Jesús el Camino
Un sermón predicado en el año de 1862
Por Charles Haddon Spúrgeon
En El Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres
“Jesús le dijo: Yo soy el camino.” Juan 14: 6
Está oscureciendo y estamos extraviados en medio de los montes. Hay un enorme precipicio por allá, con una brusca pendiente de varios kilómetros. Hay un pantano por allá, y si alguien cayera en él, no podría salir jamás. Hay un bosque más adelante, y si una persona se extraviara en sus sinuosos senderos, ciertamente no encontraría la manera de salir, y sería hasta que el sol saliera. ¿Qué es lo que necesitamos precisamente ahora? Bien, necesitamos a alguien que nos indique cuál es el camino.
Nuestro amigo, el filósofo, con quien hablamos hace media hora, fue muy valioso para nosotros en ese momento, y nos proporcionó mucha información; pero, como no conoce el camino, preferiríamos tener por compañero aun al más humilde muchacho campesino que alimenta a las ovejas en los montes, que a aquel filósofo.
El experto en los clásicos, que nos ha estado recitando algunas admirables líneas de Horacio, y deleitando con una asombrosa cita de Virgilio, nos entretuvo muy bien mientras podíamos ver nuestro camino y guardábamos la esperanza de llegar a nuestro hogar antes de que cayera la noche; pero, ahora, la más insignificante aldeana despeinada, que sólo puede indicarnos el camino hacia la cabaña donde podremos descansar esta noche, será de mayor valor para nosotros. Lo que necesitamos es conocer el camino.
Este es precisamente el caso, queridos amigos, con la pobre humanidad caída. La necesidad de la humanidad no es la refinada disertación del sabio, ni la aguda discusión del polemista; necesitamos simplemente a alguien, aunque sea un muchacho o una mozuela, que nos muestre el camino, y la persona más valiosa que ustedes y yo hayamos visto, o que veremos alguna vez, será la persona que sea bendecida y honrada por Dios para que nos diga: “He aquí el camino a Dios, a la vida, a la salvación, y al cielo.” Entonces, no necesito ofrecer una disculpa por salir otra vez para mostrar el camino.
Hay muchas personas aquí que están extraviadas, y otras sobre quienes están cayendo las sombras de la noche; su cabello es gris, jadean al caminar, y se apoyan en su bastón para sostener sus tambaleantes piernas. Su caso es peligroso; y cuando no pueden descubrir por sí mismas la senda, seguramente escucharán cualquier voz, por áspera que sea, de cualquier persona, por ruda que sea, con tal de poder descubrir cuál es el camino a la vida eterna.
Encontrándome de viaje hace algún tiempo, el cochero nos informó, cuando ya casi oscurecía, que no había transitado nunca por ese camino anteriormente, y sería difícil expresar cuán contentos nos pusimos cuando vimos un poste de señales. Ahora, un poste de señales no es algo muy interesante; no hay nada poético en él; sería cuestionable que sirva de ornamento para la carretera, pues sólo se trata de un brazo extendido con una o dos palabras escritas sobre él; pero, cuando se aproxima la noche, cuando ni el conductor ni tú conocen el camino, es, tal vez, una de las cosas más placenteras que te pudieras encontrar. Yo estaré aquí esta noche como un simple poste de señales. Las palabras podrían resultar prosaicas, pero eso bastaría para ustedes, con tal que les muestran el camino.
El señor Jay nos relata que, en una ocasión, viajando en la diligencia del correo a Bath, quería hacerle muchas preguntas al cochero. Le preguntaba: “¿De quién es esa finca? ¿Qué hacendado es dueño de aquel hermoso prado? ¿Y cuál caballero es el terrateniente de ese distrito? Pero a todas esas preguntas el conductor únicamente respondía: “no lo sé; no lo sé.” Por fin, el señor Jay le preguntó: “entonces, ¿qué es lo que sabes?” “Bien”, -respondió- “sé cómo llevarlo a usted a Bath.” Entonces, ahora, no pretendo mayor conocimiento que este: yo conozco el camino al cielo, y espero poder señalarlo, de manera tan simple y sencilla, que algunas personas aquí presentes, que están extraviadas como en medio de un agreste bosque, puedan ver el camino y, por gracia, sean capaces de correr en él.
