SANA DOCTRINA - Ministerio de Difusión Bíblica

La Gracia Exaltada y La Jactancia Excluida

 

Sermón predicado la mañana del domingo 19 de enero de 1862

Por Charles Haddon Spúrgeon

En El Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres.

 

“¿Dónde, pues, está la jactancia? Queda excluida. ¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe”    Romanos 3. 27

 

 El orgullo es sobremanera detestable para Dios. Como un pecado, Su santidad lo odia. Como una traición, Su soberanía lo detesta. Como una rebelión, todos Sus atributos están confabulados para reprimirlo. Dios ha tocado con Su dedo otros pecados, pero ha desnudado Su brazo en contra de este vicio. Ha habido, lo sé, terribles juicios contra la lujuria, pero ha habido diez veces más juicios contra esa agigantada lujuria del corazón engañoso.

 

Recuerden que la primera transgresión albergaba orgullo en su esencia. El ambicioso corazón de Eva deseaba ser como Dios, sabiendo el bien y el mal, y Adán imaginaba que sería promovido a un rango divino si se atrevía a cortar y comer. La expulsión del Paraíso, la esterilidad del mundo, los dolores del parto, el sudor de la frente y la certeza de la muerte, todo ello puede ser rastreado hasta este fructífero engendrador del mal: el orgullo.

 

Recuerden a la torre de Babel y cómo Dios esparció y confundió nuestras lenguas. El orgullo del hombre le condujo a buscar una monarquía indivisa para así poder ser grande. La torre debía ser el punto de confluencia de todas las tribus, y habría sido el trono central de toda la grandeza humana, pero Dios nos esparció para que el orgullo no pudiera escalar una pendiente tal alta.

 

Orgullo, tú has sufrido severos reveses que Dios te ha propinado. Contra ti ha pulido Su espada y ha preparado Sus armas de guerra. El Señor, el propio Jehová de los ejércitos lo ha jurado, y seguramente Él envilecerá la soberbia de toda gloria humana y hollará toda jactancia así como es hollada la paja en el muladar. No multipliques palabras de grandeza y de altanería; cesen las palabras arrogantes de tu boca pues los arcos de los fuertes han sido quebrados y la altivez del hombre ha sido abatida

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Recuerda a Faraón y las plagas que Dios trajo sobre Egipto, y los portentos que realizó en el campo de Zoán. Recuerda el Mar Rojo y cómo cortó a Rahab y quebrantó al dragón. Piensa en Nabucodonosor, el poderoso arquitecto de Babilonia, que fue echado de entre los hombres para que comiera hierba como los bueyes hasta que sus uñas crecieron como las de las aves y su pelo creció como plumas de águila. Recuerda a Herodes, que fue comido de gusanos por cuanto no dio la gloria a Dios; y a Senaquerib, con el garfio del Señor en sus quijadas, quien regresó por la ruta por la que había llegado hasta el lugar donde sus hijos se convertirían en sus asesinos.

 

No me alcanzaría el tiempo para hablar de todos los incontables conquistadores y emperadores y hombres valientes de la tierra que han perecido bajo el estallido de Tu reprensión, oh Dios, porque se alzaron y dijeron: “Yo, y nadie más”. Él ha hecho volver atrás a los sabios y ha desvanecido su sabiduría, y nadie puede jactarse en Su presencia. Sí, cuando el orgullo ha buscado escudarse en los corazones del pueblo escogido de Dios, las flechas de Dios la han buscado ahí y han chupado su sangre. Dios sigue amando a Su siervos pero aborrece el orgullo aun en ellos.

 

David puede ser un varón conforme al corazón de Dios, pero si su orgullo lo levanta al punto de hacer un censo del pueblo, entonces tendrá que elegir entre tres castigos y él escogerá de buen grado la peste en la tierra por ser la menor de las plagas. O si Ezequías muestra a los embajadores de Babilonia sus riquezas y tesoros, le vendrá el reproche: “¿Qué vieron en tu casa?”, y la amenaza: “Y de tus hijos que saldrán de ti, que habrás engendrado, tomarán, y serán eunucos en el palacio del rey de Babilonia”.

 

Oh, hermanos, no olviden que Dios ha pronunciado las más solemnes palabras y que también ha emitido los más terribles juicios en contra del orgullo. “Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu”. “No sufriré al de ojos altaneros y de corazón vanidoso”. “La soberbia y la arrogancia… aborrezco”. “Jehová asolará la casa de los soberbios”. “Porque día de Jehová de los ejércitos vendrá sobre todo soberbio y altivo, sobre todo enaltecido, y será abatido”. “He aquí yo estoy contra ti, oh soberbio, dice el Señor, Jehová de los ejércitos”. Hay cientos de terribles textos como estos, pero no podemos citarlos todos.

 

Ahora observen que para poner un estigma perenne sobre la vanidad del hombre, y para arrojar, de una vez por todas, cieno e inmundicia sobre toda la vanagloria humana, Dios ha establecido que la única manera en la que Él salva a los hombres es de un modo que excluye por completo toda posibilidad de que el hombre diga una sola palabra a modo de vanagloria. Él ha declarado que el único fundamento que Él pondrá jamás será uno por medio del cual la fuerza del hombre será hecha pedazos y el orgullo del hombre será humillado en el polvo. Les pido su atención a este tema en esta mañana. Pretendo desarrollar y explicar el significado del texto: “¿Dónde, pues, está la jactancia? Queda excluida. ¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe”.

