SANA DOCTRINA - Ministerio de Difusión Bíblica

La Higuera Marchita

 

Sermón predicado la mañana del domingo 29 de septiembre de 1889

Por Charles Haddon Spúrgeon

En El Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres

 

 

“Y dejándolos, salió fuera de la ciudad, a Betania, y posó allí. Por la mañana, volviendo a la ciudad, tuvo hambre. Y viendo una higuera cerca del camino, vino a ella, y no halló nada en ella, sino hojas solamente; y le dijo: Nunca jamás nazca de ti fruto. Y luego se secó la higuera. Viendo esto los discípulos, decían maravillados: ¿Cómo es que se secó en seguida la higuera?”   Mateo 21: 17-20

 

Esto es tanto un milagro como una parábola. Contamos con libros sobre los milagros, y tenemos un igual número de volúmenes sobre las parábolas; ¿en cuál de esos volúmenes habríamos de colocar esta historia? Yo respondería: pónganla en ambos. Es un milagro singular, y es una parábola impresionante. Es una parábola actuada, en la que nuestro Señor nos da algo que sirve como un ejemplo práctico de una idea: una lección objetiva. Expone la verdad ante los ojos de los hombres -en este caso- para que la lección cause una impresión más profunda en la mente y en el corazón. Quisiera dar mucho énfasis al comentario de que ésta es una parábola, pues, si no la consideraran bajo esa luz, podrían malentenderla. No somos de aquellos que se acercan a la Palabra de Dios con la indiferente impertinencia del crítico, considerándonos más sabios que el Libro, y consecuentemente, pensando que somos capaces de juzgarlo. Creemos que el Espíritu Santo es superior al espíritu del hombre, y que nuestro Señor y Maestro juzgaba mejor lo que es recto y bueno que cualquiera de nosotros. Nuestro lugar está a Sus pies; no somos criticones, sino seguidores. Consideramos con la más profunda reverencia todo lo que Jesús haga y diga y nuestro deseo supremo es aprender todo lo que podamos de ello. Vemos grandes misterios en Sus acciones más sencillas y una profunda enseñanza contenida en Sus palabras más simples. Cuando Él habla o actúa, somos como Moisés ante a la zarza, y sentimos que el lugar en que nosotros estamos, tierra santa es.

 

Algunas personas pedantes han hablado de esta historia que estamos considerando de una manera muy insensata. La han interpretado en el sentido de que nuestro Señor, teniendo hambre, pensó únicamente en Su necesidad, y, esperando ser reanimado con unos cuantos higos verdes, se acercó al árbol por equivocación. Al no encontrar ningún fruto en el árbol, ya que era una estación del año cuando no tenía ningún derecho a esperar que hubiese alguno, se sintió vejado y maldijo al árbol, como si hubiese sido un agente responsable. Esta visión del caso es el producto de la insensatez del observador. Esa no es la verdad. Nuestro Señor deseaba enseñar algo a Sus discípulos relativo a la ruina de Jerusalén. La recepción que le fue brindada en Jerusalén era muy prometedora pero no resultaría en nada. Sus sonoros hosannas se convertirían en: “¡Crucifícale!”

 

Cuando Jerusalén iba a ser destruida por Nabucodonosor, en una época anterior, los profetas no sólo habían hablado, sino que habían usado señales instructivas. Si buscan en el Libro de Ezequiel, verán allí el registro de muchas señales y símbolos que revelaban la tribulación venidera. Esas señales provocaban curiosidad y una atención garantizada, y hacían entender las advertencias proféticas a los hogares y a los corazones de la gente común. Además, los juicios de Dios estaban a las puertas de la ciudad culpable. Las palabras –las palabras de Jesús- habían caído en el vacío, e incluso las lágrimas –las lágrimas del Salvador- habían sido derramadas en vano; era tiempo de que se diera una señal, la señal de la condenación. Ezequiel había dicho: “Y sabrán todos los árboles del campo que yo Jehová abatí el árbol sublime, levanté el árbol bajo, hice secar el árbol verde”, y en este pasaje se sugería la imagen precisa que fue utilizada por nuestro Señor. Él vio una higuera que, por un capricho de la naturaleza, estaba cubierta de hojas en una época en la que, en el curso ordinario de las cosas, no debería haber estado así. Esas cosas singulares suceden, por aquí y por allá, en el mundo vegetal. Nuestro Señor vio que ésta era una excelente lección objetiva para Él, y, por tanto, llevó a Sus discípulos para ver si había higos entre las hojas. Al no encontrar higos, le ordenó a la higuera que permaneciera estéril perdurablemente, la cual de inmediato comenzó a secarse. Nuestro Señor habría podido usar a la higuera con un propósito excelente si hubiera ordenado que se utilizara como combustible para calentar a las manos frías, pero hizo algo mejor que eso al utilizarla para calentar a los corazones fríos. Nada indebido se le hizo a nadie; el árbol era un desperdicio y no tenía ningún valor. No se provocó ningún dolor y no hubo ningún disgusto. En la lección objetiva, el Señor simplemente le dijo a la higuera: “Nunca jamás nazca de ti fruto”. Y luego se secó la higuera. Con esto nuestro Señor enseñó una gran lección, a un costo mínimo, a todas las edades. El marchitamiento de un árbol ha sido la vivificación de muchas almas; y si no hubiera sido así, de todos modos no fue ninguna pérdida para nadie que un árbol se marchitara después de haberse comprobado que era estéril. Un gran maestro puede hacer mucho más que destruir un árbol, si mediante eso puede aportar demostraciones de la verdad, y esparcir semillas de la virtud. Es la mismísima ociosidad de la crítica encontrar fallas en nuestro Señor por un trozo de fina instrucción poética, a la cual, si hubiera sido declarada por cualquier otro maestro, esos mismos críticos le habrían prodigado la más espléndida alabanza.