I. En primer lugar, entonces, advirtamos LA EXCLUSIVIDAD DE NUESTRO TEXTO: “Yo soy el camino.”
Cristo declara que Él, y sólo Él, es el camino a la paz con Dios, al perdón, a la justicia, y al cielo. La falsedad puede tolerar la falsedad, pero la verdad nunca podría hacerlo. Dos mentiras pueden convivir en la misma casa y no reñir nunca; pero la verdad no puede soportar una mentira aunque esté en la parte más alta del ático. La verdad ha jurado la guerra a muerte contra la falsedad, y, por esto, desconoce absolutamente qué es admitir que su adversaria le dé la mano. El adepto al hinduismo se encuentra al musulmán y le dice: “Sin duda eres tan sincero como nosotros lo somos, y todos juntos nos encontraremos al final en el lugar correcto.” Ellos abrazarían al cristiano también, y le dirían lo mismo; pero es necesario, si nuestra religión es verdadera, que denuncie a todas las demás, y que deba decir a quienes no conocen a Cristo: “Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo”; ay, y va más allá todavía, y pronuncia su anatema contra aquellos que pretenden cualquier otro camino. “Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema.” Yo simplemente menciono otros caminos diferentes para asegurarles, en el nombre de Dios, que son caminos que conducen a la perdición, y que ninguno de ellos puede llevarlos al cielo, pues sólo hay un camino por el que el alma puede llegar a Dios, y encontrar vida eterna, y ese camino es Cristo.
Me parece que veo a la humanidad perdida como extraviada en un gran desierto. No hay huellas de pisadas, no hay sendas, y súbitamente se presenta ante la añorante mirada de los viajeros perdidos una bruja que, con su mano ensangrentada, y con ojos que destellan fuego, apunta en una dirección, y les dice: “hombres perdidos, este es el camino.” ¿Y qué es lo que está ante sus ojos? Puedo ver el carro del Gigante rodando a lo largo de las calles y aplastando, en cada revolución de sus ruedas, la carne y los huesos de un pobre hombre, que, cuando el espíritu ha partido con un gemido, queda allí como un monumento a la superstición. Y habiendo señalado hacia allá, esta hechicera le dirá a la madre que tome a su hijo, y arroje a su ser querido al río Ganges. “Este es el camino”, -dice la malvada hechicera de Superstición- “por medio del cual han de ir a Dios.”
Pero nosotros la denunciamos; en el nombre de Dios, la denunciamos como a un demonio escapado del infierno. “¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma?” Ah, no; Dios aborrece un sacrificio así. No pueden pensar cuerdamente que lo que es aborrecible para ustedes pueda ser aceptable para Dios, que lo que ustedes mismos detestarían ver, pueda ser deleitable ante Él.
No, hermanos, Dios no les pide ninguna laceración de la carne, ni que se maten de hambre, ni que usen cilicios; tampoco pide cordones alrededor de los lomos; todas estas cosas no le importan, y son un fastidio para Él.
Si quieres agradar a Dios, hablando a la manera de los hombres, es más probable que lo hagas siendo feliz que siendo infeliz. ¿Crees tú que un hombre podría agradar a los demás mediante gemidos y suspiros? No lo creo: ¿y cómo, entonces, podría agradar a Dios sometiéndose a torturas, si Dios es el Dios que encontramos revelado para nosotros en la Santa Escritura? Arrepiéntanse, entonces, todas ustedes, naciones del Oriente, y oh, que todas las tierras se volvieran de esta cruel falsedad, pues este no es el camino al cielo.
En nuestro propio país, tenemos engañadores mucho más atractivos que esa vieja bruja, tenemos falsos profetas que los podrían engañar con mayor facilidad. Permítanme referirme a algunos de los caminos populares para ir supuestamente al cielo, pero que con seguridad conducen al infierno:
Está el camino de las buenas obras. Yo hubiera pensado que, habiendo distribuido tantos millones de folletos, y habiendo predicado tanto en las calles, y habiendo hablado tan largamente acerca de la salvación de los hombres por medio de la sangre de Cristo y no por obra de ellos mismos, la anticuada herejía de la justicia propia habría sido echada fuera del campo. Pero todavía mantiene una firme posición. Cuando converso con la gente, encuentro que, en todos los escalones de la sociedad, existe la misma creencia: que los hombres han de ir al cielo por lo que hacen.
“¡Ah”, me dijo alguien ayer- “yo supongo que usted se siente abatido a veces.” “Sí”, -le respondí- “a veces me siento abatido.” “Vamos”, -comentó él- “yo pensaría que algunas veces los mejores hombres difícilmente pueden considerar su vida pasada con placer, y, por ello, han de sentirse un poco temerosos del futuro.” “¡Oh!”, -respondí- “si tuviera que mirar mi vida pasada como la base de mis expectativas para el futuro, estaría abatido, sin duda; pero, ¿no sabes que todas mis buenas obras no me salvarán, y que todos los pecados que he cometido en toda mi vida pasada no me condenarán nunca?” “No”, dijo, y se veía sorprendido frente a una doctrina tan singular como esa.