 

 Notaremos, antes que nada, el plan rechazado, o la ley; luego, el vicio excluido; y habiendo hecho eso, notaremos en tercer lugar, que el propio hecho de que la jactancia está excluida permite la recepción de los peores pecadores; y concluiremos observando que el mismo sistema que excluye la jactancia incluye la humilde y devota gratitud para con Dios por Su gracia y misericordia.

 

 

I. Primero, entonces, EL PLAN RECHAZADO.

 

 Había dos formas en las que el hombre habría podido ser bendecido para siempre. La una era por obras: “Haz esto, y vivirás; sé obediente y recibe la recompensa; guarda el mandamiento y la bendición será tuya, bien ganada y certeramente pagada”. El único plan alterno era: “Recibe la gracia y la bendición como un don gratuito de Dios; comparece como un pecador culpable que no tiene ningún mérito y como un pecador rebelde que merece todo lo contrario a la bondad, y preséntate allí y recibe todas tus cosas buenas, entera, simple y exclusivamente por el amor gratuito y la soberana misericordia de Dios”.

 

Ahora bien, el Señor no eligió el sistema de obras. La palabra ley, tal como es usada dos veces en el texto, es empleada –así lo creen muchos comentaristas- por cortesía para los judíos que eran muy aficionados a esa palabra, para no despertar su antagonismo; pero aquí quiere decir, lo mismo que en otras partes en la Escritura: plan, sistema, método. Había dos planes, dos sistemas, dos métodos, dos espíritus: el plan de obras y el plan de gracia. Dios rechazó completamente, de una vez por todas, el plan del mérito y de las obras, y escogió bendecir a los hombres única y exclusivamente a través del plan, o método o ley de la fe.

 

Ahora, hermanos, hemos puesto los dos planes ante ustedes y les rogamos que noten que hay una distinción entre ambos que no ha de olvidarse nunca. Martín Lutero decía: “Si tú puedes distinguir correctamente entre las obras y la gracia, dale gracias a Dios por tu habilidad y considera que eres un teólogo capaz”. Esto, en verdad, es la base de la teología, y me parece que quien entienda esto claramente no puede ser nunca muy heterodoxo; la ortodoxia será una consecuencia segura, y entenderemos la recta enseñanza de Dios una vez que seamos capaces de distinguir con precisión entre lo que es del hombre: las obras, y lo que es de Dios: la fe y la gracia recibida por fe.

 

Ahora bien, el plan de salvación por obras es imposible para nosotros. Aun si Dios hubiese ordenado que ese fuese el camino por el cual los hombres debieran esforzarse para ser salvados, es seguro que nadie habría sido salvado por él, y por tanto, todos habrían perecido. Pues si tú fueras a ser salvado por las obras, recuerda, oh hombre, que la ley exige de ti la perfección.

 

Una sola falla, una ofensa, y la ley te condena de manera inmisericorde. Exige que la guardes en todos los puntos, y en todos los sentidos y en sumo grado, pues sus demandas son rigurosas en extremo. No sabe nada de perdonar libremente porque tú no puedas pagar, y como un severo acreedor te sujeta por el cuello y te dice: “Págame”; y si tú no puedes pagar hasta el último centavo, te encierra en la prisión de la condenación de la cual no puedes salir.

 

Pero si fuera posible que guardaras externamente la ley a la perfección, con todo, recuerda que se te exige que la guardes en tu corazón así como en tu vida exterior. Una simple desviación del corazón de lo que es recto, una acogida aun a la sombra de una tentación pasajera que te convirtiera en un partícipe del pecado, te arruinaría.

 

“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu mente, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y a tu prójimo como a ti mismo”. Si fallaras en eso, -y ¡oh, quién de nosotros podría ser tan hipócrita como para pensar que no ha fallado diez mil veces!- si fallaras en eso, aunque tu vida fuera virtuosa, aunque tu exterior fuese tal que incluso la crítica misma tuviera que encomiarte, perecerías porque no habrías guardado la ley ni habrías cumplido con sus exigencias plenas.

 

Recuerda, también, que es claro que no puedes ser salvado jamás por la ley, porque si hasta este momento tu corazón y tu vida hubiesen sido completamente sin ofensa, se requiere que lo sean hasta el día de tu muerte. ¿Y esperas tú que cuando las tentaciones te acometan sin darte descanso, cuando las tribulaciones que te invadan sean tan numerosas como los enjambres que una vez se agolparon a las puertas de Tebas, serás capaz de enfrentarte a todas ellas? ¿No se encontrará alguna juntura en tu arnés? ¿No habrá algún momento en el que pudieras tropezar, algún instante cuando el ojo sea el que se desvíe tras la lascivia, o el corazón sea el que se pose sobre la vanidad, o la mano sea la que se extienda para tocar lo que no es bueno?

 

¡Oh, hombre!, recuerda que no estamos seguros de que ese período de prueba ni siquiera terminaría con esta vida, pues en tanto que vivieras y fueras una criatura de Dios, tendrías que cumplir con tu deber y la ley seguiría siendo tu insaciable acreedora. Tu felicidad se tambalearía perennemente en las balanzas; la ley te seguiría incluso al propio cielo; aun allí, puesto que se trataría de tu justicia propia, nunca estaría acabada, y tú podrías caer aun desde aquellas resplandecientes almenas, y aun en medio de esas arpas y enfundado en ese manto blanco podría haber una posibilidad de que perecieras si fueras a ser salvado por tus propias obras.