 

La higuera seca era un símil singularmente apropiado del estado judío. La nación había prometido grandes cosas para Dios. Cuando todas las otras naciones eran como árboles desprovistos de hojas que no hacían ninguna profesión de lealtad al verdadero Dios, la nación judía estaba cubierta con el follaje de una abundante profesión religiosa. Escribas, fariseos, sacerdotes y ancianos del pueblo eran, todos ellos, rigoristas en cuanto a la letra de la ley, y se jactaban de ser adoradores del único Dios y eran estrictos observantes de todas Sus leyes. Su constante clamor era: “Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es este”. “A Abraham tenemos por padre” estaba frecuentemente en sus labios. Eran una higuera cubierta de hojas, pero no había ningún fruto en ellos, pues el pueblo no era ni santo, ni justo, ni veraz, ni fiel para con Dios, ni amoroso para con sus vecinos. La iglesia judía era un cúmulo de profesiones deslumbrantes sin el soporte de una vida espiritual. Nuestro Señor había mirado en el interior del templo y había encontrado que la casa de oración era una cueva de ladrones. Él condenó a la iglesia judía a que permaneciera siendo inerte y estéril, y así fue. La sinagoga permaneció abierta, pero su enseñanza se volvió una forma muerta. Israel no tenía ninguna influencia en la época. Durante siglos la raza judía se convirtió en un árbol marchito; no tenía nada sino una profesión cuando Cristo vino, y esa profesión demostró carecer de poder para salvar incluso a la ciudad santa. Cristo no destruyó la organización religiosa de los judíos; los dejó como estaban, pero se secaron desde la raíz, hasta que llegaron los romanos y con las hachas de sus legiones, quitaron el tronco infructuoso.

 

¡Qué gran lección es ésta para las naciones! Las naciones podrían hacer una profesión, una sonora profesión de religión y, sin embargo, pudieran fallar en mostrar esa justicia que exalta a una nación. Las naciones podrían estar adornadas con el follaje de la civilización, del arte, del progreso y de la religión, pero si no hay ninguna vida interna de piedad, y ningún fruto de justicia, se sostendrán por un tiempo y luego se secarán.

 

¡Qué lección es ésta para las iglesias! Ha habido iglesias que han sido prominentes en números y en influencia, pero no han mantenido la fe, el amor y la santidad, y el Espíritu Santo las ha dejado para que sean el vano espectáculo de una profesión estéril, y allí están esas iglesias, con el tronco de la organización y con ramas ampliamente extendidas, pero están muertas, y cada año se descomponen más y más. Hermanos, vemos en esta hora la existencia de tales iglesias incluso entre los disconformes. ¡Que nunca ocurra eso con esta iglesia! Podemos tener cantidades de personas que asisten para oír la Palabra, y un considerable cuerpo de hombres y de mujeres que profesan ser convertidos, pero a menos que la piedad vital esté en su medio, ¿qué son las congregaciones y las iglesias? Pudiéramos tener un valioso ministerio, pero, ¿qué sería eso sin el Espíritu de Dios? Pudiéramos tener grandes suscripciones y muchos esfuerzos externos, pero, ¿qué importan esas cosas sin el espíritu de oración, sin el espíritu de fe, sin el espíritu de gracia y de consagración? Tengo temor de que lleguemos a ser algún día como un árbol precoz con una profesión superlativa, pero indigna a los ojos del Señor, porque la vida secreta de piedad y la unión vital con Cristo se han esfumado. Es mejor que el hacha quite todo vestigio del árbol en vez de que se destaque contra el cielo como una mentira descarada, como una burla y un engaño.

 

Esta es la lección del texto, pero no quiero que lo consideren sólo en términos generales, en su relación con naciones e iglesias; antes bien, el deseo de mi corazón es que podamos aprender la lección en el detalle, y que la alberguemos en nuestro corazón. ¡Que el Señor mismo le hable a cada uno de nosotros personalmente esta mañana! Al preparar el sermón, he escrutado grandemente mi corazón, y elevo mi plegaria para que su predicación produzca los mismos resultados. Hemos de temblar para no caer en que, teniendo una profesión de piedad y mostrándola conspicuamente, con todo, carezcamos de la capacidad de dar frutos, que es lo único que garantiza tal profesión. El nombre de ‘santo’, si no está justificado por la santidad, es una ofensa para los hombres honestos, y mucho más para un Dios santo. Una sonora y atrevida confesión de cristianismo sin una vida cristiana que la respalde, es una mentira aborrecible a Dios y al hombre, una ofensa contra la verdad, una deshonra para la religión, y es precursora de una maldición marchitante.

 

¡Que el Santo Espíritu me ayude a predicar muy solemne y poderosamente en este momento!

 

Nuestra primera observación es que: Hay en el mundo casos de una profesión atrevida pero infructífera; nuestra segunda observación será esta: esos casos serán inspeccionados por el Rey Jesús; y nuestro tercer comentario será: El resultado de esa inspección será muy terrible. ¡Ayúdanos, oh Santo Espíritu!

