Humildad
Sermón predicado la mañana del domingo 17 de marzo, 1861
Por Charles Haddon Spúrgeon
En Exeter Hall, Strand, Londres
“Sirviendo al Señor con toda humildad.” Hechos 20: 19
No es frecuente que un hombre pueda hablar, sin peligro, de su propia humildad. Los hombres humildes están mayormente conscientes de un gran orgullo, mientras que quienes se jactan de humildad no tienen nada de ella sino una falsa pretensión, y realmente carecen de humildad y, más bien, la necesitan. Yo me cuestiono si alguien entre nosotros podría juzgar del todo en lo tocante a nuestra altivez o humildad; pues, en verdad, el orgullo asume con tanta frecuencia la forma de humildad cuando tiene que servir a su propio propósito, y la humildad, por otro lado, es tan perfectamente compatible con una celestial dignidad de decisión, que no es fácil descubrir en todo momento, cuál es la falsificación y cuál es la moneda preciosa y genuina.
Ustedes recordarán que, en el caso de nuestro texto, Pablo habla por inspiración divina. Si no fuera por este hecho, yo no habría creído ni siquiera al propio Pablo, cuando habló de su propia humildad. Desconfío de tal manera de nuestro juicio sobre este punto, que, si Pablo no hubiese hablado bajo el testimonio y la guía infalibles del Espíritu Santo, yo habría dicho que el texto no es cierto, y que si un hombre dijera que ha servido a Dios con humildad de mente, -hablando meramente desde la perspectiva de su propio juicio- habría allí ante ustedes una clara prueba de que se trataba de un hombre orgulloso.
Pero Pablo habla, no para su propio encomio, sino con el único propósito de limpiar sus manos de la sangre de todos los hombres. Conducido, sin duda, a hablar de esta manera por el Espíritu Santo –para ser un ejemplo para todas las generaciones venideras- se convierte en un espejo para todos los ministros de Cristo, para que también nosotros, cada uno sirviendo al Señor en nuestra medida, podamos ser llenados sin medida de humildad, tomando el último asiento, no estimándonos más allá de lo que deberíamos pensar, rebajándonos ante los hombres de baja condición, despojándonos como lo hizo Aquel, que se despojó de toda Su gloria cuando vino para salvar a nuestras almas.
Esta mañana, voy a tomar el texto y hablaré sobre él, -conforme le agrade al Señor ayudarme en mi debilidad- de esta manera: primero, voy a hablar del alcance de la humildad. Notarán que el texto dice: “Sirviendo al Señor con toda humildad”. En segundo lugar, voy a hablar acerca de las pruebas a las que se verá sujetada nuestra humildad; y, en tercer lugar, acerca de los argumentos mediante los cuales hemos de sustentarla, generarla y sostenerla en nuestras almas; y luego, en cuarto lugar, voy a exponer algunos efectos prácticos de la humildad, o más bien, exhortarlos a que los muestren, al igual que yo he de hacerlo, en nuestra vida diaria.
I. Primero, entonces, consideraremos el ALCANCE DE LA HUMILDAD.
Es una expresión en cierto modo sorprendente; no se trata simplemente de servir al Señor con humildad, sino de servirle con toda humildad. Hay muchas especies de orgullo. Tal vez, mientras recorro la lista, si consideran el contraste, serán capaces de ver que también ha de haber muchas clases de humildad.
Tenemos en nuestra lista el orgullo del hereje, que quiere revelar doctrinas falsas porque considera que su propio juicio es mejor que la palabra de Dios. No acepta nunca sentarse como un niño y creer lo que se le dice. Es un disputador, pero no puede ser un discípulo. Insiste en que su propia razón debe ser la fuente de sus propias creencias, y no acepta nada que esté más allá de su propio alcance.
Ahora, Pablo nunca tuvo el orgullo de un hereje. Podía decir: “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”. Es más, Pablo estaba tan dispuesto a sentarse a los pies de Jesús, que consideraba todo el conocimiento que había recibido a los pies de Gamaliel como sin valor alguno en sí mismo, y se volvió un necio para que pudiera ser sabio. No hablaba con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder.
Tenemos a continuación el orgullo del papista, que atribuye mérito a sus propias obras y espera ganar el cielo como una recompensa a sus propias acciones. Pablo estaba totalmente libre de eso. Poseía humildad, que es precisamente lo contrario de eso. Con frecuencia decía, cuando hablaba de sí mismo: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”. Aprendió a contar su justicia como trapo de inmundicia, y todas sus acciones previas las tenía por escoria y estiércol, para ganar a Cristo, y ser hallado en Él.
En seguida tenemos el orgullo del curioso. El hombre que no se contenta con las cosas simples y debe hurgar en los misterios. Si pudiera, treparía hasta el eterno Trono y hurgaría entre esas hojas plegadas y rompería los siete sellos del misterioso libro del destino. Ustedes saben bien que el apóstol tiene muchas cosas en sus escritos que son difíciles de entender y, sin embargo, hubo de expresarlas llevado por el Espíritu; y nunca se encuentran en los escritos del apóstol, -como sí lo hacen en la predicación de algunos ministros y como sí lo hacen en la conversación de algunos individuos profesantes- con algún intento de reconciliar la predestinación con el libre albedrío. Para Pablo bastaba con predicarles a los hombres como agentes libres y exhortarlos al arrepentimiento; estaba más que dispuesto a explicar que Dios produce en nosotros así el querer como el hacer, por su buena voluntad, mientras nosotros debemos ocuparnos también en nuestra salvación con temor y temblor.