 

La obediencia de una criatura no acaba nunca; el deber de un siervo de la ley no termina nunca. En tanto que fueses una criatura de Dios, tu Creador te exigiría cosas. Cuánto mejor es ser aceptos en el Amado y enfundarnos en Su justicia consumada como nuestra gloria y nuestra seguridad. Ahora bien, en vista de todo esto, ¿hay alguno de ustedes que preferiría ser salvado por sus obras? O, más bien, ¿hay alguno que preferiría ser condenado por sus obras? Pues ése será ciertamente el resultado, prescindiendo de lo que tú esperes.

 

Ahora, yo supongo que en esta congregación contamos sólo con unos cuantos –pudiera haber algunos- que se entregarían a la esperanza de ser salvados por la ley en sí misma; pero existe un engaño muy difundido que tal vez Dios modifique la ley, o que por lo menos acepte una sincera obediencia aunque fuese imperfecta; que Él dirá: “Bien, este hombre hizo lo que pudo, por tanto, voy a tomar lo que ha dado como si fuese perfecto”. Ahora bien, recuerden que, en contra de esto, el apóstol Pablo declara perentoriamente: “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado”, de manera que esa suposición recibe una respuesta inmediata.

 

Pero, más aún, la ley de Dios no puede cambiar, nunca puede contentarse con recibir menos de ti de lo que te exige. ¿Qué dijo Cristo? “Más fácil es que pasen el cielo y la tierra, que se frustre una tilde de la ley”, y también dijo expresamente: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir”.

 

Las exigencias de la ley fueron satisfechas y cumplidas por Cristo a nombre de los creyentes; pero respecto a las exigencias para quienes están bajo la ley, siguen siendo tan grandes, tan onerosas y tan rigurosas como siempre lo fueron. A menos que Su ley pudiese ser alterada -y eso es imposible- Dios no puede aceptar nada que no sea una obediencia perfecta; y si tú esperas ser salvo mediante tus denodados esfuerzos para hacer lo mejor, tus esperanzas son cosas podridas, engaños y falsedades, y tú perecerás envuelto en las mortajas de tu orgullo.

 

“Sí” –dirán algunos- “¿pero no podría ser en parte por gracia y en parte por obras?” No. El apóstol dice que la jactancia está excluida, y excluida por la ley de la fe; pero si dejamos entrar a la ley de las obras en algún grado, no podemos dejar fuera a la jactancia, pues hasta ese grado tú le das al hombre la oportunidad de congratularse a sí mismo como habiéndose salvado a sí mismo.

 

Permítanme decir esto en términos generales: esperar ser salvado por obras es un engaño; esperar ser salvado por un método en el cual la gracia y las obras obren conjuntamente no es meramente un engaño, sino un engaño absurdo, puesto que es contrario a la propia naturaleza de ambas; que la gracia y el mérito se confabulen alguna vez y obren conjuntamente. Nuestro apóstol ha declarado un sin número de veces que si es por gracia ya no es por obras, de otra manera la gracia ya no es gracia; y si es por obras, ya no es gracia; de otra manera  la obra ya no es obra. Ha de ser una cosa o la otra.

 

Esas dos cosas no pueden unirse en matrimonio, pues Dios prohíbe esas exhortaciones matrimoniales. Él quiere que debe ser, o todo por gracia o todo por obras; o todo por Cristo o todo por el hombre; pero que Cristo sirva de contrapeso, que Cristo suplemente los ajustados vestidos de ustedes agregando un parche exclusivamente Suyo, que Cristo pise una parte del lagar y que ustedes pisen el resto; ¡oh!, eso no puede ser nunca.

 

Dios no será nunca anexado con la criatura. Sería posible enlazar a un ángel con un gusano y pedirles que vuelen juntos, pero Dios unido a la criatura –la sangre preciosa de Jesús con el agua fétida de la zanja de nuestros méritos humanos- nunca, nunca. ¡Nuestras imitaciones de piedras preciosas, nuestras falsedades barnizadas, nuestras justicias que no son sino como trapo de inmundicia nunca serán puestas con las cosas divinas, sempiternas, preciosas, verdaderas y reales de Cristo! ¡Nunca! ¡Sólo que el cielo se funda en una alianza con el infierno y la santidad ande coqueteando con la impureza! Ha de ser una cosa o la otra, ya sea el mérito del hombre de manera única y absoluta, o un favor inmerecido e íntegro de parte del Señor.

 

Ahora bien, yo supongo que si yo fuera a trabajar muy arduamente, como nunca antes, para dar caza y lograr la extinción de este espíritu malvado de entre los hijos de los hombres, aun así se me escaparía, pues se esconde de muchas formas, y por tanto, permítanme decir que en ninguna forma, en ningún sentido, en ningún solo caso y en ningún grado del tipo que sea, somos salvados por nuestras obras o por la ley. Digo que en ningún sentido porque los hombres hacen grandes cambios para mantener viva a su justicia propia.

 

Les voy a mostrar a un hombre que dice: “Bien, yo no espero ser salvado por mi honestidad; no espero ser salvado por mi generosidad ni por mi moralidad; pero por otra parte, yo he sido bautizado; participo de la Cena del Señor; he sido confirmado; asisto a la iglesia, o tengo un asiento reservado en una casa de reunión; en lo tocante a las ceremonias soy irreprensible”.