 

I.   Primero, entonces, HAY CASOS EN EL MUNDO DE PROFESIONES ATREVIDAS PERO INFRUCTÍFERAS.

 

Los casos a los que me refiero no son muy raros. Sobrepasan grandemente a las verdaderas profesiones. Su promesa es muy sonora, y su exterior muy impresionante. Se ven como árboles fructíferos y esperarías de ellos muchas canastas de los mejores higos. Nos impresionan con su conversación y nos subyugan con sus modales. Losenvidiamos, y nos flagelamos. Esto último podría no dañarnos; pero envidiar a los hipócritas resulta ser dañino a largo plazo, pues, cuando es descubierta su hipocresía, somos propensos a despreciar a la religión así como a los que pretenden practicarla. ¿No conocen a algunas personas que aparentan ser todo pero que en realidad no son nada? ¡Qué pensamiento tan sombrío! ¿No podríamos ser nosotros de esas personas?

 

¡Vean a ese hombre: es fuerte en la fe, incluso hasta la presunción; es dichoso en la esperanza, incluso hasta la ligereza; es amoroso en espíritu, incluso hasta la total indiferencia respecto a la verdad! ¡Cuán grandemente locuaz es en la conversación! ¡Cuán profundo es en la especulación teológica! ¡Cuán ferviente es en impulsar movimientos de avanzada! Sin embargo nunca ha sido enseñado por Dios. El Evangelio le ha llegado únicamente en palabra. Desconoce por completo la obra del Espíritu Santo. ¿Acaso no existen tales personas? ¿Acaso no hay personas que son defensoras de la ortodoxia y que, sin embargo, son heterodoxas en su propia conducta? ¿No conocemos hombres y mujeres cuyas vidas niegan lo que sus labios profesan? Estamos seguros de que así es. En todos los viñedos han crecido algunas higueras cubiertas de hojas que han sido conspicuas por el follaje de su profesión, pero que, sin embargo, no han producido ningún fruto para el Señor.

 

Tales personas parecieran desafiar las estaciones. No era el tiempo de higos, y, sin embargo, esa higuera estaba cubierta con esas hojas que usualmente hacían suponer la existencia de higos maduros. Yo supongo que todos ustedes saben lo que muchas veces he visto yo mismo: que la higuera produce su fruto antes de echar hojas. A principios del año se pueden ver verdes botones que brotan en la punta y en otros puntos de las ramas, y cuando crecen, se convierten en higos verdes. Las hojas salen posteriormente, y para cuando el árbol está plenamente cubierto de hojas, los higos ya son comestibles. Cuando una higuera está totalmente cubierta de hojas esperarías encontrar higos en ella, y si no los encuentras es que no producirá higos en esa temporada.

 

Aquel árbol se había cubierto abundantemente de hojas antes de que le correspondiera hacerlo, y en eso sobrepasaba a todas las otras higueras. Sí, pero era un capricho de la naturaleza y no el saludable resultado de un verdadero crecimiento. Tales caprichos de la naturaleza ocurren en forestas y en viñedos, y en el mundo espiritual y moral pueden encontrarse sus equivalentes.

 

Ciertos hombres y mujeres parecen mucho más avanzados que quienes les rodean, y nos asombran por sus virtudes especiales. Son mejores que los mejores; son más excelentes que los más excelentes, al menos en apariencia. Son tan entusiastas que el mundo circundante no puede enfriarlos; sus grandiosas almas crean un verano exclusivo para ellas. El retraso de los santos y la maldad de los pecadores no les estorban; son demasiado vigorosos para ser afectados por su entorno. Son personas muy superiores y cubiertas de virtudes, como aquella higuera cubierta de hojas.

 

Observen que pasan por alto la regla ordinaria de crecimiento. Como les he dicho, la regla es: primero el higo y después las hojas de la higuera; pero hemos visto personas que hacen una profesión antes de haber producido el menor fruto que la justifique. Me gusta ver a nuestros jóvenes amigos, cuando creen en Cristo, que demuestran su fe por la santidad en el hogar, por la piedad fuera del mismo, y que luego pasan al frente y confiesan su fe en el Señor Jesucristo. Esa parece ser la manera prudente y normal de proceder, es decir, que un hombre sea primero y que luego profese ser; que sea iluminado primero y que luego brille; que se arrepienta y crea primero, y que luego confiese su arrepentimiento y su fe en el camino escritural por el bautismo en Cristo. Pero esa gente considera innecesario prestar atención a la nimiedad de la obra del corazón, atreviéndose a omitir la parte más vital del asunto. Asisten a una reunión de avivamiento, y se autoetiquetan como: ‘salvos’, aunque no hayan sido renovados en el corazón ni posean arrepentimiento ni fe. Dan un paso al frente para declarar una mera emoción. No tienen nada mejor que un propósito, pero lo ostentan como si fuera el hecho mismo. Raudo como el pensamiento, el convertido se erige en maestro. Sin ninguna prueba o ensayo de sus novísimas virtudes, se ostenta como un ejemplo para otros.

 

Ahora, yo no objeto la rapidez de la conversión; por el contrario, la admiro cuando es cierta; pero no puedo juzgar hasta no ver el fruto y la evidencia en la vida. Si el cambio de conducta es claro y verdadero, no me importa cuán rápido sea realizada la obra, pero tenemos que ver el cambio. Hay un calor que conduce a la fermentación, y una fermentación que engendra amargura y corrupción.