El Evangelio enseña, ciertamente, que cuando un hombre cree en Cristo, su pecado del pasado es enteramente borrado, y le es dada la justicia de Cristo, así que el hombre no es salvado por lo que es, ni condenado por lo que fue, sino que es salvado por medio de Jesucristo, y únicamente por medio de Jesucristo.
Me subí a un bote, no hace mucho tiempo, y mientras el barquero remaba, quise iniciar una conversación con él. Entonces comenzó a hablarme acerca de unas “nuevas luces” que habían surgido en la aldea; la gente siempre se fija más en los fuegos fatuos que en el propio sol. Al cabo de un rato le hice la pregunta acerca de cómo esperaba ir al cielo. Bien, me respondió que había educado a ocho hijos sin haber recibido nunca ninguna ayuda del distrito; era un hombre honesto, y siempre hacía favores a sus vecinos; cuando la epidemia del cólera estaba en lo fino, él era casi el único hombre en la aldea que se levantaba en la noche y corría en busca del doctor, y sentía que si él no llegaba al cielo, a la mayoría de la gente le iría muy mal. Yo, en verdad, temo lo mismo, y en relación a él, también, si eso es todo en lo que se apoya.
Cuento estas dos historias, entresacadas de dos clases de la sociedad, porque yo sé que tenemos necesidad de continuar repudiando esta vieja mentira de Satanás: que los hombres han de ser salvos por sus obras. Esas hojas de higuera que Adán tejió para cubrir su desnudez son todavía las favoritas de sus descendientes. No quieren tomar el manto de la justicia de Cristo, sino que prefieren ocuparse de su propia salvación.
Una palabra o dos para ti, mi querido amigo. ¿Dices que irás al cielo guardando la ley? Ah, has oído el viejo proverbio que se refiere a cerrar con llave el establo cuando el caballo ya se fue; ¡me temo que es muy aplicable a ti! Así que vas a mantener el establo cerrado ahora, pero, ¿estás seguro que el caballo no se saldrá nunca? Sí, amablemente te pido que vayas y mires, y ¡descubrirás que ya se escapó! Vamos, ¿cómo puedes guardar la ley que ya has quebrantado? Si quieres ser salvado, la ley de Dios es como un jarrón impecable de alabastro que debe ser presentado a Dios sin grieta o mancha: pero, ¿no ves que ya has quebrado el jarrón? Vamos, allí hay una rotura. “¡Ah!”, -dices- “eso sucedió hace mucho tiempo.” Sí, yo sé que así fue, pero aun así se trata de una rotura; y allí está la negra huella de tu pulgar justo abajo. Vamos, hombre, el jarrón ya está quebrado, y tú no puedes ir al cielo por tus buenas obras, ya que no tienes ninguna. Es más, tú has quebrantado todos los mandamientos de Dios. Lee el capítulo 20 de Éxodo: léelo completo, y comprueba si hay un solo mandamiento que no hayas violado, y creo que pronto descubrirás que, desde el principio hasta el propio fin, te verás obligado a exclamar: “He pecado, oh Señor, y soy condenado en esto.” Ya has quebrantado la ley. Pero entonces me dirás que no la has quebrantado en público, y que tú cultivas un respeto exterior hacia ella. Sí, pero, ¿qué importa esto si internamente el corazón es inicuo? Aun si un hombre pudiera guardar la letra externa de la ley sin mancha o error, sin embargo, en tanto que en razón de la espiritualidad de la ley, es completamente imposible que alguien de la raza caída de Adán pudiera guardarla, nadie puede ser salvado por la ley.