 

Bien, amigo, en ese sentido tú no puedes ser salvado por obras, pues si no tienes fe, nada de eso te sirve en el asunto de la salvación. Las ordenanzas de Dios serán cosas benditas para ti si eres salvo, pero si no eres un creyente, no tienes ningún derecho a ellas; y en lo que respecta al Bautismo y la Cena, cada vez que los tocas incrementas tu culpa. Ya sea que se trate del Bautismo o de la Cena del Señor, no tienes ningún derecho a ninguna de las dos ordenanzas a menos que ya seas salvo, pues ambas son ordenanzas para creyentes, y únicamente para creyentes.

 

Estas ordenanzas son benditos medios de gracia para almas vivas, vivificadas y salvadas; pero para las almas que no han sido salvadas, para las almas muertas en delitos y pecados, estas ordenanzas externas no sirven del todo para bien, sino que más bien aumentan su pecado, porque tocan indignamente las cosas santas de Dios. ¡Oh, no confíes en estas cosas! ¡Oh, no imagines que una mano sacerdotal y unas gotas sagradas, o que un bautismo ordenado por Dios realizado en el estanque pueden redimirte de alguna manera del pecado, o llevarte al cielo ya que de esa manera la salvación es imposible!

 

Pero si yo expulso de esta guarida al amante de la justicia propia, corre a refugiarse en otra. Encontrarán a otros que suponen que al menos sus sentimientos, que no son sino sus obras en otra forma, pueden ayudar a salvarlos. Hay miles que piensan: “Si yo pudiera llorar en una determinada medida y gemir muy profundamente y experimentar un determinado grado de humillación y un cierto margen de arrepentimiento y una cierta dosis de los terrores de la ley y de los truenos de la conciencia, entonces podría presentarme delante de Dios”.

 

Almas, almas, eso es tráfico de obras en su forma más condenable, pues ha engañado en mayor medida que el tipo más osado de confianza en las obras que dice: “Voy a confiar en lo que yo hago”. Si confías en lo que tú sientes, perecerás tan ciertamente como si confías en lo que haces. El arrepentimiento es una bendita gracia, y ser convencido de pecado por Dios en el Espíritu Santo es un santo privilegio, pero pensar que estas cosas ganan de algún modo la salvación, es ir exactamente en contra de todas las enseñanzas de la Palabra, pues la salvación es únicamente por la gracia inmerecida de Dios.

 

Hay algunos, además, que creen que si sus sentimientos no pueden lograrlo, su conocimiento sí puede hacerlo. Tienen un credo muy ortodoxo; han tachado esta doctrina y aquella otra; creen en la justificación por fe, y su credo ortodoxo es para ellos una confianza. Piensan que debido a que sostienen la teoría de la justificación por fe, entonces serán salvos. Y, ¡oh, cómo acicalan sus plumas; cómo alzan su cola de pavo real porque resultan ser ortodoxos! Con qué terrible orgullo se regocijan sobre sus compañeros profesantes debido a que sostienen la verdad, y piensan que todo el resto de la Iglesia está engañado con una mentira.

 

Ahora bien, esto no es otra cosa que salvación por obras, sólo que son obras realizadas por la cabeza en vez de la mano, y ¡oh, señores!, les diré que si confían en los credos, si esperan ser salvados porque pueden suscribir los treinta y nueve artículos de un libro de oración episcopaliano, o el solemne pacto y la alianza de los calvinistas; si se imaginan que porque reciben la verdad en la cabeza serán salvados, no conocen la verdad, sino que todavía mienten porque se apegan a la falsedad de Satanás, es decir, que la salvación es del hombre y no de Dios.

 

Yo sé que la justicia propia nació en nuestro hueso y que brotará en nuestra carne e incluso aquel hombre sobre quien su poder reinante es reprimido sentirá aún que algunas veces surge. Cuando ha predicado un sermón y le ha ido bastante bien, el diablo subirá las escaleras del púlpito y le dirá: “Bien hecho”.

 

Cuando ha orado en público y ha tenido una fluidez inusual, tendrá que ser cuidadoso no sea que se oiga un susurro a sus espaldas: “Qué hombre tan bueno y dotado eres tú”. Sí, e incluso en sus momentos de mayor fervor, cuando está en la cima del monte con su Señor, tendrá que vigilar incluso ahí, no sea que el autohalago se haga presente: “Oh, hombre grandemente amado, seguramente tiene que haber algo en ti, pues de otra manera Dios no habría hecho así contigo”.

 

Hermanos, cuando estén pensando en su santificación, si son tentados a apartar su mirada de Cristo, desechen eso; y si cuando se están arrepintiendo del pecado no pueden seguir teniendo su mirada en Cristo, recuerden que será un arrepentimiento del que tendrán que arrepentirse pues no hay nada en nosotros mismos que pueda ser ofrecido a Dios. Hay un hedor y una putridez en todo lo que hace la criatura y no podemos presentarnos nunca delante de Dios excepto a través de Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención. Así he procurado denunciar el plan que Dios ha rechazado.

 

 

II. En segundo lugar, DEMOSTRARÉ QUE LA JACTANCIA ESTÁ EXCLUIDA, por qué en un bendito sentido Dios ha escogido el segundo plan, es decir, el camino de la salvación por fe a través de la gracia.

