Él. Sí, y además, mi Señor Cristo es tan glorioso que los propios ángeles no son radiantes en Su presencia, pues Él es el Sol, y ellos son como titilantes estrellas, pero toda esta gloria Él te la dará, pobre pecador, y hará que seas glorioso en Su gloria, si sólo confías en Él. Hay un motivo, entonces, de parte de nuestro Señor para mandarnos que prediquemos a un Cristo pleno.
Me parece que oigo un susurro en algún lugar; hay un pobre corazón que está apretujado en el pasillo, y se está diciendo: “¡Ah! Estoy lleno de pecado; soy débil; estoy perdido; no tengo ningún mérito. Mi querido oyente, tú no necesitas ningún mérito, ni ningún poder ni ninguna bondad en ti mismo, pues Jesús te presenta una abundancia de todo eso en Él mismo. Yo no me voy a preocupar acerca de si tengo dinero en mi propio bolsillo o no, si tengo un amable amigo que me diga: “Todo lo que tengo es tuyo”, si puedo ir y obtener cosas siempre que quiera para todo lo que yo desee; no voy a desear ser independiente de Él, sino que viviré de Su plenitud. Pobre pecador, tú debes hacer lo mismo. No necesitas méritos ni poder, aparte de Cristo; toma a mi Maestro, y Él te bastará y tú cantarás felizmente: “Cristo es mi todo”.
Dos o tres palabras, entonces. La primera es ésta: ¡Cuán ricos han de ser aquéllos que tienen a Cristo por amigo! ¿No procurarás ser amigo Suyo? Si es cierto que todo lo que Cristo tiene, lo da a Su pueblo –y esto es aseverado una y otra vez en este Libro- entonces, ¡oh!, cuán indeciblemente bendecidos deben ser aquéllos que pueden decir: “Mi amado es mío, y yo suya”. Los que reciben a Cristo para que sea de su propiedad, son como aquel hombre que, habiendo comido durante mucho tiempo de un fruto de un cierto árbol, ya no estaba satisfecho con tener sólo el fruto, sino que tenía que llevarse el árbol para plantarlo en su propio huerto. ¡Felices aquéllos que tienen a Cristo plantado como el árbol de vida en el terreno de sus corazones! Ustedes no sólo tienen Su gracia, y Su amor y Su mérito, sino que lo tienen a ÉL MISMO. Todo Él es propiedad de ustedes. ¡Oh, esas dulces palabras: Jesús es mío! ¡Jesús es mío! Todo lo que hay en Su humanidad, en Su deidad, en Su vida y en Su muerte, en Su reinado y en Su segunda venida, todo es mío, pues Cristo es mío.
¡Cuán trascendentalmente insensatos, por otro lado, tienen que ser aquéllos que no quieren tener a Cristo cuando se puede tenerlo sencillamente pidiéndolo, que prefieren las baratijas y las burbujas de este mundo, y dejan pasar de lejos el oro sólido de la eternidad! ¡Cavar y trabajar arduamente, y cubrir sus rostros de sudor, y perder su descanso nocturno, y alcanzar el bien pasajero de este mundo, mientras descuidan a Quien es el eterno bien! ¡Oh necios y tardos de corazón, que cortejan a este mundo prostituido, con su rostro pintado, cuando las bellezas de mi Maestro son infinitamente más ricas y más exclusivas! ¡Oh!, si sólo lo conocieran a Él, si sólo pudieran ver Sus indecibles riquezas, lanzarían al viento sus juguetes, y le seguirían con todo el corazón y con toda el alma.
“¿Pero puedo tenerlo a Él?”, pregunta alguien. ¡Claro que puedes! ¿Quién habría de decirte que no? ¿No acabas de oír las dulces notas del himno: “Vengan y sean bienvenidos, vengan y sean bienvenidos”? Cuando repica la gran campana del cielo, siempre transmite esa nota de plata para los pecadores: “¡Vengan y sean bienvenidos! ¡Vengan y sean bienvenidos!” Dejen sus pecados, dejen sus necedades, dejen su justicia propia. Jesucristo está de pie junto a la puerta abierta de la gracia, más dispuesto a recibirte de lo que estás tú a ser recibido por Él. “Vengan y sean bienvenidos, vengan y sean bienvenidos”.
