Bienvenidos Todos los que Vengan a Cristo
Sermón predicado la noche del domingo 17 de noviembre, 1889
Por Charles Haddon Spúrgeon
En el Tabernáculo Metropolitano, Newington, Londres
“Al que a mí viene, no le echo fuera” Juan 6: 37
Cristo no murió en vano. Su Padre le dio un cierto número que constituiría la recompensa de la aflicción de Su alma, y ha de recibir a cada uno de ellos, tal como dijo: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí”. La gracia todopoderosa constreñirá dulcemente a todos ellos a venir. Mi padre me dio recientemente algunas cartas que yo le escribí cuando comenzaba a predicar. Son epístolas casi pueriles, pero, al leerlas nuevamente, noté en una de ellas esta expresión: “Cómo anhelo ver la salvación de miles de seres; pero mi gran consuelo es que algunos serán salvados, tienen que ser salvados y habrán de ser salvados, pues está escrito: ‘Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí’”.
La pregunta que debe plantearse cada uno de ustedes es: “¿Pertenezco yo a ese número?” Voy a predicarles con el propósito de ayudarles a descubrir si pertenecen a ese “todo” que el Padre le dio a Cristo, el “todo” que vendrá a Él. La segunda parte del versículo puede ayudarnos a entender la primera parte. “Al que a mí viene, no le echo fuera”, nos servirá para explicar las palabras previas de nuestro Salvador: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí”.
No me queda tiempo para extenderme en el prefacio. Debo adentrarme de inmediato en el tema y tratar de exponer todo en una forma condensada. Tengan la bondad de prestar atención a la palabra, pensar en ella y orar por ella; y ¡que Dios el Espíritu Santo la aplique en todos sus corazones!
I. Primero, noten en el texto LA NECESIDAD DEL PERSONAJE: “Al que a mí viene”. Si quieres ser salvo, tienes que venir a Cristo. No hay otro camino de salvación bajo el cielo excepto venir a Cristo. Acude al lugar que quieras, pero te verás desilusionado y perdido; es viniendo exclusivamente a Jesús que tienes la única posibilidad de obtener la vida eterna.
¿Qué es venir a Cristo? Bien, implica abandonar todas las otras confianzas. Venir a alguien, es dejar a todos los demás. Venir a Cristo es dejar cualquier otra cosa, es abandonar cualquier otra esperanza, cualquier otra confianza. ¿Confías en tus propias obras? ¿Confías en un sacerdote? ¿Confías en los méritos de la Virgen María, o de los santos o de los ángeles del cielo? ¿Confías en cualquier otra cosa que no sea el Señor Jesucristo? Si es así, abandónalo y termina con eso. Apártate de cualquier otra seguridad y confía en Cristo crucificado, pues éste es el único camino de salvación, tal como Pedro les dijo a los gobernantes y a los ancianos de Israel: “En ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos”.
“A Jesús desangrándose en el madero
Vuelve tus ojos y tu corazón”,
Y acude a Él de inmediato, y vivirá tu alma para siempre.
Venir a Jesús quiere decir, en breve, confiar en Él. Él es un Salvador; ese es Su oficio; por tanto ven a Él, y confía en que Él te salvará. Si tú pudieras salvarte a ti mismo no necesitarías un Salvador, y ya que Cristo ha resuelto ser un Salvador, deja que cumpla ese oficio. Él lo hará. Ven, y deposita todas tus necesidades a Sus pies, y confía en Él. Resuelve que si te perdieras, estarías perdido después de haber confiado únicamente en Jesús, y eso no puede suceder nunca. Ata todas tus esperanzas en un manojo, y pon ese manojo sobre Cristo. Deja que Él sea toda tu salvación, y todo tu deseo, y entonces tú serás salvo con seguridad.