 

 El primer hombre que entró en el cielo, entró por medio de la fe. “Por la fe Abel ofreció a Dios más excelente sacrificio que Caín”. Sobre las tumbas de todo el considerable número de seres humanos aceptados por Dios, tú puedes leer el epitafio: “Conforme a la fe murieron todos éstos”. Por fe recibieron la promesa y en medio de aquel brillante y resplandeciente gentío no hay ni una sola persona que no confiese: “Hemos lavado nuestras ropas, y las hemos emblanquecido en la sangre del Cordero”. Entonces, el plan que Dios ha elegido es uno que es solamente por gracia. Voy a procurar proyectar ese plan ante el ojo de nuestra mente.

 

Vamos a imaginar que Jactancia está sobremanera deseosa de entrar en el reino del cielo. Se aproxima hasta la puerta y toca. El portero se asoma y pregunta: “¿Quién está ahí?” “Soy Jactancia” –responde- “y alego que tengo un derecho al asiento más prominente; alego que yo debería exclamar en voz alta y decir: Gloria sea dada al hombre, pues aunque cayó, se ha levantado y ha forjado su propia redención”.

 

Y el ángel le dijo: “¿Pero no has oído que la salvación de las almas no es del hombre, ni por el hombre, sino que Dios tendrá misericordia del que Él tenga misericordia, y se compadecerá del que Él se compadezca? Márchate, Jactancia, pues el asiento más prominente no puede ser tuyo jamás, cuando Dios, en directa oposición al mérito humano, ha rechazado al fariseo y ha elegido al publicano y a la ramera para que entren en el reino del cielo”.

 

 Entonces Jactancia dijo: “Permíteme que tome mi lugar, entonces, si no en el asiento más prominente, con todo, en algún lugar en medio de la multitud resplandeciente; por ejemplo, permíteme que tome mi lugar en el asiento de elección; que se diga y se proclame que aunque Dios efectivamente eligió a Su pueblo, con todo, fue debido a sus obras que Él previó, y a su fe que Él anticipó, y que, por tanto, previendo y anticipando eso, Él los eligió por causa de una excelencia que Su presciencia descubrió en ellos; permite que me siente ahí”.

 

Pero el portero dijo: “No, tú no puedes sentarte ahí, pues la elección es conforme al propósito eterno de Dios que hizo en Cristo Jesús antes que el mundo fuese. Esta elección no es por obras, sino por gracia, y la razón de la selección del hombre que realiza Dios radica en Él mismo y no en el hombre; y en cuanto a esas virtudes que tú dices que Dios anticipó, Dios es el autor de todas ellas si es que existen, y lo que es un efecto no puede ser una causa primera; Dios destinó a estos hombres a la fe y a las buenas obras, y su fe y sus buenas obras no habrían podido ser la causa de su predestinación”.

 

Luego directamente desde las puertas del cielo sonó la trompeta que proclamaba: “(pues no habían aún nacido, ni habían hecho aún ni bien ni mal, para que el propósito de Dios conforme a la elección permaneciese, no por las obras sino por el que llama), se le dijo: El mayor servirá al menor”.

Entonces Jactancia descubrió que como las obras no tenían ningún lugar en la elección, no había espacio para que ella se sentara ahí, y entonces se quedó pensando dónde podría ubicarse. Así que después de un lapso Jactancia le dijo al portero: “Si no puedo ocupar la silla de elección, me contentaré con sentarme en el lugar de conversión, pues seguramente es un ser que se arrepiente y cree”.

 

El portero no negó la verdad de eso, y entonces este espíritu malvado dijo: “Si un hombre cree y otro no, seguramente eso debe ser por un acto de la voluntad del hombre, y siendo libre y sin sesgo su voluntad, tiene que ser en gran medida un crédito de ese hombre que crea y se arrepienta y sea por tanto salvado, pues otras personas, teniendo oportunidades similares y teniendo sin duda la misma gracia, rechazan la misericordia ofrecida y perecen, mientras que este hombre la acepta; por esa razón permíteme que al menos me siente ahí”.

 

Pero el ángel le respondió airado: “¡Tomar tu asiento allí! Vamos, eso sería tomar el asiento más prominente de todos, pues este es el gozne y el punto crucial, y si tú le dejaras eso al hombre entonces le darías la joya más reluciente de la corona. ¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas? ¿Acaso no es Dios el que en nosotros produce así el querer como el hacer, por Su buena voluntad? Por Su propia voluntad nos engendró con la palabra de verdad, y no es por la voluntad de varón, ni de sangre, ni de nacimiento.

 

Oh, Presumido, tu libre albedrío es una mentira; no es el hombre quien elige a Dios, sino Dios quien elige al hombre, pues Cristo dijo: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros”; y también le dijo a la muchedumbre impía: “No queréis venir a mí para que tengáis vida”, con lo cual asestó un golpe mortal a todas las ideas de libre albedrío cuando declaró que el hombre no quiere venir a Él para tener vida eterna; y como si aquello no fuese suficiente, dijo también en otra parte: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere’”.

 

Así que, Jactancia, aunque no lo admitiera de buen grado, tuvo que quedarse afuera, y no pudo tomar su lugar en el banquillo de conversión en el cielo; y mientras estuvo allí muy poco avergonzada, pues no conoce la vergüenza, oyó un cántico suspendido sobre las almenas del cielo que provenía de toda la multitud allí presente, en acentos como estos: “No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria”.

 

“Fue el mismo amor que preparó el festín

El que gentilmente nos forzó a entrar;

De otra manera aún habríamos rehusado probar

Y habríamos perecido en nuestro pecado”.