 

Oh queridos amigos, nunca piensen que pueden omitir el fruto y llegar de inmediato a las hojas. No sean como el constructor que se atreve a decir: “Es una tontería gastar en mano de obra y materiales para los trabajos de cimentación. Los cimientos no son visibles nunca. Puedo edificar una casa muy pronto. La construcción de cuatro paredes y un techo no tomará mucho tiempo”. Sí, pero ¿cuánto tiempo durará una casa construida de esa manera? ¿Vale la pena construir una casa sin cimientos? Si omitieran la fundación, ¿por qué no omitir de una vez toda la casa? Especialmente en estos días, cuando los hombres son ya sean escépticos o fanáticos, ¿no existe una tendencia a cultivar una piedad fugaz que brota en una noche y desaparece en una noche? ¿No sería ruinoso si la convicción de pecado es menospreciada, el arrepentimiento es desdeñado, la fe es imitada, el nuevo nacimiento es falsificado y la piedad es fingida? Amados, esto no sirve de nada. Debemos tener higos antes de las hojas, actos antes de las declaraciones, fe antes del bautismo, unión con Cristo antes de la unión con la iglesia. No se puede pasar por encima de los procesos de la naturaleza, ni tampoco se pueden omitir los procesos de la gracia, no vaya a ser que posiblemente su follaje desprovisto de fruto se convierta en una maldición sin cura.

 

Esas personas usualmente atraen la atención de otros. Según Marcos, nuestro Señor vio aquel árbol “de lejos”. Los otros árboles no tenían hojas, y, consecuentemente, cuando comenzó a subir la colina rumbo a Jerusalén, vio a este árbol especial desde mucho antes de acercarse a él. Una higuera cubierta con su vestidura de hermoso verdor sería un objeto impresionante, y sería observable desde la distancia. Estaba, también, cerca de la senda que conducía de Betania a la puerta de la ciudad. Estaba donde todo caminante podía observarla, y probablemente podía hablar de su follaje singular para la estación.

 

Ciertas personas cuya religión es falsa son frecuentemente prominentes porque no tienen la gracia suficiente para ser modestos y retraídos. Buscan el espacio más elevado, aspiran a ocupar una posición y se abren paso hacia el liderazgo. No caminan en secreto con Dios. Tienen poco interés en la piedad privada, y entonces están mucho más ávidos de ser vistos por los hombres. Esto es a la vez su debilidad y su peligro. Aunque son especialmente incapaces de soportar el desgaste de la publicidad, la codician, y por eso son tanto más vistos. Ese es el mal de todo este asunto, pues hace que su fracaso espiritual sea conocido por tantos, y su pecado acarrea una mayor deshonra para el nombre del Señor a quien profesan servir. Es mucho mejor ser estéril en un rincón del bosque que en la vía pública que conduce al templo.

 

Tales personas no sólo atraen la mirada, sino que a menudo atraen la compañía de hombres buenos. ¿Quién nos culparía por acercarnos a un árbol que tiene follaje mucho antes que sus compañeros? ¿No es correcto cultivar la relación de personas eminentemente buenas? Nuestro Salvador y Sus discípulos se acercaron a la frondosa higuera. No simplemente había atraído sus miradas, sino también hizo que se acercaran. ¿No hemos sido fascinados por la conducta encantadora de alguien que parecía ser un hermano en el Señor, más devoto que lo usual y que temía a Dios más que muchos? Como Jehú, esa persona ha dicho: “Ven conmigo, y verás mi celo por Jehová”; y nos ha alegrado bastante subir con él en el carro; parecía tan piadoso, tan generoso, tan humilde y tan útil, que lo respetábamos y deseábamos ser más dignos para poder asociarnos con él. Los jóvenes convertidos y los buscadores son naturalmente propensos a hacer eso, y de aquí que sea una triste calamidad cuando su confianza resulta haber sido colocada en el lugar indebido.

 

Siempre que vemos a alguien que sobresale prominentemente, y que hace una profesión audaz, ¿cuáles deberían ser nuestros pensamientos en cuanto a él? Yo respondo: no lo juzguen; no caigan en la desconfianza habitual. El Señor de ustedes no se quedó a la distancia, y dijo: “Ese árbol no vale nada”. No, Él se acercó al árbol con Sus discípulos y lo inspeccionó cuidadosamente. Esas prominentes personas podrían ser prodigios de la gracia divina; tenemos que esperar y orar pidiendo que lo sean. ¡Que el Señor y Su amor sean engrandecidos en ellos! Dios tiene Sus higueras que dan higos en invierno; Dios tiene Sus santos que están llenos de buenas obras cuando el amor de muchos se ha enfriado. El Señor levanta a algunos para que sean como estandartes para la verdad y puntos de reunión en la batalla. El Señor puede hacer madurar a los jóvenes, y hacer útiles a los recién convertidos. Se ha dicho, a la manera de una expresión proverbial, que “algunos nacen con barba”. El Señor puede otorgar grande gracia como para hacer que el crecimiento espiritual sea rápido y a la vez sólido. Él hace eso tan a menudo que no tenemos ningún derecho a dudar de que el prominente hermano que está ante nosotros sea uno de esos crecimientos de la gracia. A menos que nos veamos forzados a comprobar con amarga lamentación que no hay señales de gracia, ni evidencias de fe, hemos de esperar lo mejor y alegrarnos a la vista de la gracia de Dios. Si somos propensos a sospechar, dirijamos la punta de esa espada hacia nuestros propios pechos. La sospecha de uno mismo será saludable; la sospecha de otros puede ser cruel. Nosotros no somos jueces e incluso si lo fuésemos, sería mejor que nos limitáramos a nuestra propia corte y que nos sentáramos en nuestro propio tribunal, administrando la ley dentro del pequeño reino de nosotros mismos.