Yo les he tratado de explicar algunas veces a qué se asemeja la vida de fe: es muy semejante a un hombre que camina sobre una cuerda floja. Al creyente se le dice que no caerá y él confía en Dios que no caerá; pero cada vez y cuando dice: “¡Cuánta distancia hay hasta abajo, si me cayera!” Con frecuencia he tenido esta experiencia: subía por una escalera invisible y no podía ver el siguiente escalón, pero cuando ponía mi pie sobre él, descubría que era de sólido granito. Yo no podía ver el siguiente peldaño, y parecía como si debía hundirme en un abismo; sin embargo, proseguía firmemente en mi ascenso, un paso a la vez, sin ser capaz de ver jamás nada en esa absoluta oscuridad, según parecía y, sin embargo, siempre contaba con una luz justo donde la necesitaba.
Yo solía sostenerle una vela a mi padre, por la noche, cuando aserraba madera en el patio, y él acostumbraba decirme: “Muchacho, por favor sostén la vela donde estoy aserrando y no mires a otro lado”. Y a menudo he experimentado -cuando he querido ver anticipadamente algo que tendría lugar a mitad de la siguiente semana, o del año entrante- que el Señor pareciera decirme: “Sostén la vela para que alumbre la parte de la obra que tienes que hacer hoy, y si puedes ver eso, quédate satisfecho, pues esa es toda la luz que necesitas precisamente ahora”. Supón que pudieras adentrarte en visión al interior de la siguiente semana; constituiría una gran misericordia que perdieras tu vista por un tiempo, pues una mirada de largo alcance que perciba anticipadamente las preocupaciones y los problemas, no es un beneficio. “Basta a cada día su propio mal”, así como basta a cada día su propio bien. Pero el Señor educa efectivamente a Su pueblo para los cielos y lo hace probando su fe en el asunto de Su cuidado cotidiano de ellos. Con frecuencia, la confianza de un hombre en Dios para la satisfacción de sus necesidades terrenales, demuestra que ha confiado en el Señor para los asuntos de mayor peso relacionados con la salvación de su alma. No pintes una raya entre lo temporal y lo espiritual diciendo: “Dios llega únicamente hasta aquí; por tanto, no he de llevar tal y tal asunto a Él en oración”.
Recuerdo haber oído acerca de un cierto individuo de quien alguien comentaba: “Bien, es un hombre muy raro: ¡el otro día estaba orando por una llave!” ¿Por qué no se podría orar por una llave? ¿Por qué no se podría orar por un alfiler? Algunas veces pudiera ser tan importante orar por un alfiler como orar por un reino. Las pequeñas cosas son a menudo las piezas claves de los grandes eventos. Preocúpense por traer todo a Dios en fe y en oración. “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias”.
Me he desviado de mi tema unos instantes, pero reflexionemos ahora de nuevo sobre este asunto de venir a Cristo. Venir a Jesús no sólo implica abandonar todas las demás confianzas y confiar en Cristo, sino que también significa seguirlo a Él. Si confías en Él, tienes que obedecerle. Si pones tu alma en Sus manos, tienes que aceptarlo como tu Maestro y como tu Señor, así también como tu Salvador. Cristo ha venido para salvarte del pecado, no en el pecado. Por tanto, Él te ayudará a abandonar tu pecado sin importar cuál sea. Él te dará la victoria sobre el pecado. Él te hará santo. Él te ayudará a hacer todo lo que tengas que hacer a los ojos de Dios. Él puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios, pero tienes que venir a Él, si quieres ser salvado por Él.
Resumiendo todo lo que he dicho, debes renunciar a cualquier otra esperanza; tienes que aceptar a Jesús como tu única confianza, y luego tienes que ser obediente a Su mandato y aceptarlo para que sea tu Maestro y tu Señor. ¿Estás dispuesto a hacerlo? Si no lo estás, no tengo nada que decirte excepto ésto: ‘todo aquel que no crea en Él perecerá sin esperanza’. Si no quieres aceptar el remedio de Dios para el mal de tu alma -el único remedio disponible- no queda nada para ti excepto oscuridad y lúgubres tinieblas por los siglos de los siglos.