En lo alto del Hospicio de San Bernardo, en medio de la tormenta, cuando la nieve se precipita con fuerza, los monjes hacen repicar la gran campana, y cuando la ruta no es visible, el viajero casi puede oír el camino a la casa de refugio ubicada al otro lado del paraje nevado. Así quisiera tocar esa campana esta mañana. Pobre viajero extraviado, con tus pecados y tus temores azotando fríamente en tu rostro, “Ven y sé bienvenido, ven y sé bienvenido”, ven a un Salvador que una vez murió y fue enterrado por ti, pero que resucitó y ahora intercede a la diestra de Dios. Si no puedes ver el camino, por lo menos óyelo. “Oíd, y vivirá vuestra alma; y haré con vosotros pacto eterno, las misericordias firmes a David”.
Amado corazón, tú sólo necesitas a Cristo; no necesitas bombear algunas lágrimas de arrepentimiento para ayudar a Cristo, pues Él te dará el arrepentimiento si lo buscas en Él. Tienes que venir a Él para obtener el arrepentimiento; no necesitas buscar la bendición evangélica en ninguna otra parte excepto junto a la cruz. No necesitarás de bautismos ni de Cenas del Señor en lo cuales confiar; como creyente, será tu deber profesar tu fe en Él, y recordarlo a Su mesa, pero estas cosas no ayudarán a tu salvación, pues serás salvado por Jesús y sólo por Él. No necesitas experimentar ningún terror, no necesitas someterte a ninguna preparación, pues Cristo está dispuesto a recibirte ahora. Como el cirujano cuya puerta está abierta para todo accidente que pudiera ocurrir; como los grandes hospitales de nuestro lado del río, donde, sin importar cuál sea el caso, la puerta se abre de par en par en el momento que alguien requiera entrar, así es mi Maestro. Inescrutables riquezas hay en Él, aunque haya inescrutable pobreza en ti.
“Que la conciencia no haga que te demores,
Ni que sueñes encariñado con la aptitud
Toda la aptitud que Él requiere,
Es que sientas tu necesidad de Él:
Eso Él te lo da;
Es el rayo ascendente de Su Espíritu”.
A lo largo de toda esta semana yo he estado agobiándome y preocupándome porque no puedo predicarles como desearía, y una vez que ha concluido cada uno de mis sermones predicados aquí, habría deseado poder predicarlo de nuevo de una manera más denodada y ferviente. Pero, ¿qué puedo hacer? Oh, mis oyentes, yo puedo predicarles a Cristo, pero no podría predicarle a Cristo sobre ustedes. Yo puedo decirles a ustedes que si confían en Él, ustedes serán salvos; puedo declararles que como el Hijo de Dios resucitado, Él puede salvar perpetuamente a los que se acercan a Él, pero yo no puedo hacer que se acerquen. Sin embargo, doy gracias a Dios porque desde el domingo pasado me he enterado de algunos que se han acercado; he oído buenas nuevas sobre algunos que, por el poder del Espíritu Santo, han creído en Jesús. ¿No hay más corazones que se enamoren de las bellezas de mi Maestro? ¿Tengo que cortejarlos a nombre de Él, y obtener a cambio un retorno tan pequeño? ¿Ha de ser de uno en uno o de dos en dos cuando hay veinte mil personas presentes? ¡Dios no lo quiera! Que Dios nos envíe una proporción mayor de fruto que ésta, una cosecha cien veces más productiva para una congregación que ha crecido cien veces más. Oren, creyentes, oren pidiendo una bendición. Oren pidiendo que Dios deje mudos estos labios antes del próximo domingo, si Él decidiera hacer más bien por medio de otro predicador que por mi medio. No pidan nada para mí, antes bien, pidan grandes cosas para mi Señor, para el Crucificado. Pidan en verdad para que estas grandes reuniones no se queden sin un resultado permanente que denuncie la impiedad de esta ciudad, sí, y que también haga mella en su piedad, eliminando a la primera y estimulando a la segunda. Que Dios envíe el Espíritu de Su gracia, y a Él sea la alabanza por todos los siglos. Amén.
Nota del traductor:
Guys: efigies quemables en forma de muñecos utilizados en fuegos artificiales.
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