 

Si quienes son prominentes resultan ser todo lo que profesan ser, son una gran bendición. Habría sido bueno que esa mañana hubiera habido higos en aquella higuera. Habría sido un gran refrigerio para el Salvador si hubiera sido alimentado con el verde fruto. Cuando el Señor hace que el primero en la posición sea el primero en la santidad, es una bendición para la iglesia, para la familia y para el vecindario; en verdad, puede resultar ser una bendición para el mundo entero. Por tanto, deberíamos orar pidiéndole al Señor que riegue con Su propia mano esos árboles que ha plantado, o, en otras palabras, que sostenga por Su gracia a esos hombres de Su diestra a quienes ha hecho fuertes para Él.

 

Pero cuando tomamos el texto y lo aplicamos a nuestros propios corazones, no necesitamos ser tan gentiles con él, como en los casos de otros. Muchos de nosotros hemos sido durante largos años como esta higuera, en lo tocante a prominencia y profesión. Y en este asunto, hasta ahora, no hay nada de lo cual haya que avergonzarse. Sin embargo, la parábola nos habla evidentemente a nosotros mismos, pues hemos estado junto al camino en abierta profesión y en un claro servicio, y hemos sido vistos “de lejos”. Algunos de nosotros hemos hecho una profesión muy audaz, y no estamos avergonzados de repetir esa profesión delante de los hombres y de los ángeles. De aquí la pregunta: ¿somos veraces en ella? ¿Qué tal si resultara que estamos contendiendo por una fe en la que no tenemos ninguna participación? ¿Qué tal si en nosotros no hubiera nada de la vida de amor, y, consecuentemente, nuestra profesión viniera a ser “como metal que resuena, o címbalo que retiñe”? ¿Qué tal si sólo hubiera palabras y ninguna obra; sólo doctrina, y nada de práctica? ¿Qué tal si no tuviéramos ninguna santidad? Entonces nunca veríamos al Señor. Sin importar los terribles aspectos que esta parábola pudiera contener, nos atañe a muchos de nosotros. Yo, el predicador, siento cuánto me atañe. En ese espíritu he meditado en ella, confiando ansiosamente que cada diácono y cada anciano de esta iglesia, y cada miembro y cada obrero entre ustedes, escudriñen grandemente su corazón. Que cada ministro de Cristo que pudiera haber asistido esta mañana, se diga a sí mismo: “¡Sí, he sido como esa higuera en prominencia y en profesión; que Dios me conceda que no quede marchito como ella por estar desprovisto de fruto!”

 

II.   Es tiempo de que recordemos la solemne verdad de nuestro segundo encabezado: SERÁN INSPECCIONADOS POR EL REY JESÚS.

 

Se acercará a ellos, y cuando esté cerca buscará fruto. El primer Adán fue a la higuera en busca de hojas, pero el segundo Adán busca higos. Escudriña nuestro carácter exhaustivamente para ver si hay una fe real, un amor verdadero, alguna esperanza viva, y gozo, que es el fruto del Espíritu, alguna paciencia, alguna abnegación, algún fervor en la oración, algún caminar con Dios, alguna morada del Espíritu Santo; y si no ve estas cosas, no está satisfecho con la asistencia a la capilla o a la iglesia, con la oración, con reuniones, comuniones, sermones y lecturas de la Biblia, pues todas esas cosas podrían ser sólo follaje. Si nuestro Señor no ve el fruto del Espíritu en nosotros, no está satisfecho con nosotros, y Su inspección conducirá a severas medidas. Noten que lo que Jesús busca no son las palabras de ustedes, no son sus resoluciones, no son sus aseveraciones, sino su sinceridad, su fe interior, el hecho de que el Espíritu Santo esté obrando en ustedes para producir frutos dignos del reino.

 

Nuestro Señor tiene el derecho de esperar fruto cuando lo busca. Cuando se acercó a esa higuera tenía el derecho de esperar fruto, ya que el fruto según la naturaleza viene antes que las hojas. Entonces, si la hoja ya ha brotado, debería haber fruto. Es cierto que no era la temporada de higos, pero, entonces, si no era la temporada de higos, ciertamente no era el tiempo para hojas, pues los higos salen primero. Ese árbol, al hacer crecer sus hojas, que son los signos y señales de higos maduros, virtualmente se hacía la publicidad de dar fruto. Entonces, por malos que sean los tiempos, algunos de nosotros profesamos que no seguiremos los tiempos, sino que seguiremos a la única verdad inmutable. Como cristianos, nosotros confesamos que somos redimidos de entre los hombres, y que hemos sido liberados de esta perversa generación. Cristo no puede esperar fruto de hombres que reconocen el mundo y sus edades cambiantes como su guía suprema, pero muy bien puede buscarlo del que cree en Su propia Palabra. Busca fruto del predicador, del maestro de la escuela dominical, del líder de la iglesia, de la hermana que dirige una clase de Biblia, de aquel hermano que tiene un grupo de jóvenes en torno suyo y para quienes es un guía en el Evangelio. Él lo espera, en verdad, de todos los que se someten al gobierno del Evangelio. Así como Cristo tenía el derecho de esperar fruto de un árbol cubierto de hojas, así tiene el derecho de esperar grandes cosas de aquellos que se declaran Sus fieles seguidores. ¡Ah, cómo debería provocar a temblar al predicador este hecho! ¿No debería afectar de igual manera a muchísimos de ustedes?