Oí una historia, el otro día, que precisamente ilustra la manera en la que la gente hace una distinción entre pecado interno y pecado externo. Sucedió que un cierto supervisor de la escuela dominical oyó a una muchacha que lloraba amargamente al concluir la escuela, después de que los otros estudiantes se hubieron ido. Él se acercó a ella, y le preguntó por qué lloraba, y ella le respondió: “La supervisora me ha retenido, y me ha estado hablando acerca de mi vestido; ella dice que yo no debería vestirme tan elegantemente; yo pagué por mi vestido, y tengo el derecho de usarlo.” Llamaron a la dama y después de una breve conversación con el supervisor, que era sabio y prudente, enviaron a la muchacha a casa. Ahora, la propia señorita era conocida por la elegancia de su vestir; ella vestía muy elaboradamente en todo momento; entonces, después que despacharon a la muchacha, nuestro amigo sólo hizo esta pregunta: “Señorita Tal y Tal, usted me disculpará pero, ¿nunca se le ocurrió que su propia forma de vestir es más bien elegante?” “Sí”, -respondió ella- “pero esa chica lleva flores en su sombrero.” “Bien”, -dijo él- “discúlpeme”, -y la miró- “creo que usted lleva flores en el suyo.” “¡Ah, sí!”, -replicó ella- “pero, ¿no ve, acaso, que las mías están dentro del sombrero y las de ella están fuera?”
Ahora, esta es precisamente la manera en que algunas personas hablan acerca del pecado. Ustedes condenan a un hombre porque es un gran pecador; no quisieran asociarse con un pecador tan grande. Si simplemente se miraran a ustedes mismos, verían que son tan grandes pecadores como él, sólo que la diferencia radica en esto: ustedes tienen las manchas de carácter por dentro y él las tiene por fuera. De verdad, algunas veces, el notorio pecador es el menos ignominioso de los dos. ¿Piensan realmente que Dios hace una distinción tan vana y tan vacía como esta? No, en verdad que no. Si el pecado está en ti o sobre ti, si es un pecado interno o externo, te destruye, y como no puedes guardar la ley en tus partes interiores, ¿por qué ocuparte en forzarte y quebrantarte con imposibilidades?
Este no es el camino al cielo. Desde que Adán cayó, ningún hombre ha pasado jamás a través de esa puerta para entrar en la vida eterna. Además, aun suponiendo que el pasado fuera borrado, no podría guardar la ley en el futuro, pues, ¿cuál es su naturaleza? Es algo tan ruin que tiene la garantía de violar la ley. Ustedes han oído acerca de las mujeres a las que se les ordenó que llenaran de agua un recipiente, y se les dijo que trajeran el agua en cubetas que estaban llenas de hoyos. Este es justamente el duro trabajo de ustedes; tienen que llenar el tremendo océano de la ley, y sus cubetas están llenas de hoyos. Su naturaleza, aunque la remienden como puedan, y la reparen como quieran, está todavía llena de hoyos; y su pretendida bondad se escurrirá, gota a gota, y peor aún, sus esfuerzos serán como agua derramada sobre el suelo, que no puede ser recogida. ¡Oh, señores!, se los suplico, no busquen entrar en el cielo por las obras de la ley, pues esto dice el Espíritu: “El hombre no es justificado por las obras de la ley.”
Hay otro guía, sin embargo, que es tan popular, o más bien, es mucho más popular. Se llama a sí mismo Obediencia Sincera. Así lo expresa: “Bien, si no puedo guardar la totalidad de la ley, confiaré en la misericordia de Dios para que compense la diferencia; no tengo dudas de que lo que yo haga puede significar un gran avance, y entonces el Señor Jesucristo suplirá el peso; tal vez me quede un poco corto, tal vez una onza o dos, pero entonces la expiación intervendrá, y de esta forma la balanza se inclinará a mi favor.”
¡Ah!, ¿y piensas tú que Jesucristo se uncirá contigo para obrar tu salvación? “He pisado yo solo el lagar, y de los pueblos nadie había conmigo.” Este es el grito triunfante del Guerrero cuando regresa de Edom, de Bosra, con vestidos rojos; ¿y piensas tú que después de ese discurso sin par, tu insignificante voz será oída diciendo: “pero yo estaba allí; yo hice mi parte y mi porción”? No, en verdad; tú pecas al dar cabida a ese pensamiento, y no haces sino maldecirte doblemente al imaginar que Cristo hará, alguna vez, parte de la obra, y que te permitirá ser Su ayudador. Igual que la obra de la creación, así es la obra de la salvación, únicamente del Señor. De principio a fin, no es del hombre ni por el hombre.
Hay también otro error, que es popular en ciertos círculos, y es: la salvación por medio de ceremonias. Lo encontramos en la Iglesia de Roma hasta este día; ciertos abracadabras pronunciados por el sacerdote, y la cosa está hecha. Nosotros contamos también con un ilusionismo similar, en eso que es la casa vecina de la Iglesia de Roma: la comunidad puseyista en nuestra propia tierra. Nosotros, en verdad, no somos nada; no somos ordenados regularmente; nosotros somos laicos; no tenemos ningún derecho de predicar, y así sucesivamente; pero ellos, los descendientes inmediatos de los apóstoles, ellos son los hombres; un contacto de su dedo, una señal de la cruz, y un heredero de la ira se convierte instantáneamente en “un miembro de Cristo, un hijo de Dios, y un heredero del reino del cielo.”