Pablo no sintió nunca curiosidad por encontrar dónde se entrecruzaban las líneas de la verdad; estaba perfectamente contento con tomar su doctrina del espíritu de su Maestro, y dejar las fábulas de las ancianas y las genealogías interminables y las disputas y cuestionamientos, para quienes no podían atender a mejores invitados.
Además, tenemos el orgullo del perseguidor; el hombre que no está contento con sus propias ideas, pero que decide perseguir hasta la muerte las ideas de otro; el orgullo que me sugiere que yo soy infalible, y que si alguien difiere de mí, la hoguera y el potro de tormento serían los merecimientos debidos para un pecado tan grande cometido contra una persona tan grande como yo.
Ahora, el apóstol siempre actuó con la mayor sabiduría y amabilidad para con aquellos que estaban fuera, y aunque con suma frecuencia fue golpeado con varas, o expuesto a falsos hermanos y citado ante los magistrados, pienso que no tenía nada del espíritu de Elías que quería hacer descender fuego del cielo sobre cualquier hombre. Era bondadoso y poseía ese amor que es sufrido y todo lo espera, todo lo soporta y todo lo cree. En esto, también, tienen un ejemplo de toda humildad. Tenía la humildad de un hombre de espíritu generoso.
Y está el orgullo del hombre impenitente que no quiere someterse a Dios; que dice: “yo soy libre; yo no estuve nunca bajo el dominio de nadie; mi cuello nunca ha sentido la rienda y mi quijada nunca experimentó el freno”. No sucedió así con nuestro apóstol. Él fue siempre humilde, enseñable, y lleno, hasta la aflicción, de un sentido de su propia indignidad. “¡Miserable de mí!”, -dijo- “¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” Bastante lejos estaba Pablo de la rebelión contra el Dios Altísimo, pues quería sentarse a los pies de Cristo y aprender, sí, y quería yacer al pie del trono en polvo y cenizas, y confesarse como el primero de los pecadores y menos que el más pequeño de todos los santos.
Pienso que pronto aprenderán, del contraste que les he presentado, lo que quería decir el apóstol cuando afirmó: “con toda humildad”. Hay muchísimas clases de orgullo. Hay también muchísimas especies de humildad. El apóstol poseía todas ellas, o más bien, estaban todas combinadas en una dulce mezcla en su predicación y oración diarias. Para darles en esta mañana una más clara visión del alcance de la humildad, voy a presentarla de otra forma.
Algunos de los antiguos escritores que gustaban de usar términos que sonaran muy parecidos, dicen: hay una humildad propuesta, o humildad previa al servicio a Dios; hay una humildad opuesta, o humildad durante el servicio de Dios, que continúa a prueba; y hay, en tercer lugar, una humildad impuesta, cuando el alma, consciente del pecado durante el acto, se impone la tarea de encorvarse delante de Dios y ofrecer arrepentimiento por su pecado. Sin que demos mucha importancia a estos términos, pues pienso que los antiguos escritores se excedieron más de lo debido para establecerlos, me contentaré con la sustancia.
Hay una humildad antes de servir a Dios. Cuando un hombre carece de ella, se propone su propia honra y su propia estima al servir a Dios. Cuán fácil es que prediquemos un sermón poniendo nuestra mirada en nuestros oyentes, esperando que estén satisfechos con nosotros y digan: “habló muy bien; ese hombre es un orador: es elocuente”. Sí, y cuán fácil es que se propongan agradarse a ustedes mismos de tal manera que puedan decirse al descender de la tribuna: “a mi juicio no he fallado hoy y estoy muy satisfecho conmigo mismo”. Esto es un orgullo antes del servicio que dañará todo. Si no llegamos al altar de Dios humildemente, no podemos llegar aceptablemente. Ya sea que prediquemos u oremos, o demos limosna, o que hagamos cualquier cosa, es necesario que nos inclinemos a un nivel muy bajo antes de que entremos a la obra, pues, si no fuera así, la autocomplacencia y la autoalabanza se quedarán al fondo de todo, y Dios no podría ni querría aceptarnos.
¡Miren a tantos cristianos!, cuán poca de esa humildad anterior al servicio tienen. Ellos elegirán aquella posición en la iglesia que les proporcione la mayor honra, y si hubiera que hacer algún trabajo que no les confiriera alguna buena posición, dejarían que lo hicieran los demás. Si ustedes requirieran que alguien ocupe una honorable posición en la iglesia, podrían encontrar a muchas personas; pero si necesitaran a alguien que sirviera de criado en la casa de Dios, que fuera el menor en la herencia de Dios, cuán difícil les sería encontrar un individuo. Nos agrada tanto el oropel de la publicidad y la gloria de la estima del hombre que, no lo dudo, en todos nosotros hay un gustillo por elegir nuestra posición, motivados por los honores más bien que por la gloria de Dios.