II. Pero, ahora, en segundo lugar, a la par que hay esta necesidad de un personaje, noten también LA UNIVERSALIDAD DE LAS PERSONAS: “Al que a mí viene, no le echo fuera”.
Es un hecho que todo lo que se necesita es venir a Cristo. ¿Dice alguien: “amigo, yo soy una persona muy oscura; nadie me conoce; mi nombre no estuvo nunca en los periódicos, ni estará nunca; yo soy un don nadie”? Bien, si el señor ‘Don Nadie’ viene a Cristo, Él no lo echará fuera. ¡Ven, tú, persona desconocida, tú, individuo anónimo, tú, a quien todo el mundo, excepto Cristo, tiene en el olvido! Aun si tú vinieras a Jesús, Él no te echaría fuera.
Otro dice: “yo soy muy raro”. No hables mucho respecto a eso, pues yo también soy raro; pero, queridos amigos, sin importar cuán singulares seamos, aunque seamos considerados muy excéntricos y algunos piensen incluso que estamos un poco tocados de la cabeza, con todo, Jesús dice: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. ¡Ven, señor Raro! No estarás perdido por falta de cerebro ni tampoco por tener demasiado cerebro, aunque ese no sea un infortunio muy común. Si vienes a Cristo, aunque no tengas talento, aunque seas muy pobre y no prosperes mucho en el mundo, Jesús te dice: “Al que a mí viene, no le echo fuera”.
“¡Ah!”, dice un tercer amigo, “a mí no me importa ser oscuro, o ser excéntrico, pero la gravedad de mi pecado es lo que me impide ir a Cristo”. Leamos el texto de nuevo: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Aunque hubiese sido culpable de siete asesinatos, y de todas las prostituciones y adulterios que hubieren mancillado jamás al hombre mortal, aunque pudiera ser acusado de pecados imposibles, con todo, si viniera a Cristo, fíjense, si viniera a Cristo, la promesa de Jesús sería cumplida inclusive en su caso: “Al que a mí viene, no le echo fuera”.
“Pero” –dice otro- “yo estoy completamente desgastado, soy un bueno para nada. He pasado todos mis días y mis años en pecado. He llegado al propio final del capítulo; no valgo la pena para nadie. ¡Apresúrate a venir, tú, retazo de vida! Jesús dice: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Tú tienes que caminar con dos bastones, ¿no es cierto? No te preocupes, ven a Jesús. Estás tan débil que te asombras de estar con vida a tu avanzada edad. Mi Señor te recibirá aunque tengas cien años de edad; ha habido muchos casos de personas que han sido traídas a Cristo incluso después de esa edad. Hay unos ejemplos muy notables registrados de ese hecho. Cristo dice: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Si fueras tan viejo como Matusalén, bastaría que vinieras a Cristo y no serías echado fuera.
“¡Ay!”, -dice alguien- “mi caso es peor inclusive que el de ese anciano amigo, pues además de ser viejo, he resistido al Espíritu de Dios. Mi conciencia me ha remordido muchos años, pero he tratado de encubrirlo todo. He ahogado todo pensamiento piadoso”. Sí, sí; y es también algo muy triste, pero a pesar de todo eso, si tú vienes a Cristo, si pudieras correr a toda velocidad para alcanzar la salvación y venir a Jesús, Él no podría echarte fuera.
Un amigo tal vez diga: “Me temo que he cometido el pecado imperdonable”. Si tú vienes a Cristo, no lo habrías cometido, lo sé; pues a todo aquel que venga a Él, Jesús no lo echará fuera. Por tanto, no podrías haber cometido el pecado imperdonable. Apresúrate a venir, amigo, y si eres más negro que todo el resto de los pecadores del mundo, mucho más gloriosa será la gracia de Dios cuando haya demostrado su poder lavándote en la preciosa sangre de Jesús y dejándote más blanco que la nieve.