Es verdad que el niño puede llegar a ser colgado posteriormente; pero, ¡se nos dice que hemos de creer genuina y devotamente que en la santa rociadura, allí y en ese momento, fue constituido en una parte del cuerpo de Cristo! ¿Creen eso? Ingleses, ¿creen eso? ¿Acaso se ha extinguido de tal manera el eco de la voz de Wycliffe que estos mercenarios de Roma, que son ruines de nacimiento, han de regresar, y usurpar el dominio de sus conciencias? Hijos de los Covenanters (firmantes del pacto escocés de la reforma religiosa), descendientes de los gloriosos puritanos, ¿tolerarán alguna vez esto, que es peor que el catolicismo romano, este papado disfrazado, que se esfuerza por entrar a hurtadillas en la Iglesia de ustedes? ¡No, verdaderamente, sea anatema! Como dijo el apóstol, igual decimos nosotros; y de Gerizim a Ebal que todo Israel diga: “¡Amén!”
Una vez, Oliver Cromwell entró a la Cámara de los Comunes cuando todavía era el Sr. Cromwell, el representante de Huntingdon, y, quitándose el sombrero, dijo: “Acabo de venir de la iglesia de la Cruz de San Pablo y oí predicar allí a un hombre que habló puro catolicismo romano.” En verdad, si el señor Cromwell estuviera aquí ahora, podría entrar a muchas de nuestras iglesias, y decir: “oí a un hombre allí que predicó puro catolicismo romano.”
Pero yo en verdad confío, queridos amigos, que la honesta protesta de los ministros de Dios, y el celo sincero de aquellos benditos hombres de Dios que están en la Iglesia Establecida, -me refiero al clero evangélico- todavía serán capaces de contener este engaño tan popular. De igual manera podrían esperar ser salvados por los gruñidos de una bruja que por los actos de un sacerdote; podrían espera de igual manera entrar al cielo por medio de blasfemias que por los susurros de ciertas palabras de un sacerdote que cree que contienen alguna virtud.
Dios, nuestro Dios, ha denunciado repetidamente a aquellos que se deleitan en estos errores y que minimizan la sangre de Cristo y el poder y el mérito de Su justicia. Les ruego que ninguno de ustedes piense que este es el camino al cielo, pues no lo es. “Jesús le dijo: Yo soy el camino.”
Casi ni debería mencionar algunos otros de estos viejos caminos, pues cada quien parece tener un camino para sí. Un hombre está suscribiendo tantas libras esterlinas para obras de caridad, así que eso basta para él; otro pretende construir una hilera de asilos, así que eso basta para él; otro perteneció siempre a una muy respetable familia, y espera que no será enviado a la perdición con la gente común; y así, todos los hombres tienen algún tipo de refugio en una cosa u otra; pero les repito que si tienen algún refugio que no sea el expresado en el texto, es un refugio de mentiras, y el granizo barrerá con él. ¡Que Dios lo barra esta noche, y los deje desnudos y sin ningún abrigo, para que sean conducidos a aceptar a Cristo como el camino, el único camino, al cielo!
Entiéndannos, entonces: podríamos parecerles intolerantes, podría parecer que hablamos muy duramente, pero lo que está en juego aquí es nuestra alma en caso de equivocarnos. No hay otro camino al cielo excepto uno; ese único camino es Cristo, y si caminan en él, entonces han de confiar simple, entera y únicamente en lo que Cristo hizo en la cruz, y en lo que hace hoy en el cielo mediante Su intercesión; y el que no entra por esta puerta, no entrará jamás en absoluto. Aquel que no quiera doblar su cerviz bajo este yugo no será aceptado por Dios. El cielo sólo tiene esta puerta, y si no entran por esta puerta, no queda nada para ustedes sino “una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego.”