Pero nunca fue así con el apóstol Pablo. Me parece verle ahora, trabajando mucho después de la medianoche fabricando sus tiendas, pasando puntada tras puntada con su aguja por entre la dura lona, trabajando siempre para proveer para sus propias necesidades individuales, porque un pueblo poco generoso retenía la recompensa de su obrero. Luego veo a ese fabricante de tiendas subir al púlpito con sus manos todas ampolladas a consecuencia de su duro trabajo, vueltas ásperas y callosas como las manos de un obrero. Ustedes dirían de inmediato de él, al pararse para hablar: ese hombre nunca pretende para sí mismo las alabanzas de sus oyentes. Él no es como el orador griego que desearía ir a cualquier parte para obtener el aplauso, que se desviaría para contar cualquier historia, o que predicaría cualquier cosa, si pudiera, para hacer que su audiencia dijera: “él es un orador; registrémoslo entre los nombres de los grandes; pongamos la corona sobre su cabeza, y celebrémosle por toda Grecia como el hombre de la boca de oro que puede hablar con mucho poder, como si las abejas de Hybla hubieran producido su miel en los labios de ese orador”. Nunca podrías ver eso en Pablo. Podrías descubrir de inmediato que su solitario propósito era ganar almas, y glorificar así a Cristo. Trabajemos en pos de esto como una parte de toda humildad.
Pero además, sigue a continuación la humildad durante el acto. Cuando un hombre descubre que Dios está con él, puede llegar a ser lo suficientemente vil para glorificarse a sí mismo. Pudo haber sido muy humilde, en verdad, cuando comenzó la batalla, pero hay un enemigo allí, a sus pies, y otro acaba de ser derribado por un golpe de su mano derecha, y el Maligno le susurra a su oído: “lo has hecho muy bien; estás combatiendo muy bien”; y luego el orgullo interviene y lo arruina todo. El Salmo que comienza diciendo: “No a nosotros” es excelente. David consideró necesario repetirlo dos veces: “No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros”. Y luego propina el golpe mortal con la siguiente frase: “Sino a tu nombre da gloria”. Cantar ese himno cuando estás poniendo tu pie sobre tus enemigos, cantar ese himno cuando estás recogiendo la abundante cosecha, cantar ese himno cuando el pueblo de Dios está siendo alimentado bajo tu ministerio, cantar eso cuando vas de poder en poder, venciendo y para vencer, manifestará un saludable estado de corazón. Nada sino la gracia más extraordinaria puede mantenernos en nuestra posición correcta cuando estamos sirviendo a Dios y Él nos está honrando. Somos muy propensos a hurtar las joyas de la corona para colocarlas sobre nuestros propios pechos; y si no nos robáramos la diadema misma, la miraríamos todavía con ojos anhelantes como si quisiéramos llevarla sobre nosotros aunque sólo fuera un instante.
He pensado algunas veces que muchos cristianos son semejantes al hijo de Enrique IV, quien, cuando su padre dormía, ponía la corona sobre su cabeza. Ustedes y yo hemos hecho lo mismo; hemos olvidado a Dios; Él era para nosotros alguien que dormía y comenzamos a ponernos la corona sobre nuestra propia cabeza. ¡Oh, cuán insensatos éramos! Nuestro tiempo de llevar la corona no ha llegado. Cuando pensamos en coronarnos en vez de coronarlo a Él, cuando adoramos a nuestra propia imagen en vez de postrarnos delante del Señor Dios Jehová, no hacemos sino enojar a nuestro Padre y atraer dolor para nuestros espíritus.
Hombres y mujeres cristianos, y especialmente tú, oh mi propia alma, pongamos mucho cuidado de que mientras servimos a Dios le sirvamos como lo hacen los ángeles, quienes con dos alas cubren sus rostros, con dos cubren sus pies, mientras que con dos alas vuelan cumpliendo sus misiones.
Luego hay otro tipo de humildad que forma parte de toda humildad: la humildad después de que el servicio está cumplido. Al echar una mirada al pasado y ver el éxito obtenido, las alturas alcanzadas, los esfuerzos que han sido bendecidos, es muy fácil decir: “Mi diestra y mi brazo poderoso han alcanzado para mí la victoria”. Los hombres permiten a sus semejantes un poco de congratulación. ¿Puede un hombre congratularte sin admitir que puedas gratularte tú mismo? Ahora bien, hay un respeto y un honor que deben rendirse al hombre de Dios que ha servido a su raza y a su Señor. Por todos los medios posibles los nombres de Lutero, y Calvino y Zuinglio han de ser tenidos en honra. ¿Acaso Dios mismo no lo ha dicho? “En memoria eterna será el justo”. Sería erróneo de nuestra parte si no honráramos a los siervos de Dios, pues parecería como si deshonráramos al Señor. Pero de nada servirá que el siervo de Dios se honre a sí mismo. Después que ha cumplido su trabajo ha de apoyar su cabeza en la almohada de su lecho de muerte, y decir: “¡Menor soy que todas las misericordias! ¿Quién soy yo, y qué es la casa de mi padre, para que Tú me hayas traído hasta aquí? Habiendo hecho todo eso, sólo soy un siervo inútil. Ni siquiera he hecho todo lo que era mi deber hacer.”