 

El fruto es lo que el Señor desea ansiosamente. El Salvador no deseaba hojas cuando llegó bajo la higuera, pues leemos que tenía hambre, y el hambre del ser humano no puede calmarse con las hojas de una higuera. Deseaba comer uno o dos higos. También anhela recibir fruto de nosotros. Tiene hambre de nuestra santidad. Anhela que Su gozo esté en nosotros, para que nuestro gozo sea cumplido. Él se acerca a cada uno de ustedes que son miembros de Su iglesia, y especialmente a cada uno de ustedes que son líderes de Su pueblo, y mira para ver en ustedes las cosas en las que se complace Su alma. Quisiera ver en nosotros amor a Él, amor a nuestros semejantes, quisiera ver una sólida fe en la revelación, una sincera contención por la fe que ha sido una vez dada, quisiera ver impertinentes súplicas en la oración y una vida cuidadosa en cada tramo de nuestro curso. Él espera de nosotros acciones que sean acordes con la ley de Dios y con la mente del Espíritu de Dios, y si no ve esas cosas, no recibe lo que le es debido. ¿Para qué murió si no es para santificar a Su pueblo? ¿Para qué se entregó sino es para santificar para Sí un pueblo celoso de buenas obras? ¿Cuál es la recompensa del sudor sangriento y de las cinco heridas y de la agonía mortal, sino que por todas esas cosas debíamos ser comprados por precio? Nosotros le robamos Su recompensa si no lo glorificamos a Él, y, por tanto, el Espíritu de Dios se contrista por nuestra conducta si no mostramos Sus alabanzas a través de nuestras vidas piadosas y celosas.

 

Y observen aquí que cuando Cristo viene a un alma, la inspecciona con agudo discernimiento. Él no es burlado. No es posible engañarlo. A veces yo he creído que algo era un higo pero resultó ser sólo una hoja, pero nuestro Señor no comete tales errores. Ni tampoco dejará de percibir a los higuitos cuando apenas están brotando. Él conoce el fruto del Espíritu en cualquier etapa de su desarrollo. Nunca confunde la expresión fluida con la posesión genuina, ni la gracia real con la mera emoción.

 

Amados, ustedes están en buenas manos en cuanto a la prueba de su condición cuando el Señor Jesús viene para tratar con ustedes. Sus prójimos no se demoran en sus juicios, y pueden ser ya sea severos o parciales, pero el Rey pronuncia una sentencia justa. Él sabe exactamente dónde estamos y lo que somos, y no juzga según la apariencia sino según la verdad. Oh, que nuestra plegaria se eleve al cielo esta mañana: “¡Jesús, Maestro, ven y vuelve Tu mirada escrutadora sobre mí, y juzga si estoy viviendo para ti o no! Concédeme que me vea como Tú me ves, para que mis errores sean corregidos y mis gracias sean nutridas. Señor, haz que yo sea de verdad lo que profeso ser, y si no lo soy todavía, convénceme de mi falso estado, y comienza una verdadera obra en mi alma. Si soy tuyo y soy recto ante Tus ojos, concédeme una palabra amable y reconfortante para aplacar mis temores de nuevo, y entonces voy a regocijarme alegremente en Ti como el Dios de mi salvación”.

 

III.   En tercer lugar, con la ayuda del Espíritu de Dios, voy a considerar la verdad de que EL RESULTADO DE LA VENIDA DE CRISTO AL PROFESANTE ATREVIDO PERO INFRUCTÍFERO, SERÁ MUY TERRIBLE.

 

El inspector no encuentra nada sino hojas donde se podría haber esperado algún fruto. Nada sino hojas, quiere decir nada sino mentiras. ¿Es esa una dura expresión? Si yo profesara la fe, y no tuviera nada de fe, ¿acaso no sería eso una mentira? Si yo profesara el arrepentimiento y no me hubiese arrepentido, ¿no sería eso una mentira? Si me uniera al pueblo del Dios viviente, y, no obstante, no tuviera ningún temor de Dios en mi corazón, ¿no sería eso una mentira? Si viniera a la mesa de la comunión y participara del pan y del vino, y, no obstante, nunca discerniera el cuerpo del Señor, ¿no sería eso una mentira? Si profesara defender las doctrinas de la gracia, y, con todo, no tuviera la seguridad de su verdad, ¿no sería eso una mentira? Si nunca hubiese sentido mi depravación, si nunca hubiese sido llamado eficazmente, si nunca hubiese conocido mi elección de Dios, si nunca hubiese descansado en la sangre redentora y no hubiese sido renovado nunca por el Espíritu, ¿acaso mi defensa de las doctrinas de la gracia no sería una mentira? Si no hay nada sino hojas, entonces no hay nada sino mentiras, y el Salvador ve que eso es así. Todo el verdor de una hoja verde, sin ningún fruto, es para Él sólo un perfecto engaño. La profesión sin la gracia es la ostentación fúnebre de un alma muerta. La religión sin la santidad es la luz que proviene de la madera podrida, es la fosforescencia de la descomposición. Estoy diciendo palabras terribles, pero, ¿cómo podría hablar menos terriblemente de lo que lo hago? ¡Si ustedes y yo tenemos sólo un nombre para vivir, y estamos muertos, en qué estado estamos! Lo nuestro es algo peor que la corrupción: es la corrupción de la corrupción. Profesar la religión y vivir en pecado es rociar agua de rosas sobre un muladar y dejar que siga siendo un muladar. Darle a un espíritu el nombre de un ángel cuando muestra el carácter del demonio, es casi pecar contra el Espíritu Santo. Si permaneciéramos siendo inconversos, ¿de qué serviría tener nuestro nombre escrito entre los piadosos?