II. Ahora tenemos que notar LA PERSONALIDAD DEL TEXTO: “Yo soy el camino.”
Supondremos de nuevo que hemos perdido el camino, y nos encontramos con un hombre, y le preguntamos cuál es el camino. Él responde: “yo soy el camino.” ¿Qué quiere decir? Si hubiera dicho: “yo soy el guía”, yo entendería eso; ¡pero dice que él es el camino! Supongan que ese hombre tuviera un caballo y un carruaje y que yo le preguntara por el camino, y él respondiera: “yo soy el camino”. No, tú eres el medio de transporte a lo largo del camino, no el camino; no puedo comprender cómo tú pudieras ser el camino.
Pero voy a suponer que estoy en una comarca del país, algo así como lo que queda al descubierto después de que la marea se retira en la boca del Estuario de Solway. Los jóvenes y los niños se adentran algunas veces en esas arenas, y la marea puede retornar súbitamente antes de estén conscientes de ello, y así se exponen a morir ahogados. Nosotros somos dos niños jugando sobre la arena, y de repente percibimos que el mar nos ha rodeado por completo, y que no hay ninguna posibilidad de que alcancemos la tierra. Pero se aproxima un hombre en un noble caballo, y cuando le gritamos: “señor, ¿cuál es el camino de escape”? Él se inclina en su caballo, nos levanta con firmeza, y nos dice: “muchachos, yo soy el camino.” Ahora, en este caso podemos entenderlo perfectamente, porque él hace el trabajo tan plenamente, tan completamente, y tan enteramente, él solo, que es un asunto de sentido común que diga: “yo soy la vía de escape para ustedes.”
O pongámoslo de otra manera. Hay un incendio por allá, y hay un niño asomado a la ventana, que pregunta cuál es el camino de escape. Un hombre fuerte alza sus brazos; todo lo que quiere que el niño haga es que salte y que le permita sostenerlo con sus brazos, así que le responde: “yo soy el camino, hijo mío; si quieres ser rescatado de la casa en llamas, yo soy el camino de tu liberación.”
Vean que si Él sólo nos mostrara el camino por el que debemos ir, Cristo no podría decir: “Yo soy el camino”; pero cuando Él lo hace todo de principio a fin, cuando lo quita por completo de nuestras manos, y lo convierte en un asunto propio, desde el Alfa hasta la Omega, entonces no se trata de forzar el discurso humano cuando el Maestro dice: “Yo soy el camino”.
Expongámoslo sencillamente. Pecador, tú estás en deuda con Dios; tú dices: “¿cómo puedo pagarle? ¿Puedo yacer en las llamas del infierno? Si pudiera, aunque permaneciera con eternas quemaduras, no podría pagar la deuda; debo quedarme allí para siempre.” Cristo replica: “Yo soy el camino”, y dice la verdad, porque Él es el Pagador y también el pago. Él, en lugar tuyo, en tu sitio y en sustitución tuya, pecador, -si ahora crees en Cristo- Él, en lugar tuyo, en tu sitio y en sustitución tuya, tomó toda tu culpa, pagó todas tus deudas, hasta el último centavo. Si tú eres un creyente, tu exoneración está firmada y sellada, pues no hay nada pendiente por parte tuya para con Dios, excepto fidelidad y amor.
Pero tú me dices que le debes a Dios perfecta obediencia. La debes; y Cristo ha obedecido perfectamente, y, por tanto, te dice: “Yo soy el camino”. Él ha guardado la ley, la ha engrandecido, y la ha hecho honorable; y lo que tú tienes que hacer es tomar la obra que Él ha concluido, y descubrirás que Él es el camino. ¿Quieres ser un hijo de Dios esta noche? Cristo te dice: “Yo soy el camino.” Sé uno con Cristo, y entonces, como Cristo es el Hijo de Dios, tú serás también un hijo de Dios. ¿Quieres tener paz con Dios? Confía en Cristo esta noche; pon tu alma en las manos de Cristo; Él es nuestra Paz, y entonces Él será el camino a la paz para ti. ¿Quieres tú, en suma, ser salvado esta noche?
Oh, mis queridos oyentes, ¿no hay algunos entre ustedes que quieran ser salvos esta noche? Entonces Jesús dice: “Yo soy el camino”, no simplemente el Salvador, sino la salvación. Confíen en Cristo, y tendrán la salvación, pues Cristo dice: “Yo soy la salvación”. Tómalo, y al tomarlo, tienes la sangre que lava, el manto que cubre, la medicina que sana, las joyas que decoran; tienes la vida que preservará y la corona que adornará. Cristo es todo en todo; todo lo que tienes que hacer es confiar en Cristo, y confiando en Él, encontrarás que Él es el camino, desde el principio hasta el propio fin.