Maestros de la escuela dominical, distribuidores de panfletos, visitadores de enfermos, ustedes, que dan de comer a los hambrientos y visten a los desnudos y especialmente ustedes, diáconos y ancianos, ministros de la iglesia, asegúrense de que, cuando su trabajo sea cumplido, no hablen nunca de ustedes mismos ni de su trabajo. No; sus hermanos, aun si ustedes hablan aparentemente en términos humildes, pronto descubrirán cuando hablan mucho de lo que hacen, y están orgullosos de ello. Ustedes podrían pensar que los han despistado, pero ciertamente no lo han hecho; mucho menos han engañado a su Dios. Cuídense de no poner su dedo en su propia belleza.
Cuando estén pintando a otro hombre, imiten a Apeles, que pintó a Alejandro con su dedo sobre una cicatriz; pero cuando se estén pintando a ustedes mismos, pongan su dedo sobre su más preciada belleza, pues pueden estar muy seguros de que el dedo ocultador de su modestia es más hermoso que la belleza que oculta. Trabajen arduamente, entonces, por la causa de Dios, por la causa de la Iglesia, por su propia causa, para servir al Señor con toda humildad: humildad antes del acto, humildad durante el servicio, y humildad cuando todo está hecho: “Sirviendo al Señor con toda humildad”.
II. Pero tenemos, en segundo lugar, las PRUEBAS DE LA HUMILDAD, o los peligros por los que tiene que pasar.
Y primero y ante todo, una de las pruebas a las que la humildad será expuesta es la posesión de una gran habilidad. Cuando un hombre tiene siete talentos debe recordar que tiene siete cargas, y quien tiene diez talentos, si tiene más que otros, debería sentir que tiene diez veces la carga de responsabilidad que tiene cualquier otro hombre y, por lo tanto, debería estar encorvado. Si un hombre siente que posee más poder que otro, más elocuencia, más agudeza mental, más conocimientos, más imaginación, es muy propenso a sentarse y decir: “yo soy algo; yo soy alguien en la iglesia”. Sí, uno podría hablar, en verdad, con solemnidad aquí. Es sumamente ridículo que nos jactemos alguna vez de cualesquiera talentos que Dios nos haya dado. Es como si el deudor encarcelado dijera: “yo soy alguien mejor que tú, puesto que debo diez mil libras esterlinas y tú solamente debes cien”. Entre más tengamos más deberemos, y ¿cómo podría haber una base para jactarse de eso? Es tan ridículo que un hombre se sienta orgulloso porque mide seis pies de altura mientras que su compañero sólo mide 5 pies y seis pulgadas, como es ridículo que un hombre esté orgulloso porque cuenta con diez talentos mientras otro sólo tiene cinco talentos. En lo tocante a los dones, nosotros somos como Dios nos ha hecho. Si el Señor le preguntó a Moisés: “¿Quién dio la boca al hombre?”, -porque Moisés decía que era tardo en el habla y torpe de lengua- ustedes podrían preguntarse eso mismo si pueden hablar bien. O, si actúan bien, “¿Quién dio el brazo al hombre?” O, si piensan bien, “¿Quién dio el cerebro al hombre?” El honor nunca puede ser para la cosa misma, sino para el Todopoderoso que la hizo como es. Grandes talentos hacen difícil que el hombre conserve la humildad. ¿Pero los sorprendería si les digo que los pequeños talentos tienen precisamente el mismo efecto? En mi breve tiempo he visto a algunos de los hombres más grandes sobre los que he puesto mi mirada, pero que eran los más diminutos insectos que jamás hubieren sido colocados bajo el microscopio; también algunos grandes hombres en el púlpito, majestuosos, dignos, magníficos, soberbios; hombres de quienes se podría haber hecho una fortuna instantánea si pudieran comprarse a su valor apropiado y venderse al precio de lo que valdrían según su propia opinión; hombres que eran aptos únicamente para ser obispos, pues nunca habrían podido pertenecer al clero inferior; el lugar de un cura auxiliar del párroco habría sido enteramente insignificante; haber sido un fabricante de tiendas o un predicador ordinario como Pablo, habría estado muy por debajo de su nivel. Tienen siempre la idea de que nacieron en un día muy afortunado, y que el mundo les debe la máxima consideración y respeto por hacerles el honor a los seres humanos de vivir en medio de ellos, aunque no sea mucho lo que hayan hecho jamás.
Ahora, pocos talentos vuelven orgulloso a un hombre con frecuencia. “Vamos”, -dice- “sólo tengo una bagatela en el mundo, y debo hacer una llamarada con eso. Sólo tengo un anillo, y siempre voy a exponer visiblemente el dedo que lo lleva para que pueda ser visto”. Es un hábito muy común de todas las personas que usan anillos, mantener siempre expuestos a la vista los dedos en que se los ponen, especialmente si sólo tienen un anillo; si un hombre no tiene oro en su bolsillo será propenso a usar mancuernillas de oro en sus camisas; y si un hombre escasamente tiene alguna riqueza, tenderá a ponerla en su espalda porque ha de mantener una posición, y como esa no ha sido nunca su posición legítima, estará obligado a mantenerla a un gran costo.