“¡Ah!”, -dice alguien- “tú no me conoces, amigo”. No, mi querido amigo, no te conozco; pero, tal vez, uno de estos días podré tener ese gusto. “No sería ningún placer para ti, amigo, pues soy un apóstata. Yo solía ser un profesante de la religión, pero he renunciado a todo eso y he regresado al mundo, haciendo intencional y perversamente todo tipo de cosas malas. ¡Ah!, bien, con solo que vinieras a Cristo, aunque hubieren en ti siete apostasías apiladas unas sobre otras, Su promesa sigue siendo válida: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Oh rebelde, sin importar lo que hubiera sido tu pasado y sin importar lo que sea el presente, retorna a Cristo, pues Él se apega a Su palabra empeñada, y mi texto no menciona ninguna excepción: “Al que a mí viene, no le echo fuera”.
“Bien, amigo”, -clama otro- “me gustaría venir a Cristo, pero no me siento apto para venir”. Entonces, ven aun estando descalificado, tal como estás. Jesús dice: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Si me despertaran a media noche con el grito de “¡Fuego!”, y yo viera que alguien estaba junto a la ventana que da a la escalera de emergencia, no creo que me quedaría en la cama diciendo: “No tengo puesta mi corbata de etiqueta”, o “no tengo puesto mi mejor chaleco”. No hablaría del todo de esa manera. Saldría por la ventana tan rápido como pudiera, y bajaría por la escalera de emergencia. ¿Por qué hablas acerca de idoneidad, idoneidad, idoneidad? Me he enterado de un partidario de Carlos I que perdió su vida porque se detuvo a encrespar sus cabellos mientras era perseguido por los soldados de Cromwell. Algunos de ustedes podrían reírse de la insensatez de ese caballero; pero eso es exactamente lo mismo que tu plática acerca de la idoneidad. ¿Qué es toda tu idoneidad sino encrespar tus cabellos cuando estás en peligro inminente de perder tu alma? Tu idoneidad no es nada para Cristo. Recuerda lo que cantamos al comienzo del servicio:
“No permitas que la conciencia te detenga,
Ni sueñes tercamente con la idoneidad;
Toda la idoneidad que Él requiere
Es que sientas tu necesidad de Él;
Eso te lo da Él;
Es la palanca de apoyo del Espíritu”.
Ven a Cristo tal como eres, sucio, vil, descuidado, impío y sin Cristo. Ven ahora, ahora mismo, pues Jesús dijo: “Al que a mí viene, no le echo fuera”.
¿Acaso no hay una gloriosa amplitud en mi texto: “Al que a mí viene, no le echo fuera”? ¿Quién es: ‘Al’? Es ‘todo aquel que venga’. ¿Cuál: “Al que a mí viene”? Cualquiera que venga de cualquier parte del mundo. Si viene a Cristo, no será echado fuera. Un hombre colorado, o negro, o blanco, o amarillo o un hombre cobrizo, sin importar quién sea, si viene a Jesús, no será echado fuera.
Cuando quieras describir algo ampliamente, siempre es mejor que lo declares y lo dejes así. No entres en detalles; el Salvador no lo hace. Hace algunos años, un hombre, un esposo amable y amoroso, deseaba dejar a su esposa todas sus propiedades. Quería que su esposa recibiera todo lo que poseía, como debía ser, de tal forma que estableció en su testamento: “Lego a mi amada esposa, Elizabeth, todo lo que poseo”. Eso estaba muy bien. Luego prosiguió a describir en detalle todo lo que le estaba dejando, todos los bienes sobre los cuales tenía dominio absoluto, en vez de declararla “heredera universal”. Daba la casualidad que la mayor parte de sus propiedades estaban en arriendo, y no figuraban en la relación de los bienes en dominio absoluto de tal forma que la esposa no recibió nada de eso porque su esposo había optado por dar una descripción detallada en vez de declararla heredera universal; por culpa del detalle la herencia se le escapó a la buena mujer.