III. Pero debo concluir exhortándolos a que acepten el consejo que está implicado aquí. “Yo soy el camino”; no meramente, “Yo fui el camino para el ladrón en la cruz”, sino, “Yo soy el camino para ti esta noche”; no “Yo seré el camino cuando sientas más tu necesidad, y cuando por tu propia obra hayas logrado un mejor estado”; sino pecador, “Yo soy el camino precisamente ahora. Yo soy el camino para ti, tal como eres; Yo soy el camino para todo lo que necesitas.”
Algunas veces vemos vías de ferrocarril que se aproximan a la ciudad, pero no llevan a los trenes al corazón del lugar, y luego tienes que tomar un coche o un ómnibus para completar el viaje. Pero este “camino” corre directo desde el corazón de la depravación de la condición humana hasta el propio centro de la gloria, y no hay necesidad de tomar ninguna otra conexión para completar el camino.
Ustedes recordarán lo que el buen Richard Weaver dijo, en esta plataforma, cuando estaba ilustrando el hecho de que Cristo salva a los pecadores, y que los salva justo ahora. Nos contó una historia de un amigo suyo en Dublín, que le llevó un boleto de primera clase para Liverpool, y le dijo: “cubre el viaje de principio a fin”, y ustedes recordarán cómo ilustró esto diciendo que, cuando vino a Cristo, puso su confianza en Él, y recibió un boleto de primera clase al cielo que cubría el viaje de principio a fin. “No interrumpí mi viaje para conseguir un nuevo boleto”, dijo; “no había temor de que mi boleto sólo tuviera validez para la mitad del camino, pues era un boleto que cubría el viaje de principio a fin. Yo no pagué nada”, -dijo Richard- “pero eso no importaba; mi boleto bastaba; los revisores vinieron, y miraron, y dijeron: ‘muestren sus boletos, caballeros’; no dijeron ‘muéstrense ustedes’, sino, ‘muestren sus boletos’; y no se acercaron a la puerta, diciendo: ‘ahora, señor Weaver, usted no tiene nada que hacer en este vagón de primera clase; usted es sólo un pobre hombre; debe salir; no está vestido de manera aceptablemente elegante’; tan pronto como vieron mi boleto, el boleto que cubría el viaje de principio a fin, eso bastó; y así”, -bien lo dijo ese hombre de Dios- “cuando el diablo se me acerca y me dice: ‘Richard Weaver, ¿cómo esperas llegar al cielo?’ yo le muestro mi boleto; él me dice: ‘mírate cómo eres’. ‘No’, respondo, ‘eso es precisamente lo que no voy a hacer; mira mi boleto’. Mis dudas y temores dicen: ‘mira lo que eres’; ¡ah!, no importa lo que soy; yo miro a lo que Cristo me dio, y que Él mismo compró y pagó: ese boleto de fe que ciertamente me llevará todo el camino.”
Eso tiene que ver con el fin del camino, ustedes ven; el boleto les llevará hasta el fin. Cristo es también el camino hasta el fin; pero esta noche yo quiero mostrarles que Él es el camino hasta el fin de ustedes así como hasta el fin de Dios. Cristo ha conducido el tren hasta el propio cielo, pero, ¿corre desde donde yo estoy? Porque, si no, si hay un espacio entre mí y el lugar donde el tren se detiene, ¿cómo voy a llegar allá? No puedo contar con el carruaje de Moralidad, porque el eje está quebrado. No me voy a subir al gran ómnibus de Ceremonias, pues el conductor ha perdido su gafete, y estoy seguro de que el mal provendrá de ello.
Entonces, ¿cómo he de llegar allá? No puedo llegar allá en absoluto a menos que el camino llegue justo aquí donde yo estoy. Bien, gloria sea dada a Dios, porque en efecto llega precisamente donde tú estás, pecador. No tienes que agregarle nada –no tienes que prepararte para Cristo, no tienes que reunirte con Jesús a mitad del camino, no tienes que limpiarte, para permitirle que sólo te dé los toques finales, no tienes que remendar tus vestidos para que Él los vuelva superfinos- no, sino que, tal como eres, Cristo te dice: “Yo soy el camino”.
Pero tú preguntas: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” “¿Hacer?”, –dice Él- “¿hacer?” Nada, excepto creer en mí; confía en mí, confía en mí ahora. Me parece que oí que alguien que está en uno de los asientos del balcón superior comenta: “Cuando llegue a casa esta noche, voy a orar”. Espero que ores; pero eso no es el Evangelio. El Evangelio es: confía en Jesucristo ahora; Cristo es el camino ahora, no únicamente desde tu aposento hasta el cielo, sino desde este lugar, desde el propio sitio donde estás ahora, hasta el cielo.