Ahora, si tú tienes pocos talentos y sientes que así es, no te infles ni estalles de envidia. El sapo nunca fue despreciable como un sapo, pero cuando trató de inflarse hasta alcanzar el tamaño del toro en el potrero, entonces, en verdad, se hizo despreciable. Con alguna frecuencia, algún pequeño ministro me han hecho esta observación de la manera más pomposa: “¡Oh, señor!, siento el peligro de su posición, y lo llevo en oración a Dios para que sea usted conservado humilde”. Estoy sumamente agradecido con el caballero, pero estoy seguro de que yo podría orar por él, a manera de un intercambio, para que fuera conservado humilde una vez en su vida, pues nunca supo lo que era la humildad en tanto que estuviera personalmente preocupado. Ahora, ustedes saben muy bien que es muy fácil que un hombre sea orgulloso en sus andrajos, así como mi señor alcalde puede serlo de su cadena de oro. Hay muchos vendedores ambulantes que van en su carreta y que son tan vanos como el caballero que viaja en una carroza recubierta de oro; ciertamente me atrevo a decir que él, este último, siente poco orgullo, y más bien una gran vergüenza por tener que volverse tan ridículo. Podrías ser un rey y sin embargo, ser humilde; podrías ser un mendigo y ser, sin embargo, altivo; podrías ser grande y ser, sin embargo, pequeño en tu propia estima. Podrías ser pequeño, y sin embargo, podrías ser más grande en tu propia estima que aquellos que son los más grandes. Asegúrate que tu baja condición no te vuelva soberbio más que tu estado excelso.
Además, el éxito tiene a menudo una influencia muy funesta sobre la humildad. El hombre era humilde delante de su Dios, hasta que Dios le dio la grandiosa victoria sobre los moabitas, pero entonces su corazón fue ensoberbecido dentro de él, y el Señor le abandonó. Cuando era pequeño en Israel, se inclinaba delante del Altísimo; cuando se volvió grande, se exaltó a sí mismo. El gran éxito es como una copa llena pues es difícil sostenerla con mano firme. Es como nadar en aguas profundas, ya que siempre se tiene el miedo de morir ahogado allí. Es estar parado en la punta del pináculo del templo, y Satanás dice con frecuencia: “Échate abajo”. Pero, por otro lado, la falta de éxito tiene precisamente la misma tendencia. ¿No han visto al hombre que no pudo conseguir una congregación, y que insistió en ello porque era mejor predicador que el hombre que sí la consiguió? Algunas veces leo una revista cuya doctrina es esta: si quieres ser un buen predicador, debes predicar de conformidad a los esbozos que son proporcionados en esta revista. Hay algunas personas que hacen eso, pero todavía encuentran que sus capillas están vacías; dice luego la revista con toda complacencia: “los hombres que consiguen las congregaciones son siempre los hombres más débiles; son siempre los hombres que tienen el menor poder mental, mientras que nosotros, que sólo tenemos unos cuantos asistentes, un simple puñado, nosotros somos las personas intelectuales”. “La gentuza siempre corre tras hombres necios”. De tal forma que el hermano que no consigue el éxito se consuela a sí mismo con este pensamiento: que la Providencia está muy equivocada, y que el público cristiano está muy equivocado, que él debería ser, si las cosas estuvieran en su lugar, el ser viviente más popular, y que está muy mal que no lo sea.
Ahora, la falta de éxito tiene una gran influencia sobre algunos hombres para hacerlos sentir esto: “Bien, si no puedo tener éxito en lograr que otras personas me consideren alguien, voy a considerar que todos los demás no son nada, y voy a elevarme por encima de todos ellos en mi propia opinión”. Ahora yo estoy expresando unas verdades caseras. Yo mismo he recibido una buena cantidad de consejos, y creo que podría tomarme la libertad, algunas veces, de dar un consejo a los demás. Espero que quienes están pensando siempre que el éxito verdaderamente implica el orgullo, se entreguen a la consoladora reflexión que su falta de éxito –que les sugiere muy amargos pensamientos acerca de sus hermanos- podría ser también orgullo, sólo que en otra dirección.
De la misma manera, el largo disfrute de la presencia del Señor tiene una tendencia a hacernos altivos. Caminar todo el día a la luz del sol nos expondrá al peligro de una insolación. Es mejor no sentarse demasiado cerca del fuego, pues uno puede resultar quemado. Si no experimentamos otra cosa sino plena seguridad, eso podría volvernos presuntuosos. No hay nada como el calor del verano para producir la putrefacción. Cuando experimentas gozos que duran por largo tiempo, debes temer y temblar por toda la bondad de Dios. Pero por otro lado, las dudas que prosiguen por largo tiempo, engendrarán orgullo. Cuando un hombre ha estado dudando por largo tiempo de su Dios, y desconfiando de su promesa, ¿qué es eso sino orgullo? Quiere ser alguien y quiere ser algo. No está dispuesto a creer en su Dios en la oscuridad; piensa de hecho que Dios trata duramente con él, al permitirle que caiga en el menor desaliento; piensa que debería experimentar siempre gozo y satisfacción, y así llega a suceder que sus dudas y temores son tan eficaces progenitores del orgullo como podría haberlo sido la seguridad. De hecho, para acortar una historia muy larga, pues podría proseguir con estos dos lados del asunto toda la mañana, no hay una posición en el mundo en la que un hombre no pueda ser humilde si tiene la gracia; no hay una condición bajo el cielo en la que un hombre no sea orgulloso si fuere abandonado a sí mismo. Les ruego que no piensen nunca que dejando una condición y alcanzando otra, eso les servirá de alguna ayuda para su humildad. Es verdad que el muchacho campesino en el valle de la humillación cantó:
“Quien está abajo no necesita temer caer
Quien está abatido no tiene orgullo
Quien es humilde siempre
Tendrá a Dios como su guía”.