 

“Pero entonces” –dijo Jactancia- “ya que no puedo acceder a un lugar tan prominente, permíteme sentarme al menos en el humilde banquillo de perseverancia, y deja que al menos se diga que si bien Dios salvó al hombre y que, por tanto, ha de recibir la gloria, aun así el hombre fue fiel a la gracia recibida; no volvió atrás a la perdición, sino que vigiló y fue muy cuidadoso y se mantuvo en el amor de Dios y, por tanto, se le debe reconocer un considerable crédito, pues mientras muchos se regresaron y perecieron, pudiendo él hacer lo mismo, luchó contra el pecado, y así, por haber usado su gracia se mantuvo a salvo; deja que me siente, entonces, en la silla de perseverancia”.

 

Pero el ángel replicó: “No, no, ¿qué tienes tú que ver con eso? Yo sé que está escrito: “Conservaos en el amor de Dios”, pero ese mismo apóstol prohíbe toda confianza carnal en el esfuerzo humano en esta bendita doxología: “Y a aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén”. Lo que es un mandamiento en una Escritura, es una promesa del pacto en otra, donde está escrito: “Pondré mi temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de mí”.

 

¡Oh, hermanos!, bien sabemos ustedes y yo que nuestra posición no depende de nosotros mismos. Si fuera cierta esa doctrina arminiana que afirma que nuestra perseverancia descansa en nuestras propias manos, entonces la condenación sería la suerte de todos nosotros. Yo no puedo guardarme a mí mismo ni un minuto. Mucho menos año tras año. 

 

“Si alguna vez llegara a suceder

Que unas ovejas de Cristo se perdieran;

¡Ay!, mi veleidosa y débil alma,

Caería mil veces al día”.

 

 Pero, ¿qué dice la Escritura? “Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre”. ¿Y qué dice el apóstol?: “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”.

 

No dispongo del tiempo para citar todos los innumerables pasajes, pero es absolutamente cierto que si hay una doctrina en la Escritura que es más claramente revelada que otras, es la doctrina de la perseverancia de los santos por el poder del Espíritu Santo, y el hombre que duda de esa preciosa verdad, tiene la misma razón para dudar de la Trinidad, para dudar de la divinidad de Cristo o del hecho de la expiación; pues nada puede ser más claro en el significado llano y de sentido común de las palabras, que este: que quienes están en Cristo tienen, aun hoy, vida eterna, y no perecerán nunca.

 

Ahora bien, como esta perseverancia no depende de nuestras obras, sino que como todo el resto de la salvación es un efluvio del amor insondable de Dios, la jactancia está manifiestamente excluida.

 

Pero además, y por último, Jactancia algunas veces solicita ser admitida parcialmente en la glorificación. Me temo algunas veces que una doctrina que es popular en la Iglesia, acerca de los grados de gloria, no está desvinculada por completo de esa vieja justicia propia nuestra que es muy reacia a morir.

 

“Una estrella es diferente de otra en gloria” es una gran verdad; pero esto pueden hacerlo las estrellas sin diferir en grados. Una estrella puede brillar con una refulgencia y otra con otra; ciertamente, los astrónomos nos dicen que hay muchas variedades de color entre las estrellas de la misma magnitud. Un hombre puede diferir de otro, sin suponer una diferencia en rango, en honor o en grado. Por mi parte yo no veo nada en la Escritura acerca de la existencia de grados en la gloria y yo no creo en esa doctrina; al menos si hubiese grados -fíjense en esto- no podrían ser según las obras, sino que tendrían que ser sólo por gracia.

 

Yo no puedo considerar que debido a que un cristiano hubiere sido más entregado a Cristo que otro, habrá una diferencia eterna, pues eso sería introducir obras; esto sería introducir de nuevo el antiguo matrimonio de Agar y traer de regreso al niño de la esclava del cual Dios ha dicho: “porque no heredará el hijo de la esclava con el hijo de la libre, con Isaac”.

 

¡Oh, hermanos!, yo creo que podemos servir a Dios por algún otro motivo que el ruin propósito de tratar de ser más grandes que nuestros hermanos en el cielo. Si he de llegar al cielo, no me ha de importar quién sea más grande que yo, pues si alguien tiene más felicidad en el cielo que yo, entonces yo tendré también más felicidad, pues la identificación entre un alma y otra será tan intensa y tan grande que todos los cielos de los justos serán mi cielo y, por tanto, lo que tú tengas yo lo tendré porque todos seremos uno en la comunión mucho más perfectamente que en la tierra. El miembro individual será absorbido en el cuerpo común.

 

Ciertamente, hermanos, si algunos de ustedes pueden tener lugares más resplandecientes en el cielo, y más felicidad y más dicha que yo, me alegrará saberlo. Esa probabilidad no provoca ahora ninguna envidia en mi alma, o si lo hiciera ahora, ciertamente no lo hará entonces, pues sentiría que entre más tuvieras  más tendré yo. La comunión perfecta en todas las cosas buenas no es compatible con el enriquecimiento privado del uno por encima del otro. En el cielo todo funciona como una sociedad anónima. Incluso en la tierra los santos tenían todas las cosas en común cuando estaban en un estado celestial, y estoy persuadido de que en la gloria tendrán todas las cosas en común.

 

Yo no creo en rangos de nobleza en el cielo, y que los cristianos pobres estén tras la puerta; yo creo, en verdad, que nuestra unión con cada uno será tan grande que las distinciones se perderán por completo, y que tendremos una comunión tan íntima y un interés y un compañerismo tales que no habrá tal cosa como la posesión privada, los rangos privados y los honores privados, pues allá seremos uno en Cristo en la máxima medida posible.