Les repito, queridos hermanos, que aborrezco desde lo íntimo de mi corazón ese nuevo tipo de legalidad que es predicada por algunos ministros, que quieren que no le digamos al pecador que crea en Cristo ahora, sino que debe estar sujeto a un proceso preparatorio de convicción y cosas semejantes. Esto es nuevamente el papado, pues contiene la propia esencia del papado. En vez de eso, yo alzo la cruz de mi Señor delante de los que están muriendo y de los muertos, delante de los ciegos, de los arruinados, y de los inmundos. Confía en Jesucristo, y tú eres salvo.
“Pero yo tengo muchos pecados.” Él tenía muchas gotas de sangre. “Pero yo soy un gran pecador.” Él es un gran Salvador. “Pero yo soy tan negro.” Su sangre es tan eficaz que puede volverte tan blanco como la nieve. “Pero yo soy tan viejo.” Sí, pero Él puede hacer que nazcas de nuevo. “Pero yo le he rechazado tantas veces.” Él no te rechazará. “Pero yo soy la última persona del mundo para ser salvada.” Entonces allí es donde Cristo comienza; Él siempre comienza por el último hombre. “Pero yo no puedo creer eso…” ¿Qué es lo que no puedes creer? “No puedo creer…” Te repito la pregunta, ¿qué es lo que no puedes creer? Mi Maestro es el Señor del cielo que no puede mentir; y ¡tú me dices que no puedes creer en Él! Mi Maestro nunca mintió a algún ángel o a los hombres, y no puede hacerlo, pues Él es la verdad misma; y esto es lo que Él dice: que cualquiera de ustedes que confíe en Él esta noche, Él lo salvará; y si dicen que no pueden creer en Él, hacen a Dios mentiroso, porque no creen en Su Hijo Jesucristo.
Te exhorto, por el día del juicio y por el mundo envuelto en llamas, que no digas que el Dios que te hizo te mentiría. Pecador, nunca será hallado un espíritu en el infierno que pudiera decir: “yo confié en Cristo, y fui engañado; yo me apoyé en la cruz, y sus maderos podridos crujieron, y me fallaron; yo miré a la sangre de Jesús, y no pudo limpiarme; yo clamé al cielo, pero el cielo no me oyó; yo tomé a Jesús en mis brazos para que fuera mi Mediador, y, sin embargo, fui echado de la puerta de la misericordia; no hubo piedad para mí.” Nunca, nunca habrá un caso así. Sería bueno, estaba a punto de decir, que no estuviera predicando a hombres depravados, y, sin embargo, ¿a quiénes más iríamos? Porque esta es una triste reflexión, que tantos de ustedes darán la vuelta sobre sus talones y dirán: “no hay nada en esto.”
Pero, ¿quiénes son aquellos que mirarán a Cristo? Bien, aquellos que Dios ha elegido, en quienes el Espíritu, como resultado de la elección divina, obrará eficazmente, y quienes serán los verdaderos trofeos de la pasión del Redentor. Pero, fíjense que todos ustedes han oído el Evangelio esta noche; y cuando ustedes y yo nos encontremos cara a cara, mientras la trompeta del juicio esté sonando en cada oído humano, cuando esta sólida tierra se cimbre, cuando los cielos se inclinen, y la luz de las estrellas palidezca y se debilite, yo daré este testimonio: que yo les mostré claramente el camino de salvación; y en aquel gran día seré capaz de decir de cada uno de ustedes: “si perecen, su sangre no estará a mi puerta.”
¿Hay alguien que no me haya entendido? ¿Hay alguien que todavía piense que se ha quedado fuera, y que no puede ser salvado? Para ti, amigo, sí, para ti, agrego esta palabra: “Puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios”; y aunque tú estés negro por causa de robos, o rojo de sangre, o manchado hasta los codos por la lujuria, Él puede salvar; y confiando en Él, confiando en Él de todo tu corazón, encontrarás que Él, en verdad, te llevará al lugar donde te verá con deleite, habiéndote lavado en Su sangre.
Nota del traductor:
Puseyismo, puseyista: Se refiere a Edward B. Pusey, uno de los líderes del movimiento de Oxford, del siglo 19, de fuertes tendencias favorables a la Iglesia de Roma, que lo llevaron a favorecer la confesión privada y a apoyar el avivamiento del ritualismo.
|