Pero me atrevería a decir que el mismo muchacho cantaba a veces, en ese mismísimo valle, canciones de desaliento y salmos de orgullo y de perversa rebelión contra su Dios. No es el lugar, sino el corazón; no es la posición, sino la gracia. Si Dios le sostiene, el hombre está tan seguro sobre un pináculo como sobre un terreno nivelado; y si Dios no está con él, peligra tanto en el valle como sobre el lugar elevado. Si el Señor le abandona, caerá en cualquiera de los dos lugares; si el Señor está con él, estará de pie en cualquier posición. De esta manera he sugerido algunos de los peligros a los que está expuesta la humildad.
III. Y ahora, en tercer lugar, VEAMOS ALGUNOS DE LOS ARGUMENTOS POR LOS CUALES DEBERÍAMOS SER CODUCIDOS A LA HUMILDAD DE ESPÍRITU.
1. Primero, extraigamos algunos argumentos de nosotros mismos. ¿Qué soy yo para estar orgulloso? Soy un hombre, es decir, soy un gusano; algo que es y no es. Un ángel: cuánto me sobrepasa, y sin embargo, el Señor notó necedad en Sus ángeles, y ni aun los cielos eran limpios delante de Sus ojos. ¿Cuánto menos, entonces, debería el hijo del hombre, una criatura llena de pecado, alzarse y exaltarse a sí mismo como si fuese algo? Verdaderamente, el hombre en su mejor condición es solamente vanidad; su vida es un sueño, un espectáculo vacío. ¡Oh, hombre vano!, ¿por qué has de ser altivo? Piensen en nuestra mortalidad. En unos cuantos años más seremos carne de gusanos. El polvo de César será comido; comido por las más ruines de las criaturas. Tomen en su mano el cráneo de algún ser que ha partido, y pregúntense: “¿qué tenía ese hombre para que fuera orgulloso?” Vayan a un osario y observen la corrupción; contemplen algún cuerpo que ha estado enterrado por algún tiempo, y ¡verán un montón de residuos repugnantes! Y, sin embargo, ustedes y yo andamos cargando en nosotros los elementos de toda esa putridez, el alimento de toda esa podredumbre. ¿Cómo nos atrevemos, entonces, a ser altivos? Tengo en mi casa un cuadro que está tan admirablemente concebido que, cuando lo miras de cerca, ves a dos niñitos en la flor de la edad, jugando, gozando de la mutua compañía. Si te alejas un poco del cuadro, los contornos se tornan más y más difusos, y estando a unos cuantos metros de él, se convierte en una calavera, con ojos huecos y vacíos, y los huesos del cráneo y las mandíbulas: una perfecta calavera.
Ahora, esto es lo que somos nosotros. Cuando estamos mirando al tiempo con nuestra pobre vista miope, parecemos seres hermosos que están llenos de vida; pero si nos paramos a una distancia escritural y contemplamos estas cosas, pronto percibimos que no somos nada, después de todo, sino calaveras. ¿Qué derecho tenemos, entonces, de ser altivos? Empieza a no ser orgulloso, hombre, hasta que tu vida esté segura, y tú sabes que eso no sucederá nunca. Tú, burbuja, no te jactes de los diversos colores que tienes pues tú estallarás violentamente. Tú, glorioso arcoíris, no te exaltes por causa de tus variados tintes; cuando el sol retira su luz o la nube lo oculta, tú desapareces. Oh, tú, nube aborregada que pronto te has de disolver sobre la tierra, y serás disuelta para siempre, no pienses en ti ni en tus glorias arreboladas, pues pronto partirás y te desvanecerás. Cada vez que tu humildad cede y tu orgullo alza su cabeza, piensa que eres mortal, y el esqueleto debería enseñarte humildad.
Pero hay un argumento que todavía es más convincente que este. ¿Qué son ustedes, sino criaturas depravadas? Cuando el hijo de Dios está en su mejor condición no es nada mejor que un pecador en su peor condición, excepto en la medida en que Dios lo ha hecho diferir. “Allí va John Bradford, si no fuera por la gracia de Dios”. Es más, allí va Pablo dispuesto a maldecir, si no fuera por la gracia de Dios. Allí va Pedro para convertirse en Judas, a menos que Cristo ore por él para que su fe no flaquee. ¡Un pecador salvado por la gracia y, sin embargo, altivo! ¡Fuera con esa desfachatez! Dios, perdónanos y líbranos de ese mal.