 

Yo creo, en verdad, que Jactancia se queda fuera de ahí, pero pienso que si hubiese esos grados en la gloria, quiero decir, si dependieran de las obras realizadas en la tierra, Jactancia al menos metería su cola; si no introdujera su cuerpo entero, al menos arrastraría algunos de sus malvados miembros sobre la pared, pero el texto dice que está excluida.

 

Permítanme tratar con más detalle esta palabra en especial, y luego proseguiremos. No dice: “Jactancia, te vamos a permitir entrar y que te sientes en el suelo”. No, cierren la puerta y no la dejen entrar en absoluto. “Pero, déjenme entrar” –dice Jactancia- “y me quedaré callada”. No, debe quedarse afuera. “Pero al menos dejen que meta mi pie”. No, exclúyanla; que se quede completamente fuera. “Pero al menos permitan que entre y que salga algunas veces”. No, que se queda afuera; exclúyanla; corran el cerrojo de la puerta; cierren con candados dobles. Díganle de una vez por todas: “Jactancia, márchate de aquí; tú eres despeñada y hecha pedazos, y si tú pudieras reacondicionarte a ti misma y venir una vez más a la puerta para solicitar admisión, serías arrojada fuera con vergüenza”.

 

Está excluida; no puede permitírsele la entrada, en ningún sentido, bajo ningunos términos ni en ningún grado. Como dice Calvino: “Ni una sola partícula de jactancia puede ser admitida, porque ni una sola partícula de obras es admitida en el pacto de gracia”; es por gracia de arriba abajo, desde el Alfa hasta la Omega; no es del hombre ni por el hombre, no es del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que muestra misericordia, y por tanto, la jactancia está excluida por la ley de la fe.

 

 

III.   Y ahora, en tercer lugar, y muy brevemente. Amados en Cristo Jesús, cuán preciosa verdad tengo que sostener en alto ahora ante los ojos de los pobres pecadores perdidos que hoy están conscientes de que no tienen ningún mérito propio. Alma, LA MISMA PUERTA QUE DEJA FUERA A LA JACTANCIA, ENCIERRA ESPERANZA Y GOZO PARA TI.

 

Permítanme enunciar esta verdad ampliamente, para que el ignorante pueda captarla. Tú dices hoy: “Amigo, yo nunca asisto a la casa de Dios, y hasta ahora he sido un ladrón y un borracho”. Bien, en el asunto de la salvación tú estás hoy al mismo nivel que el pecador más moral y que el más honesto incrédulo. Ellos están perdidos puesto que no creen, igual que lo estás tú. Si los más honestos fueran salvados no será por su honestidad, sino por la gracia inmerecida de Dios; y si el más villano fuera salvado, tiene que ser por el mismo plan. Hay una sola puerta al cielo para el más casto así como para el más libertino. Cuando venimos a Dios, los mejores de nosotros no pueden llevar nada consigo, y los peores de nosotros no pueden llevar menos.

 

Yo sé que si lo planteo así algunos dirán: “Entonces, ¿cuál es el bien de la moralidad?” Se los diré. Dos hombres caen accidentalmente al agua allá; uno de los hombres tiene la cara sucia y el otro tiene la cara limpia. Alguien les arroja una cuerda desde la popa del barco, y sólo esa cuerda podrá salvar a los hombres que se están hundiendo, sin importar si sus rostros están limpios o sucios. ¿Acaso no es esa la verdad? ¿Subestimo por eso la limpieza? Ciertamente no; pero no salvará al hombre que se está ahogando así como tampoco la moralidad salvará al moribundo. El hombre limpio puede hundirse con toda su limpieza, y el hombre sucio puede ser rescatado con toda su inmundicia si la cuerda le queda a su alcance.

 

O tomen este otro caso. Aquí tenemos a dos individuos, cada uno con un cáncer terminal. Uno de ellos es rico y se viste de púrpura, y el otro es pobre y se cubre con unos cuantos andrajos; y yo les digo: “Ustedes dos están en igualdad de condiciones ahora; aquí viene el propio médico: Jesús, el rey de la enfermedad. Si los tocase podría sanarlos a ambos; no hay ninguna diferencia entre ustedes de ningún tipo”. ¿Acaso digo por eso que las ropas de uno de los hombres no son mejores que los harapos del otro? Por supuesto que son mejores en ciertos aspectos, pero no tienen nada que ver con el tema de curar la enfermedad. Así la moralidad es una pulcra envoltura para el pestilente veneno, pero no altera el hecho de que el corazón es vil y que el hombre mismo está bajo condenación.

 

Supongan que yo fuera un médico del ejército, y que hubiera habido una batalla. Allá está un hombre: es un capitán y un hombre valiente; él condujo a sus tropas a lo más recio del combate, y se está desangrando con peligro de su vida por una herida profunda. A su lado yace un hombre de la tropa el cual es un gran cobarde y fue herido de la misma manera. Yo me acerco a ambos y les digo: “Ustedes dos se encuentran en la misma condición; ambos tienen el mismo tipo de heridas, y yo puedo sanarlos a ambos”. Pero si alguno de ustedes me dijera: “márchate de aquí; no tengo nada que ver contigo”, su herida será su muerte. Si el capitán me dijera: “yo no te necesito; yo soy un capitán; anda y revisa a ese pobre perro que está allá”. ¿Acaso su valor y su rango le salvarán la vida? No, esas son cosas buenas, pero no son cosas salvadoras.