 

Nuestro Señor descubrió que no había fruto, y eso fue algo terrible; pero, a continuación, condenó al árbol. ¿No fue correcto que lo condenara? ¿Lo maldijo? Ya era una maldición. Estaba calculado para seducir a los hambrientos y sacarlos de su camino para engañarlos. Dios no aceptará que los pobres y los necesitados sean hechos objeto de burla. Una profesión de fe vacía es una maldición práctica, y, entonces, ¿no debería recibir la censura del Señor de la verdad? El árbol no servía de nada allí donde estaba; no ministraba para el refrigerio de nadie. Así, el profesante estéril ocupa una posición en la que debería ser una bendición, pero, en verdad, brota de él una maligna influencia. Si la gracia de Dios no está en él, es totalmente inútil y con toda probabilidad es una maldición; es un Acán en el campamento que contrista al Señor y provoca que rehúse el éxito para Su pueblo.

 

Sin embargo, nuestro Señor usó a la higuera para un buen propósito haciendo que se secara, pues ella se convirtió a partir de entonces en una señal y en una advertencia para todos los demás que se valen de vanas pretensiones. Así, cuando al impío que ha exhibido una profesión pomposa, se le permite apagarse en sus caminos, se produce en los demás algún efecto moral: se ven forzados a ver el peligro de una profesión defectuosa, y si fueran sabios, no serían más culpables de ella. ¡Quiera Dios que así sea en cada caso en que un notable fanático religioso se marchite!

 

Después que el Salvador la hubo condenado, pronunció sentencia sobre ella; ¿y cuál fue esa sentencia? Fue simplemente: “como eras”. Fue sólo una confirmación de su estado. Este árbol no ha producido ningún fruto, y nunca producirá fruto. Si un hombre decide estar sin la gracia de Dios, y, no obstante, resuelve hacer una profesión de poseerla, no es sino justo que el grandioso Juez le diga: “Continúa sin la gracia”. Cuando el gran Juez hable al final con aquellos que se apartaron de Dios, simplemente les dirá: “¡Apártense!” A lo largo de toda su vida siempre estuvieron apartándose, y después de la muerte su carácter quedará sellado a perpetuidad. Si eliges estar sin la gracia, tu condenación será estar sin la gracia. “El que es inmundo, sea inmundo todavía”. ¡Que el Señor Jesús no tenga nunca que sentenciar a ninguno de ustedes de esa manera, sino que nos cambie, para que seamos cambiados, y obre en nosotros la vida eterna para Su alabanza y gloria!

 

Entonces al árbol le sobrevino un cambio. Comenzó a secarse de inmediato. Yo no sé si los discípulos vieron correr un estremecimiento a lo largo de la higuera de inmediato, pero a la mañana siguiente, cuando pasaron por allí, según Marcos, se había secado de raíz. No sólo las hojas estaban marchitas, como gallardetes cuando no hay viento; no sólo la corteza parecía haber perdido toda señal de vitalidad, sino que todo el tejido estaba consumido fatalmente. ¿Han visto alguna vez una higuera con sus ramas extrañas e insólitas? Es una visión muy extraordinaria cuando está desnuda de hojas. ¡Atisbo en este caso sus brazos esqueléticos! Está dos veces muerta, muerta desde sus propias raíces.

 

Así he visto al hermoso profesante cuando experimenta una plaga. Ha parecido como algo que ha sentido el aliento del horno que ha consumido su humedad. El hombre ya no es más él mismo; su gloria y su belleza han desaparecido sin remedio. No se alzó ningún hacha; no se encendió ningún fuego; una palabra lo hizo, y el árbol se secó de raíz. Así, sin rayo y sin pestilencia, el profesante que una vez fue valeroso, es golpeado como con el juicio de Caín. Es un destino terrible. Es mejor que el viñador venga a ti con el hacha en su mano, y te golpee con su filo, y te diga: “Árbol, tienes que dar fruto, o serás cortado de raíz”. Una tal advertencia sería terrible, pero sería infinitamente mejor que si nos dejaran intactos en el lugar que ocupamos y nos marchitáramos quietamente hasta la destrucción.

 

Ya he entregado mi carga pesada, poniéndola mucho más sobre mí mismo que sobre cualquiera de ustedes, pues tengo un lugar más prominente que ustedes; he hecho una profesión más sonora que la mayoría de ustedes, y si no tengo Su gracia en mí, entonces me presentaré delante de la multitud que me ha visto en mi verdor, y me secaré hasta las propias raíces, siendo un terrible ejemplo de lo que Dios hace con aquellos que no dan fruto para Su gloria.

 

Pero ahora deseo concluir con algunas palabras más tiernas. Que nadie diga: “Esto es muy difícil”. Hermano, no es difícil que si profesamos algo, se espere de nosotros que seamos fieles a lo que profesamos. Además, les ruego que no piensen que cualquier cosa que mi Señor haga es dura. Todo Él es gentileza y ternura. La única cosa que Él en verdad destruyó jamás fue aquella higuera. Él no destruyó a ningún hombre, como Elías, cuando hizo descender fuego del cielo sobre algunos; ni como Eliseo, cuando los osos salieron del bosque. Él sólo hace que se marchite un árbol estéril. Todo Él es amor y ternura. No quiere secarte, ni lo hará, si eres veraz. Lo menos que puede esperar de ti es que seas fiel a lo que profesas. ¿Te rebelas porque te pide que no hagas el papel de un hipócrita? Si comienzas a dar coces contra Su admonición, parecería como si tú mismo fueras infiel en tu corazón. En lugar de eso, ven e inclínate humildemente a Sus pies, y di: “Señor, si hay algo en esta solemne verdad que tenga que ver conmigo, te suplico que la apliques de tal manera a mi conciencia que pueda sentir su poder, y huya a Ti en busca de la salvación”. Muchos hombres son convertidos de esta manera: estas cosas duras, pero honestas, los sacan de los falsos refugios y los llevan a ser fieles a Cristo y a sus propias almas.