Ahora, aquí no hay detalle en absoluto: “Al que a mí viene”. Eso quiere decir que cualquier hombre, cualquier mujer y cualquier niño bajo los anchos cielos, que vengan simplemente y confíen en Cristo, no serán echados fuera de ninguna manera. Doy gracias a Dios porque no hay ninguna alusión a ninguna identidad en especial, como para que se dijera especialmente: “las personas de tal identidad serán recibidas”, pues entonces los caracteres que no son mencionados se supondrían excluidos; pero el texto quiere decir claramente que toda alma que venga a Cristo será recibida por Él.
III. El vuelo del tiempo me apremia, por tanto, les ruego que escuchen con atención mientras les hablo, en tercer lugar, acerca de LA CUALIDAD INEQUÍVOCA DE LA PROMESA: “Al que a mí viene, de ninguna manera”, esto es, por ninguna razón, bajo ninguna circunstancia, en ningún momento, bajo ninguna condición de ningún tipo, “le echo fuera”; lo cual quiere decir, bien interpretado: “Voy a recibirlo, voy a salvarlo, voy a bendecirlo”.
Entonces, mi querido amigo, si vinieras a Cristo, ¿cómo podría el Señor echarte fuera? ¿Cómo podría hacerlo en consistencia con Su veracidad? Imaginen a mi Señor Jesús haciendo esta declaración y entregándola como una Escritura inspirada: “Al que a mí viene, no le echo fuera”, y sin embargo, echando fuera a alguien, a ese alguien desconocido que está parado en la esquina. ¡Vamos, sería una mentira; sería una mentira actuada! Les ruego que no blasfemen de mi Señor, el Cristo veraz, al suponer que pudiera ser culpable de una conducta como esa. Él podría haber hecho lo que quisiera en cuanto a quién recibiría hasta el momento de hacer la promesa; pero después de comprometer Su palabra, se obligó a guardarla por la veracidad de Su naturaleza; y en tanto que Cristo sea el Cristo veraz, Él tiene que recibir a toda alma que venga a Él.
Pero déjame preguntarte: supón que vinieras a Cristo y que Él te echara fuera; ¿con qué manos podría hacerlo? Tú respondes: “Con sus propias manos”. ¡Cómo! ¿Cristo da un paso adelante para echar fuera a un pecador que ha venido a Él? Pregunto de nuevo: ¿con qué manos podría hacerlo? ¿Acaso lo haría con esas manos traspasadas que todavía muestran las señas de los clavos? ¿Acaso el Crucificado rechazaría a un pecador? ¡Ah!, no; Él no tiene ninguna mano con la que haría una cruel obra como ésa, pues entregó ambas manos para que fueran clavadas al madero por los hombres culpables. No tiene ni manos ni pies ni corazón con los que pudiera rechazar a los pecadores, pues todos esos miembros fueron perforados en Su muerte por los pecadores; por tanto, no podría echarlos fuera si vinieran a Él.
Déjame hacerte otra pregunta: ¿Qué beneficio sería para Cristo si Él efectivamente te echara fuera? Si mi amado Señor, el de la corona de espinas y del costado traspasado y de las manos perforadas te fuera a echar lejos, ¿qué gloria le aportaría eso a Él? Si te arrojara al infierno, a ti que has venido a Él, ¿qué felicidad le proporcionaría eso? Si te echara fuera, a ti que has buscado Su rostro, a ti que has confiado en Su amor y en Su sangre, ¿por qué método concebible eso lo haría más dichoso o más grande? No puede ser.