 

Lo mismo sucede con las buenas obras; los hombres pueden ser condenados tanto con ellas como sin ellas, si las convirtieran en la base de su confianza. ¡Oh, qué evangelio es este para ser predicado en nuestros teatros; decirles a esos vagabundos, a esos individuos que están llenos de todo tipo de cosas repulsivas que el mismo camino de salvación está abierto para ellos como para un par del reino o para un obispo en funciones; que no hay ninguna diferencia entre nosotros en la manera de la misericordia, que todos estamos condenados; que pudiera haber grados respecto a nuestra culpa, pero que el hecho de nuestra condenación es tan cierto para los mejores como para los peores!

 

“¡Oh” –dices tú- “esta es una doctrina que iguala!” ¡Ah, bendice a Dios si eres colocado en el mismo nivel! “¡Oh” –dices tú- “pero esto cercena todo lo que es bueno en el hombre!” ¡Ah!, gracias a Dios si mata todo aquello en lo que el hombre se gloría, pues lo que el hombre considera bueno es a menudo una abominación delante de Dios.

 

Y, ¡oh!, que todos nosotros juntos, morales o inmorales, castos o libertinos, honestos o malvados pudiéramos venir con una cuerda alrededor de nuestro cuello y con las algas de la penitencia enredadas en  nuestros lomos, y decir: “Grandioso Dios, perdónanos; todos nosotros somos culpables; concédenos la gracia aunque no la merezcamos; otórganos Tu favor aunque no tengamos ningún derecho a eso, pero otórganos Tu favor porque Jesús murió”. ¡Oh!, Él no echará nunca a nadie que se acerque de esa manera, pues esa es la manera de la salvación.

 

Y si podemos poner nuestra mano esta mañana –sin importar que anoche estuviera negra de lascivia o que estuviera roja hasta el codo de homicidio- si podemos poner nuestra mano sobre la cabeza de Jesús, y creer en Él, entonces la sangre de Jesucristo, el amado Hijo de Dios, nos limpia de todo pecado. ¿Dónde está la jactancia ahora? Tú, que has hecho tanto por la humanidad, no puedes jactarte pues no tienes nada de qué jactarte. Ustedes, finos caballeros y nobles damas, ¿qué dicen a esto? Oh, sean sabios, y únanse a la oración: “¡Pero Tú, oh Señor, sé propicio a nosotros, miserables pecadores!” Y que el Señor pronuncie sobre nosotros el veredicto: “Vosotros limpios estáis, vayan y no pequen más; todas sus iniquidades han sido perdonadas”.

 

 

IV.   Concluyo observando simplemente que EL MISMO PLAN QUE DEJA AFUERA A JACTANCIA NOS CONDUCE A UNA FERVIENTE GRATITUD PARA CON CRISTO.

 

Algunas veces la gente nos pregunta: “¿piensas que esa cosa es necesaria para la salvación?” O tal vez hagan la pregunta de otra manera: “¿cuánto tiempo crees que un hombre ha de ser piadoso para que sea salvado?” Yo respondo: ‘querido amigo, tú no puedes entendernos pues nosotros sostenemos que esas cosas no salvan en ningún sentido; luego preguntan: “¿por qué, entonces, eres bautizado?” O, “¿por qué caminas en santidad?”

 

Bien, no lo hago para salvarme, sino porque soy salvo. Cuando sé que cada pecado mío ha sido perdonado, que no puedo perderme, que Cristo ha jurado llevarme al lugar donde Él está, entonces digo, Señor ¿qué cosa pudiera hacer por ti? Dímelo. ¿Puedo arder por Ti? Bendita sería la hoguera si pudiera besarla. Si Tú has hecho tanto por mí, ¿qué puedo hacer por Ti? ¿Hay alguna ordenanza que implique abnegación? ¿Hay algún deber que me obligue al renunciamiento? Tanto mejor.

 

“Ahora por el amor llevo Su nombre,

Lo que era mi ganancia lo considero mi pérdida;

Mi antiguo orgullo lo catalogo como mi vergüenza,

Y clavo mi gloria a Su cruz”.

 

Esta es la manera de hacer buenas obras; y las buenas obras son imposibles mientras no vengamos aquí. Cualquier cosa que hagas con la intención de salvarte a ti mismo es un acto egoísta, y por tanto, no puede ser bueno. Sólo lo que es realizado para la gloria de Dios es bueno en un sentido acorde con la Escritura. Un hombre tiene que ser salvado antes de que pueda hacer una buena obra; pero cuando es salvado, no teniendo nada que conseguir y nada que perder y estando ahora en Cristo, bendecido y aceptado, comienza a servir a Dios por pura gratitud y amor.

 

Entonces, la virtud es posible, y puede escalar hasta sus picos más escarpados, y quedarse a salvo allí sin temor a la jactancia que lo arrojaría al precipicio, aunque aún entonces sentirá que su posición no está basada en lo que hubiere hecho, ni en lo que es, ni en lo que espera ser, sino en lo que Cristo hizo, y en el “Consumado es”, que hizo segura su salvación eterna.

 

Oh, necesitamos gracia para que podamos vivir para alabanza de la gloria de Su gracia, con la que nos hizo aceptos en el Amado, produciendo los frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios. Porque de Él, y por Él, y para Él son todas las cosas. A Él sea la gloria por los siglos. Amén.

 

 

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