Pero, entonces, pensemos que no solamente somos depravados al punto que estamos inclinados a pecar, sino que hemos pecado, y ¿cómo podemos, entonces, ser altivos? Pecadores cuyos merecimientos más sublimes son la ira de Dios y las ardientes llamas del infierno, ¿cómo podemos aventurarnos por un solo instante a ponernos en la posición de aquellos que hubieren hecho algo meritorio o pudieran reclamarle algo a nuestro Dios? Verdaderamente, ustedes y yo, podríamos ponernos de pie y decir: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?” Entre más nos contemplamos, si somos guiados por el Espíritu de Dios, más razones encontraremos para “Servir al Señor con toda humildad”.
2. Pero no solamente hay razones en nosotros mismos, sino que hay razones en Cristo. Nuestro Señor nunca fue exaltado desmedidamente. Nunca detectan en Él una mira altiva o despreciativa sobre el más insignificante de los insignificantes, o el más vil de los viles. Condescendió al nivel de los hombres de condición más baja, pero, en Él, no se vio como condescendencia. Lo hizo de tal manera que no hubo apariencia alguna de que se inclinaba. Siempre estaba al nivel de ellos en Su corazón. Comía, y bebía y compartía con los publicanos y los pecadores, y todo eso lo hacía con un espíritu tan tranquilo y feliz, que nadie decía de Él: “Miren cómo condesciende”. Todo mundo sentía que condescender era su actitud general; que no podía ponerse de pie y ser orgulloso; sería algo impropio para Él. “¿Será el siervo más que su Señor, o el discípulo más que su Maestro?” Ustedes que están orgullosos por su dinero, o por su talento o por su belleza, les suplico que piensen cuán diferentes son de su Maestro. No había nada en Él que les impidiera acercarse a Él, pero había todo en Él que los atraía hacia Él. “Se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. Contemplen ese extraño espectáculo, y no vuelvan a ser orgullosos otra vez. Allí está el Dios del cielo y de la tierra, con el lebrillo en Su mano y la toalla en Su brazo, lavando los pies de Sus discípulos; y aquí estamos ustedes y yo, quienes en vez de estar lavando los pies de otros hombres, tratamos de que unjan nuestras cabezas y derramen sobre nosotros el cordial balsámico de una unción adulatoria, para que podamos decirnos: “Yo soy rico, y me he enriquecido”, mientras que, precisamente por ese deseo, demostramos estar desnudos y ser pobres y miserables. Por el amor de Cristo, entonces, procuremos ser humildes.
3. Hay todavía otra fuente de argumentos, aunque, por supuesto, hay tantas que no podría mencionarlas todas, y esa es la bondad de Dios para con nosotros que debería hacernos sumamente humildes. Ustedes recuerdan aquel texto que dice: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre”. Ahora bien, yo he conocido a algunas personas que, creyendo que eran elegidas de Dios, se han vestido de altivez de ojos. Ustedes conocen la escuela a la que aludo; me refiero a ciertos caballeros que son los elegidos, y a quienes nadie puede acercarse. Todos los demás cristianos, si son salvados, lo cual es una gran interrogante para ellos, por lo menos ‘serán salvos, aunque así como por fuego’. Verdaderamente dan la impresión de que leen el texto así: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, de orgullo y presunción”. Como otro texto que dice: “Amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro”, que creo que algunas personas leen incorrectamente hacia arriba, y lo convierten así: “Odiaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro”. ¡Oh, y cuán entrañablemente lo han hecho; cuán fervientemente se han odiado unos a otros! Ahora, la misericordia de Dios en habernos elegido, la misericordia de Dios en habernos comprado con la sangre preciosa de Jesús, debería tender a mantenernos muy abajo en el polvo del abatimiento propio.
“¿Qué había en ti que pudiera ameritar estima,
O que pudiera darle deleite al Creador?”
¿Qué había en ti para que Cristo te comprara con Su preciosa sangre? ¿Qué había en ti para que fueras hecho templo del Espíritu Santo? ¿Qué hay en ti para que seas llevado al cielo; para seas llevado a sentarte con Abraham, e Isaac y Jacob a la diestra de Dios? ¿Qué si has sido injertado en el buen árbol de olivo? Recuerden que una vez fueron pámpanos del olivo silvestre, y ahora no son nada sino injertos. ¡Qué, si ahora tu rama se inclina por el peso de su fruto, y sin embargo, hubo un tiempo cuando no producía nada sino manzanas de Sodoma y uvas de Gomorra! Bendice a Dios y dale gracias porque la raíz te sustenta a ti pero tú no sustentas a la raíz. ¿Qué tienes que no hayas recibido? ¿Quién te hizo diferente? Tus mismos dones te han sido dados por el amor que elige. Dios te los dio, no porque los merecieras, sino porque dispuso hacerlo así. Te ha hecho un vaso para honra, te eligió y te hizo en un molde hermoso y atractivo; te hizo un vaso hermoso que expone la habilidad del Maestro. Pero ¿quién te hizo; quién te hizo? Mira al pasado, a ese pozo de arcilla; echa un vistazo al pasado, a la casa del alfarero, a los dedos que dieron forma y a la rueda que giraba, y seguramente dirás: “Dios mío, para Ti sea la alabanza por lo que soy, pero por mí mismo soy menos que nada; soy indigno e inútil; a Ti sea dada toda la gloria”.