 

“Pero”, -dirá alguien- “yo sé lo que haré; no haré nunca ninguna profesión; no voy a producir hojas”. Amigo mío, eso es tener también un espíritu rebelde y huraño. En vez de hablar así, deberías decir: “Señor, yo no te pido que quites mis hojas, sino que hagas que dé fruto”. No es probable que el fruto madure bien sin las hojas; las hojas son esenciales para la salud del árbol, y la salud del árbol es esencial para la maduración del fruto. La abierta confesión de fe es buena, y no debe ser rechazada. Señor, no quisiera botar ni una sola hoja.

 

“No me avergüenza reconocer a mi Señor,

O defender Su causa;

Mantener el honor de Su palabra,

La gloria de Su cruz”.

 

Señor, yo no quisiera quedar arrinconado; estoy satisfecho con permanecer donde los hombres puedan ver mis buenas obras y glorificar a mi Padre que está en el cielo. No pido ser observado, pero no me avergüenza ser observado; Señor, sólo hazme apto para ser observado. Si un comandante le dijera a un soldado: “Permanece firme, pero ten cuidado de tener tus cartuchos listos, para que no empuñes una arma vacía”, supongan que el soldado le respondiera: “No puedo ser tan minucioso. Yo preferiría correr hacia la retaguardia”. ¿Cuál sería una respuesta apropiada? ‘¡Cobarde!, porque tu capitán te advierte que no seas un impostor, ¡tú prefieres huir por completo! Ciertamente eres de mala calaña. Si no puedes tolerar Su censura, no eres, en verdad, uno del Señor’. Que estas solemnes verdades no nos hagan huir, sino que nos conduzcan a decir: “Señor, te lo suplico, ayúdame a hacer firme mi vocación y elección. Te imploro que me ayudes a dar el fruto esperado. Tu gracia puede hacerlo”.

 

Yo les sugeriría a todas las personas presentes que clamen al Señor pidiéndole que nos haga conscientes de nuestra esterilidad natural. Hermanos poseedores de la gracia, que el Señor haga que lamentemos nuestra esterilidad comparativa, incluso si damos algún fruto. Sentirse muy satisfecho consigo mismo es peligroso; sentir que eres santo, y, ciertamente, que eres perfecto, es estar al borde del abismo del orgullo. Si yergues la cabeza tan alto, me temo que la vas a golpear contra el dintel de la puerta. Si caminas sobre zancos, me temo que caerás. Es algo más seguro sentir: “Señor, yo en verdad te sirvo, y no soy ningún engañador. Yo en verdad te amo; Tú has obrado las obras del Espíritu en mí. Pero, ¡ay!, no soy lo que quisiera ser; no soy lo que debería ser. Yo aspiro a la santidad, ayúdame a alcanzarla. Señor, quisiera yacer en el propio polvo delante de Ti al pensar que después de haberse cavado a mi alrededor y de haber sido abonado, como lo he sido, produzco un fruto tan pequeño. Mi clamor es: ‘Dios, sé propicio a mí’. Aunque hubiera hecho todo, todavía sería un siervo inútil, pero habiendo hecho tan poco, Señor, ¿dónde esconderé mi cabeza culpable?”

 

Por último, cuando hayas hecho esta confesión, y el buen Señor te oiga, hay un emblema en la Escritura que quisiera que copiaran. Supongan que esta mañana se sintieran tan secos, y muertos y estériles, que no pudieran servir a Dios como ustedes quisieran, y ni siquiera pudieran orar pidiendo más gracia, como quisieran hacerlo. Entonces ustedes son parecidos a estas doce varas. Están muy muertas y secas, pues han sido sostenidas en las manos de doce jefes que las han usado como sus báculos oficiales. Estas doce varas han de ser colocadas delante del Señor. Esa es la vara de Aarón, que está tan muerta y seca como cualquiera de las otras. Todas las doce están colocadas en el lugar donde mora el Señor. Las vemos a la mañana siguiente. Once de ellas todavía están secas; ¡pero vean esta vara de Aarón! ¿Qué ha sucedido? Estaba tan seca como si estuviera muerta. ¡Vean, ha retoñado! ¡Eso es maravilloso! Pero, ¡miren, ha florecido! Han brotado flores de almendra. Ustedes conocen el color rosa y blanco de esa flor. ¡Eso es maravilloso! ¡Pero miren de nuevo, ha producido almendras! ¡Aquí las tienen! Vean los verdes frutos que parecen duraznos. Quítenle la envoltura y queda una almendra cuya cáscara se puede quebrar para encontrar el fruto. El poder celestial descendió sobre la vara seca, y retoñó, y floreció e incluso produjo almendras. Dar frutos es la prueba de la vida y del favor. Señor, toma estas pobres varas esta mañana, y haz que retoñen. Señor, aquí estamos, en un manojo; haz aquel milagro antiguo en miles de nosotros. ¡Haznos retoñar y florecer y dar fruto! Ven con poder divino, y convierte a esta congregación de ser un haz de leña a ser una arboleda. ¡Oh, que nuestro bendito Señor pudiera obtener un higo de alguna vara seca esta mañana! Por lo menos un higo como éste: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Hay dulzura en esa oración. A nuestro Señor le gusta el sabor de un higo como este: “Creo; ayuda mi incredulidad”. Aquí hay otro: “He aquí, aunque él me matare, en él esperaré”. Esa es toda una canasta entera de los primeros higos maduros, y el Señor se regocija en su dulzura. ¡Ven, Espíritu Santo, produce fruto en nosotros en este día, por medio de la fe en Jesucristo nuestro Señor! Amén, y Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Mateo 21: 12-32.   

 

 

 

 

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