¿Qué implicaría tal suposición? Imagina por un momento que Jesús efectivamente echara fuera a alguien que viniera a Él; si se comprobara que un alma vino a Cristo y, con todo, Él la echó fuera, ¿qué sucedería? Bien, ¡habría miles de nosotros que no predicaríamos nunca más! Por lo pronto yo acabaría con mi oficio. Si mi Señor echara fuera a un pecador que viniere a Él, yo no podría, con una limpia conciencia, ir a predicar basándome en Sus palabras: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. Además, sentiría que si Él falló en una promesa, podría fallar en otras. Yo no podría salir a predicar un evangelio posible pero dudoso. Yo he tener los “haré” y los “así será” provenientes del trono eterno de Dios; y si no fuera así, nuestra predicación sería vana y vuestra fe también sería vana.
Vean cuáles serían las consecuencias si un alma viniera a Cristo y Cristo la echara fuera. Todos los santos perderían su confianza en Él. Si un hombre quebranta su promesa una vez, no tiene caso que diga: “Bien, yo soy generalmente veraz”. Has comprobado que no cumplió su palabra una vez, y no confiarías en él de nuevo, ¿no es cierto? No; y si nuestro amado Señor, de quien todas Sus palabras son verdaderas y veraces, pudiera incumplir una de Sus promesas una sola vez, perdería la confianza de Su pueblo por completo y Su Iglesia perdería la fe que es su misma vida.
¡Ah, Dios mío!, y luego se enterarían de esto en el cielo, y un alma que viniera a Cristo y fuera echada fuera detendría la música de las arpas del cielo, empañaría el lustre de la tierra de la gloria, y suprimiría su gozo, pues los glorificados susurrarían entre sí: “Jesús ha quebrantado Su promesa. Echó fuera a un alma que oraba y creía; entonces Él podría quebrantar la promesa que nos hizo, y podría echarnos fuera del cielo”. Cuando comenzaran a alabarle, ese acto solitario suyo pondría un nudo en sus gargantas y no serían capaces de cantar. Estarían pensando en esa pobre alma que confió en Él pero que fue echada fuera; así que ¿cómo podrían cantar: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre”, si tuvieran que agregar: “pero no lavó a todos los que vinieron a Él, aunque había prometido que lo haría”?
No me gusta hablar siquiera de todo lo que esa suposición implicaría; es algo muy terrible para mí, pues se enterarían de ello en el infierno, y se lo transmitirían los unos a los otros, y un terrible regocijo se apoderaría de los diabólicos corazones del demonio y de todos sus compañeros, que dirían: “El Cristo no cumple Su palabra; el alardeado Salvador rechazó a uno que vino a Él. Solía recibir incluso a las rameras y hasta permitió que una de ellas lavara Sus pies con sus lágrimas; y los publicanos y los pecadores venían y se juntaban en torno suyo, y Él les hablaba en tonos de amor; pero aquí está uno… bueno, él era demasiado vil para que lo bendijera el Salvador; era tan extremadamente descarriado que Jesús no pudo restaurarlo. Cristo no pudo limpiarlo. Él pudo salvar a pecadores menores, pero no a los mayores; podía salvar pecadores hace mil ochocientos años. ¡Oh!, hizo ostentación de la salvación de ellos, pero Su poder se ha extinguido ahora y ya no puede salvar pecadores”. Oh, en los salones del Hades, qué chistes y ridiculizaciones serían arrojados contra ese amado nombre, y, ¡casi diría, ‘justamente’, si Cristo echara fuera a uno que viniera a Él! Pero, amados, eso no puede suceder nunca; es tan seguro como el juramento de Dios, tan cierto como el ser de Jehová, que el que viene a Cristo no será echado fuera. Yo gustosamente doy mi propio testimonio ante esta muchedumbre reunida que:
“Yo vine a Jesús tal como estaba,
Cansado y desgastado y triste;
Encontré en Él un lugar de reposo,
Y Él me ha alegrado”.
¡Vengan, cada uno de ustedes, y comprueben por experiencia propia que el texto es verdadero, por nuestro Señor Jesucristo! Amén.
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