IV. Ahora llego a mi último punto, sobre el que, con excesiva brevedad, quisiera dirigirme a mí mismo; en verdad, he estado toda la mañana hablándome a mí mismo al igual que a ustedes.
Ahora se me viene a la mente una historia. Había una dama excelente, que me abordó un día, y me dijo que siempre había orado para que yo me conservara humilde. Por supuesto que yo estuve sumamente agradecido con ella, aunque era una cosa muy usual, así que le dije: “¿Pero no necesita usted decir la misma oración por usted misma?” “¡Oh!, no,” –respondió ella- para mí no hay necesidad; no creo que haya en mí alguna tendencia a ser orgullosa”. Bien, yo le aseguré a la buena señora que pensaba que era necesario que orara siempre, pues con toda seguridad, como pensaba que no tenía ninguna propensión a ser altiva, eso demostraba de inmediato que ya era orgullosa. Nunca, nunca nos encontramos en mayor peligro de ser orgullosos como cuando pensamos que somos humildes.
Bien, ahora, demos una aplicación a lo que les he dicho. Ustedes y yo tenemos una gran tarea ante nosotros. Me dirijo ahora especialmente a mi iglesia y congregación. Estamos a punto de cambiarnos a un gran edificio, teniendo grandes designios en nuestros corazones, y esperando que Dios nos dé un gran éxito. Hemos de tener humildes propósitos en todo esto. Espero que no hayamos construido esa casa para decir con Nabucodonosor: “He aquí la gran Babilonia que yo edifiqué”. No debemos ir a nuestro púlpito ni a nuestros reclinatorios con esta suave nota resonando en nuestros oídos: “Aquí construiré mi nido y me haré de un gran nombre”; o, “Aquí, los miembros de la iglesia bautista más grande habrán de recibir una parte del honor que es concedido por el éxito del ministerio”.
No; vayamos a esa casa asombrándonos por lo que Dios ha hecho por nosotros; maravillándonos de que Dios dé una gracia así a una iglesia así, y que tenga tan innumerables conversiones en su medio. Entonces, cuando nos hayamos establecido en nuestra obra, cuando veamos que Dios nos está bendiciendo, mantengámonos siendo humildes delante de Él. Si queremos perder la presencia de Dios, eso puede lograrse pronto. El orgullo puede cerrar la puerta en el rostro de Cristo. Basta que saquemos nuestras tablas y escribamos, “Dios está por mí, por tanto he de estar orgulloso”; sólo digamos con Jehú: “Ven conmigo, y verás mi celo por Jehová”, y la presencia de Dios pronto se apartará de nosotros, y la palabra Icabod será escrita en la parte frontal de la morada. Y permítanme decirles a quienes ya han hecho mucho por Cristo como evangelistas, ministros, maestros, y no sé cuántas cosas más, que no se sienten y se congratulen por el pasado. Vayamos a casa y pensemos en todos los errores que hemos cometido; en todos los yerros en que hemos incurrido, y en todas las insensateces a las que hemos sido traicionados, y creo que en vez de congratularnos a nosotros mismos, diremos: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza”. Humillémonos delante de Dios. Ustedes saben que hay un mundo de diferencia entre ser humilde y ser humillado. Quien no quiera ser humilde, será humillado. Humíllense, por tanto, bajo la poderosa mano de Dios y Él los elevará, no sea que los deje porque sostienen sus cabezas demasiado en alto. Y si me estoy dirigiendo a alguien aquí esta mañana que es muy exaltado por la nobleza de su rango, que tenga lo que el poeta llama:
“El orgullo del blasón, la pompa del poder”,
Le suplico que sea humilde. Si alguien quiere tener amigos, debe ser humilde. La humildad nunca le hizo daño a nadie. Si te inclinas cuando pasas a través de la entrada, aunque sea alta, no te hará daño que te inclines, pero podrías haberte golpeado tu cabeza si la hubieras mantenido en alto. Aquel que está dispuesto a no ser nada pronto encontrará a alguien que quiera convertirlo en algo, pero si quisiera ser algo, no será nada, y todos los hombres procurarán hacerlo menos que nada. Vayan entonces, se los suplico, como cristianos, y hablen con el pobre y el necesitado. Sean amables y afectuosos para con todos los hombres. Su vida cristiana ha de sugerir cortesía cristiana, y la cortesía, caridad.
En cuanto a ustedes, que nunca han creído en el Señor Jesucristo, es inútil recomendarles que sean humildes, pues cómo podrían obtener la flor mientras no tengan la raíz. Comiencen, se los suplico, con la raíz. Esta es la raíz de toda gracia cristiana: la fe en Cristo. Vengan hoy a Cristo tal como son. Confíen en Él con su alma pobre y culpable. Crean que Él quiere salvarlos y es capaz de hacerlo. Depositen su confianza en Él únicamente. Entonces serán salvados; y siendo salvos con una salvación tal, producirán humildad como uno de los dulces frutos del Espíritu de Dios, y el fin será vida eterna.
Notas del traductor:
Miel de Hybla: Hybla gozaba de fama por su buena miel. Petronio nos comenta: “El hombre ahíto desdeña la miel de Hybla; nuestro olfato rechaza a menudo los perfumes del romero”.
Apeles: siglo iv antes de Cristo. Fue un famoso retratista de Alejandro Magno.
|